sábado, noviembre 26, 2011

Una tarde de verano

Dos veces me han intentado robar en mi vida. Las dos en un vagón de tren. En ambas tuve una reacción inesperada, y eché mano de historias inventadas, improvisadas, que no sólo acabaron disuadiendo del robo a los ladrones, sino que casi se sintieron obligados a darme dinero ellos a mí.
El primero de los intentos de robo me inspiró este relato breve, en el que prácticamente narro cómo se desarrolló el atraco frustrado. Mi reacción me pareció tan inusitada e inesperada que casi me sentí obligado a expresarla por escrito.

Aquí lo tenéis.



Una tarde de verano



Nada más verlo entrar en el vagón supe que me causaría problemas. Lo llevaba escrito en su cara de lolailo militante. No debía de tener más de veinticinco años, el pelo muy corto por encima de las orejas, le caía largo y ensortijado sobre la nuca. Un aro de plata enorme le colgaba del lóbulo izquierdo, el brillo del cual lucía más acusado en contraste con su rostro atezado y duro, curtido acaso en la solana de las obras donde supuse que habría trabajado esporádicamente, ya que no aparentaba poseer el espíritu del que gusta de trabajar con cierta continuidad.

Se detuvo largo rato frente a la puerta abierta que comunicaba los vagones, el traqueteo de los raíles resonó molesto hasta que al fin cerró con uno de esos portazos que inevitablemente acababan asustando al pasajero que contempla ensimismado el monótono discurrir del paisaje.

Alertado por el ruido que la puerta produjo al cerrarse, eché un vistazo a su silueta reflejada en el cristal de la ventana. Vestía camiseta roja y pantalones tejanos elásticos, desgastados y ceñidos como unas mallas de ballet en torno a unas piernas que, aunque estevadas y cortas, se insinuaban robustas. Unos zapatos acharolados de color negro y unos calcetines de un blanco deslumbrante asomando entre el bajo del pantalón y el calzado completaban su atuendo. Un lolailo con denominación de origen.

Se quedó plantado delante de la puerta y echó un vistazo a la hilera de asientos situados frente a él. A continuación me observó a mí, con demora y satisfacción creciente a juzgar por la mueca de placer que su rostro dejó entrever. Apenas dos largas zancadas le bastaron para llegarse hasta mí y sentarse a mi lado, lo que no hizo sino confirmar mis presagios, puesto que, salvo tres o cuatro personas, había asientos desocupados por todo el vagón.

No podía ser de otra manera, el día se precipitaba de manera irremediable hacia un desenlace en consonancia con la tarde lamentable que una vez más había padecido, lo que se estaba convirtiendo en una costumbre que ya duraba varios sábados. Y ese no hubiera sido diferente de no haber abandonado la discoteca presa de una ofuscación desacostumbrada, separado y a distancia del resto de gente que, al cierre del local, salíamos en tropel hacia la estación con la ropa impregnada de olor a tabaco y las mejillas encendidas por el calor sofocante de la sala. Los vagones eran entonces un hervidero de jóvenes alborotados que nos íbamos apeando en las distintas estaciones del Maresme en las que el tren se detenía en su itinerario a Barcelona.

La causa de mi enfado había respondido a un impulso de despecho pueril contra Sonia. Estaba cansado de que no me hiciera el menor caso. Se diría que cerca de ella yo adquiría cualidades traslúcidas, o bien Sonia caía presa de una ceguera selectiva que sólo le afectaba cuando ponía lo ojos sobre mí. Lo cierto era que me sentía como un pasmarote ante su indiferencia, o, en rigor, desconocimiento, puesto que, en honor a la verdad, debido a una timidez patológica y a la zozobra que me paralizaba de continuo, ella no era, que yo supiese, consciente siquiera de mi existencia, y yo, puestos a sincerarnos, jamás había considerado seriamente la posibilidad de que algún día se fijara en mí, y por tanto cualquier reproche del que la hiciera objeto o responsable no eran sino pataletas de un jovencito asustadizo incapaz de articular frase alguna cuando estaba delante de ella. Lo verdaderamente bochornoso era que esa situación, hablar con ella o aun intentarlo, no se había dado nunca. Es decir, yo, iluso hasta el fin, me sumía en plácidas divagaciones en las que imaginaba cómo me aproximaba a Sonia con inusitado arrojo, y cuando al fin acometía un intento de charla en la que le mostraba mis encantos, me sobrevenía un repentino enmudecimiento, una afasia inesperada que mudaba en súbita tartamudez que me dejaba en evidencia y me hacía pasar el mayor de los ridículos. ¿Cómo entonces podía siquiera considerar la idea de darme a conocer si era incapaz de seducir a Sonia hasta en mis propias fantasías? Decidí esperar a que el azar propiciara la ocasión oportuna. Entretanto me consolaba observándola en la distancia, recogiendo agazapado las sobras de alguna mirada perdida, confiando en que se produjera algún suceso prodigioso que le abriera los ojos y Sonia, por fin, cayera rendida ante mí, fascinada por el enorme poder de seducción que, por lo visto, ni siquiera yo era capaz de atribuirme.

Sin embargo, cada vez era más evidente que esa situación no se daría nunca, y los sábados se sucedían uno tras otro sin que ella supiera nada de mí. Y ahora estaba allí, en trance de ser asaltado por un individuo que desde que había tomado asiento no había dejado de examinarme de arriba abajo y de mirar asimismo en derredor, juraría que sonriendo de forma jocosa, como incrédulo y agradecido a un tiempo por mi buena disposición a facilitarle sus labores de hurto al recluirme en la cabeza del tren, un vagón que solía estar medio vacío, pues la gente acostumbraba a concentrarse en los vagones centrales.

—Qué pasa, estás mu serio, ¿no? —dijo al poco.

No te jode, si te parece me pongo a cantar una ranchera, pensé. El tío me iba a robar y todavía pretendía que lo animara a hacerlo, que lanzara vítores o jaleara con entusiasmo su buen hacer. Guardé silencio y giré apenas la cabeza, lo justo para que advirtiera la mirada desdeñosa que le había lanzado, a continuación eché un vistazo a la ventana y de nuevo vigilé en el cristal el reflejo de su silueta estatuaria.

—¿Tienes hora? —me preguntó a continuación.

No se le podía negar cierta sutileza en su proceder. Cualquier otro hubiera arremetido sin ambages antes de que entrara más gente en el vagón. Pero él parecía más preocupado por exhibir buenas maneras, por demorarse en los preámbulos como si no hacerlo fuera un síntoma de falta de profesionalidad.

—No tengo reloj —le respondí. Para que pudiera constatar que no le mentía alcé la manga de mi brazo izquierdo, pero ese gesto no pareció convencerle del todo, y sin disimulo alguno echó hacia delante el cuerpo y alargó el cuello en busca de mi muñeca derecha.

—Que no tengo, hombre, que no tengo —le repetí mostrándosela también. Apenas se molestó en disimular su decepción, y la expresión de su cara demudó en una severidad que no presagiaba nada bueno.

No cabía la menor duda de cuál era su propósito, y pese a que el reloj no constituiría ya parte del botín, yo estaba convencido de que ese primer revés no le habría desalentado, como de inmediato había de demostrarme. Su mano, de improviso, se cerró como una brida en torno a mi muñeca, que descansaba en el apoyabrazos del asiento que nos separaba, a la vez que balbuceó entre dientes con aparente rabia, aunque sin excesivo alboroto, una retahíla de sandeces tan farragosas e indescifrables que sólo por el contexto consideré amenazas.

—¡Ya mes tas dando todo lo que lleves encima, tío! Venga, cagando leches y sin mosquearme o te pincho aquí mismo —proclamó en sordina al tiempo que me zarandeaba el brazo apresado, conminándome con una inclinación reiterada de la cabeza a que mirara la mano en la que sostenía la supuesta arma blanca, oculta tras el apoyabrazos. Yo, desafiante, no sólo no le hice caso sino que me aventuré a sostenerle largo rato la mirada, una actitud inusitada e impropia de mí, ya que me estaba exponiendo a que me partiera la cara o quién sabe si algo peor, y no obstante esa certeza continué desoyendo su exigencia, afectado por un inesperado acceso de arrojo.

—¡Qué mires, coño! —gritó al advertir mi actitud, oprimiendo más mi muñeca e indicándome con un gesto del mentón que mirara hacia abajo.

Con desidia, más a causa de la inercia que por temor a sus amenazas, eché un vistazo en la dirección que me indicaba. No, no podía ser, el tipo debía estar de broma. Tenía que estarlo, de otro modo no podía entenderse que denominara cuchillo a ese artefacto diminuto y ridículo que sostenía en su mano. En todo caso, y siendo, además, generoso en mi juicio, ese utensilio podía pasar a pertenecer, en lo que a mí se refería, al grupo de puñales de mierda de este mundo, porque eso es lo que era y no otra cosa, una mierda de puñal tan grande como la más grande de las casas. ¿Acaso yo no merecía siquiera ser asaltado con cierto rigor? ¿Era pedir demasiado exigir algo más de profesionalidad? El tipo podía haber empleado para la ocasión una pistola de dimensiones considerables y grueso calibre, ostentosa, precisa, sofisticada, o por qué no un enorme machete de filo dentado y acerado, o un tanque, coño, un tanque, pero no ese grotesco y pequeñísimo cuchillito similar a los que regalan en las ferias como premio por haber despedazado en astillas un mondadientes con una de esas desvencijadas escopetas de aire comprimido, me refiero a esos que terminan, con el andar del tiempo, envainados en su funda mimetizada, balanceándose del retrovisor interior del coche.

¿Cabía imaginar mayor ofensa o menosprecio que ese personaje pretendiendo apropiarse de mis pertenencias esgrimiendo apenas un cortaúñas herrumbroso? Yo me sabía un ser apocado y pusilánime y hasta medroso en cierta medida, pero confiaba en no haberlo trasmitido a los demás, ¿y no era esa escena el indicio concluyente que me revelaba la verdad?, esto es, que los defectos que me obstinaba en esconder eran tan evidentes cuanto mayor era mi empeño en ocultarlos.

A medida que asumía esa certeza la ira se fue apoderando de mí, una especie de aire abrasador me trepó de pies a cabeza. Decidí que ya era suficiente, no iba a consentir más humillaciones, pasara lo que pasara ese individuo no obtendría de mí nada que yo no quisiera darle. Era precisa, sin embargo, cierta cautela y, sobre todo, proceder con mucha astucia. Puesto que el tipo partía con la ventaja obvia de una mayor corpulencia, yo debía recurrir a la picardía y hacer uso de una astucia que acaso él no alcanzara a atribuirme.

—¡Pero bueno qué pasa contigo, coño, me das el dinero o qué, hostias! —gritó, soliviantado por mi silencio, apretando un poco más mi muñeca.

—Qué te voy a dar si no tengo un duro —le dije tratando de ganar tiempo.

—No tengo un duro, no tengo un duro, ¡y una mierda no tienes un duro! Venga, yas tas sacando la cartera, cojones.

—Pero hombre que no te miento, te estoy diciendo que no tengo nada, de verdad tío.

—Mira niñato, no me toques más los cojones y ya mes tas dando la cartera, mira que como te pongas tonto y me vaciles te vas a quedar hasta sin gallumbos.

Se había empeñado en apoderarse de mis pertenencias, y ningún pretexto que me molestara en esgrimir le haría cambiar de parecer. Como todo buen ladrón que se precie, descreía de las palabras de su víctima —meras artimañas para evitar el hurto—, y pese a que yo no había faltado a la verdad al asegurarle que no tenía dinero —las pocas monedas sueltas que llevaba encima sumaban poco más de quinientas pesetas—, deduje que él se había excedido en sus expectativas, confundido, a mi juicio, por la indumentaria que vestía esa tarde, que era a la que invariablemente recurría todos los sábados por la tarde durante ese verano: una sencilla camiseta blanca, una americana ligera de lino y un holgado pantalón de pinzas de color crudo que, en mi opinión, me conferían cierta elegancia, y algunas personas sostienen la presunción de que esa cualidad —el saber vestir— viene dada como consecuencia del dinero, pese a que yo, como digo, apenas podía reunir más de quinientas pesetas. Esa era toda mi elegancia.

—Te juro que las pocas pesetas que me quedaban las he gastado en el billete de tren —añadí adoptando un tono de cierto desconsuelo con el fin de inspirarle lástima o hacerlo desistir por puro aburrimiento.

Lanzó un resoplido.

—Lo que tú quieres es quedarte conmigo ¿no? —dijo a continuación—. Eso es lo que pretendes, quedarte conmigo; eres un niñato que va de listillo por la vida y cree que un servidor es tonto, ¿no? Pues mira lo que te digo, pamplinas: o me das lo que llevas encima, o empiezo a darte de hostias y no paro hasta que lleguemos a Barcelona, ¿entiendes o te lo tengo que repetir?

—Entiendo.

—Bien, parece que empezamos a hablar el mismo idioma. Si es que no hay necesidad de malos rollos, hombre. En cuanto te he visto he pensado: este es un buen chaval, lo comprenderá. Pero no, no lo has hecho, y coño, tampoco es tan difícil. Pero escucha, no pasa nada eh, yo te lo explico y punto. Verás, yo me pincho ¿sabes?, y bueno, mientras uno está servido, pues nada tú, de güay. Ahora, cuando empieza a faltar, pues ya sabes lo que pasa: las prisas, los nervios, los sudores, y uno no distingue quién tiene delante ni sabe lo que hace ni cómo lo hace. Así que por tu propio bien no te conviene que me altere. Lo mejor, te lo digo yo, es acabar cuanto antes, me das lo que tengas y se acabó, no me verás más el pelo.

No era necesario ser muy sagaz para darse cuenta de que la historia de la droga era un ardid, una patraña barata con la que pretendía amedrentarme, lo cual era una prueba más de que el empeño en ocultar mi apocamiento no había funcionado y también él creía innecesario gastar energía e imaginación en construir un argumento más elaborado, lo que resultó, a la postre, un mayor acicate para impedir que el tipo se saliera con la suya.

Su mano todavía apresaba mi brazo izquierdo. Me retrepé como pude en el sillón e introduje la derecha en el bolsillo del pantalón, hurgué en él y, al cabo, la extraje de un tirón y le mostré las monedas sueltas.

—Mira —le dije, decidido a salirme con la mía— esto es todo lo que tengo, fíjate, no llega ni a quinientas pesetas. Siento mucho tus problemas con el caballo, pero sabes tan bien como yo que este dinero no te va a solucionar nada, con esto no tienes ni para comprarte una caja de aspirinas.

—Joder, lo que me faltaba por oír. Pero tú qué coño sabes, enterao, que eres un enterao. Anda la leche, a ver si ahora va a resultar que eres farmacéutico, no te jode el tío; si seguramente no has visto una jeringuilla en tu puta vida, hombre.

—¿Qué no he visto una jeringuilla en mi vida? ¿Dices qué no he visto una jeringuilla en mi vida? —Se trataba de una pregunta retórica, una maniobra dilatoria a fin de sortear sus acometidas—. Mira tío, mi hermano también se pincha, así que no me digas que no sé de qué hablo.

Soy del parecer de que en situaciones complicadas uno no debe andarse con remilgos ni consideraciones morales, hay que apelar sin desdoro al miserable que todos llevamos dentro, ése que se vale de todo artificio, por despreciable que sea, con tal de superar la primera dificultad que le sale al paso.

—¿Tu hermano se pincha? —preguntó.

—Sí.

—¡Venga ya!

—Te digo que sí.

—¿Seguro? Mira que como te quieras quedar conmigo va a ser peor ¿eh?

—No, hombre, no ¿Tú crees que se puede bromear con algo así? Precisamente vengo de hacerle una visita. Está en Gerona, en una granja de desintoxicación. Quizá la conozcas, se llama El renacer.

—Ah… sí… El Rehacer… sí…

Renacer —corregí.

—Sí, eso, El renacer, sí…claro. ¿Y qué?, ¿cómo le va?

—Bueno, unas veces mejor que otras. En fin, tú ya sabes cómo funciona eso, se pasa la vida entrando y saliendo de esos sitios, cuando parece que está mejor, vuelve a recaer en la misma mierda, y así una vez tras otra. Es la historia de nunca acabar.

Poco a poco sus dedos habían dejado de ejercer presión sobre mi brazo hasta liberarlo del todo. No obstante sentir palpitaciones en la muñeca y un dolor intenso, decidí que lo mejor era no manifestarlo, no revelarle el menor resquicio de fragilidad por el que pudiera penetrar y campar a sus anchas. Pero el tipo, para mi estupor, y, por qué no admitirlo, para mi decepción —yo ya me había envalentonado y lo que en verdad deseaba era enzarzarme con él en un lance del que pretendía salir redimido con carácter retroactivo de todas las ofensas padecidas hasta ese momento—, el tipo, como digo, ya no parecía estar por la labor del hurto. Se conoce que mi mentira había despertado el lado perezoso de su buena conciencia, ya que de repente largó con inusitado fervor una arenga desatada en favor de la pronta recuperación de mi hermano imaginario, la cual, dicho sea de paso, casi me persuadió de su existencia.
—Te diré una cosa chaval —dijo a modo de conclusión—: no puedes permitirlo; no, qué coño no puedes: no debes permitirlo. ¿O es que él no lo haría por ti? ¡Claro que lo haría, joder! Tu hermano tiene que salir del pozo, hasta ahí estamos de acuerdo ¿no?, ¿sí o no? ¡Contesta hombre!

—Sí, claro, sí.

—Bien, ¿y sabes cómo se puede salir de ese socavón? ¿No lo sabes no? Claro, cómo lo vas a saber. No te lo tomes a mal, pero sólo hay que echarte un vistazo para darse cuenta de que nunca has tenido que echar mano de ellos, pero no te preocupes que yo te lo explico: con dos güevos, ésa es la única forma tío, con dos güevos, a esta puta vida hay que hacerle frente con dos güevos, si no te deja en la estacada en menos que canta un gallo. Te lo digo yo, hombre. La gente siempre está con eso de que hay que pensarse las cosas, meditarlas, razonar, dialogar, y bla, bla, bla. Todo ese rollo inútil. Gilipolleces; sí, lo que yo te diga: gilipolleces, porque al final todo el mundo recurre a lo mismo: a los güevos.

A mitad de la charla se había puesto en pie y echado mano de la entrepierna, se diría que aguardando el aplauso de una multitud enardecida. Mirándome fijo, añadió:

—¿Sabes lo que te digo?, que has caído bien, y mira por donde, gracias a tu hermano, te vas a librar. Me voy tío, siento haberte molestado, cómo podía yo saber… no aparentas… en fin, lo dicho, que me voy, pero antes dime si necesitas algo, de verdad, lo que sea. Mi menda no te va a fallar

Lo contemplé boquiabierto y llegué a la conclusión de que no podía permitir que la historia concluyera de ese modo, puesto que en tal caso mi inesperado acceso de arrojo no habría servido de nada.

—Bueno —dije, no sin cierta vacilación—ya que lo mencionas, verás, resulta que la semana que viene tengo que ir a verlo varios días, un jaleo enorme de trenes, y estoy sin blanca. No te imaginas la vergüenza que me da pedírtelo, pero si pudieras prestarme algo de dinero te lo devolvería enseguida. Quedaríamos un día en la estación, o dónde tú digas, y te devolvería sin falta hasta la última peseta.

Mientras le contaba semejante puñado de mentiras pensé que estaba cometiendo una locura. Te has pasado de listo, me dije, el tipo no puede ser tan estúpido y lo único que has conseguido es mandarlo todo al carajo, ahora se lanzará sobre ti y hará de tu cara un mapa. Sin embargo no podía estar más equivocado, puesto que el tío, sin pensárselo dos veces, echó mano de su cartera y extrajo de ella diez mil pesetas que, en billetes de mil, depositó en rimero sobre la palma de mi mano abierta.

—Aquí tienes —dijo—. Quédatelo, y no te preocupes, al fin y al cabo no es mío, se lo he cogido prestado a un primo que encontré en el vagón anterior. Y por favor, no me ofendas, olvídate de devolverme nada. Faltaría más, coño, faltaría más.

Se dirigió hacia la misma puerta por la que había aparecido y con la mano apoyada en el picaporte aún permaneció quieto frente a ella por espacio de un instante. Acto seguido introdujo la mano en el bolsillo del pantalón, hurgó en él y luego forcejeó para poder sacarla, aprisionada en la estrechez del tejano. Dio media vuelta y se llegó de nuevo hasta mí, y, estirando el brazo, dejó caer sobre mi regazo un reloj de cadena gruesa y ostentosa.

—Toma, hombre, toma —dijo—; no se puede ir por la vida sin peluco. Y no te preocupes, también lo he tomado prestado.

Y desapareció sin más. Lo último que recuerdo de él es el ruido que la puerta produjo al cerrarla tras de sí. Al poco me quedé dormido con una desacostumbrada rapidez, como si la tensión de esa situación imprevista hubiera propiciado una relajación a un tiempo excesiva y extenuante. Cuando desperté y contemplé perplejo las numerosas personas que llenaba el vagón me dio por pensar que quizá él no había existido nunca, y lo sucedido había sido producto de un sueño. Me pregunté de dónde había salido toda esa gente. Sin duda debía haberme quedado profundamente dormido para no percatarme de en qué momento habían subido. Levanté la cabeza por encima de las butacas para echar un vistazo y al ver a Sonia me encogí en mi asiento con un movimiento reflejo. ¿Qué hacía allí? ¿No se había quedado en el local cuando me marché? La única respuesta que se me ocurrió fue que a la salida de la discoteca ella y sus amigos deambularan por todo el tren hasta acabar en el mismo vagón que yo. Miré otra vez a hurtadillas, atisbando por entre los huecos de los asientos. Era Sonia sin duda, a cuatro o cinco metros de mí, rodeada de sus de amigos en un escándalo de risas. Sonia sonriendo tan hermosa, sonriendo y sonriendo sin cesar. Llevándose la mano al pecho, tomando aliento entre carcajada y carcajada, enjugándose con el dorso de la mano las lágrimas incontenibles de esa risa súbita, con demora, cuidando de no esparcirse el rímel.

Cuando quise darme cuenta me había puesto en pie y caminaba hacia ella, que junto al resto del grupo ocupaban —ocho o nueve personas en total, la pandilla inseparable de la que se solía rodear y a la que, por encima de cualquier otra cosa, tanto había yo deseado pertenecer— ocupaban, digo, los asientos contiguos a uno y otro lado del vagón. Me detuve en medio de ellos y mi presencia inesperada provocó un silencio repentino. No tardé en sentir pánico y un rubor irreprimible y me pregunté cómo había reunido el valor suficiente para acercarme a Sonia. Con la cabeza gacha para no encontrarme con su mirada, me dispuse a regresar a mi asiento cuando, al introducir las manos en los bolsillos del pantalón, palpé el enorme reloj que me había entregado mi entrañable lolailo durante lo que yo casi creí que había sido un sueño. Sin sacarlo del bolsillo acaricié una y otra ves su fría superficie metálica. Alcé la cabeza y busqué los ojos de Sonia y sostuve su mirada más tiempo del que jamás había soñado. Infinitamente más. Fue entonces, en ese preciso momento en el que Sonia me miraba con desconcierto, cuando la voz resonó en mi cabeza:

Échale dos huevos, dijo.

Y vaya si se los eché.

No hay comentarios: