domingo, noviembre 20, 2011

Soldados de Salamina

Me revuelvo dentro del saco de dormir y caigo en la cuenta de que tal vez no les falte razón a quienes insisten en que soy un poco apretado. Me incorporo y miro si alguien más se ha sumado y constato que sigo siendo el primero que ha decidido pasar la noche a las puertas del colegio electoral.

No pierdo la esperanza.

Estoy seguro de que ante unas elecciones tan importantes, en este clima de crisis descomunal en el que todos los días parece que se vaya a desatar el Apocalipsis, los ciudadanos procederán con responsabilidad y saldrán en tropel a la calle para ejercer su derecho al voto. En consecuencia, semejante muchedumbre reclamando su papeleta acabará por agotarlas y como no quiero quedarme sin ella he improvisado este dormitorio rudimentario a la intemperie.

Y aquí estoy, aguardando turno.

Pero transcurren las horas y no aparece nadie, y me pongo a pensar los motivos y concluyo que tal vez la gente del barrio no sepa cuál es su colegio electoral, por lo que tal vez se han ido la mayoría a hacer cola al lugar equivocado. O quizá lo que pasa es que no han caído en la cuenta, como sí lo he hecho yo, de que las papeletas se agotarán y muchísima gente se quedará sin votar. Semejante reflexión me suscita una sensación de ansiedad y angustia, como cuando uno sabe de la inminencia de una hecatombe que la mayoría ignora y siente la necesidad de advertirlos y sin embargo no puede hacerlo porque siempre surgen obstáculos que impiden difundir la noticia y darla a conocer.

Es pensar eso y ya no poder conciliar el sueño y padecer una sensación de profundo desasosiego. Abro la cremallera del saco, me pongo en pie y me lo echo sobre los hombros y comienzo a pasear frente a las fachadas silenciosas de la calle, apenas iluminadas por la luz lánguida que proyectan las farolas, que se yerguen entre sombras. Miro los bloques y la angustia crece, pues soy plenamente consciente de que en el interior de esos domicilios habitan ahora mismo gente inadvertida que desconoce que su posibilidad de voto se verá frustrado por que no han tenido en cuenta todos los imponderables que yo sí he barajado. Le dicen a uno apretado cuando lo que soy es alguien que se adelanta a los acontecimientos, cuando lo que sucede es que estoy siempre alerta frente a los peligros que acechan a todas horas y de cualquier naturaleza.

Me digo: tanto derecho tiene la gente a vivir de espaldas a la realidad como yo de hacerle frente a diario.

Me acerco a un portal y me decido a llamar a todos los pisos con objeto de ponerles sobre aviso de lo que se avecina, pero en el último momento solo pulso uno, como para hacer una prueba piloto y en función de cómo respondan me animaré con el resto. Al principio lo hago tímidamente.

Una sola vez.

Como no obtengo respuesta insisto con una segunda vez.

Miro el reloj: las 04.30 de la madrugada. Reuno valor y pulso el timbre y dejo el dedo enganchado en él un buen rato. Entonces alguien contesta, y yo empiezo una retahíla de frases mediante las cuales pretendo articular un discurso hagiográfico respecto a los valores democráticos y las oportunidades perdidas y el sacrificio en vidas que restablecer la democracia trajo consigo, y menciono la cantidad de cadáveres inencontrados que yacen sepultados bajo la yerba de los eriales del país.

¿Tú eres gilipollas o qué?, me interrumpe la voz por el interfono, y lo hace justo en el momento en que iba a concluir la proclama con un panfleto conmovedor sobre los hombres caídos en pos de un mundo mejor. En realidad no es un discurso inventado por mí sino una adaptación libre de las últimas páginas de Soldados de Salamina, en las que el narrador Javier Cercas, presa de una emoción desatada, dice: "...ese soldado levanta su bandera abolida, joven, desharrapado, polvoriento y anónimo, infinitamente minúsculo en aquel mar llameante de arena infinita, caminando hacia delante bajo el sol negro del ventanal..."

Ni la interrupción ni el improperio mascullado por la voz metálica que emite el interfono me hacen desistir y retomo el hilo discursivo para en efecto declamar el fragmento de Soldados de Salaminaque me ha quedado pendiente: "...sin saber muy bien hacia dónde va ni con quien va ni por qué va, sin importarle mucho siempre que sea hacia adelante, hacia delante, hacia delante, siempre hacia delante".

Entonces se enciende la luz del portal. Me alejo de la puerta y aguardo a que salga el vecino, y lo hago convencido de que ese hombre que desciende la escalera en mi busca lo hace para abrazarme, para solidarizarse conmigo, pues el pasaje de Javier Cercas lo ha conmovido hasta el extremo de que ha renunciado al primer impulso de rabia por molestarlo en horas tan intempestivas, cuando mejor estaba, cuando más profundo era el sueño, y lo ha sustituido por un sentimiento de generosa solidaridad hacia mí y hacia mi ejemplo de sacrificio.

Se abre la puerta. La luz de la escalera proyecta sobre la acera la sombra de un tipo alto y robusto. Le miro la cara pero me resulta imposible distinguir sus rasgos a contraluz. Abro los brazos, dispuesto a que se funda conmigo en un abrazo. Y sí, se abalanza y de una sola zancada se planta a medio metro de mí.

Retrocede un pie. Gira ligeramente el torso. Extiende el brazo derecho. Y con la mano abierta me da una hostia.

Menuda hostia.

Sólo una.

Con una le basta. Y le basta porque es la madre de todas las hostias. Quiero decir que a lo largo de la historia de la humanidad los hombres se han entregado a rencillas sin fin, a guerras, a conflictos, y en ninguno de ellos jamás nadie habrá dado una hostia semejante.

Estoy seguro.

A decir verdad, jamás he estado tan seguro de algo.

La mano marcada en mi mejilla parece la que dejan las estrellas en el Paseo de la Fama de Wollywood. La dentadura se ha arrancado de cuajo y ha girado dentro de mi boca, para caer invertida sobre las encías. El giro de la cabeza ha alcanzado, si no superado, el límite de rotación y por un momento, solo por un momento, he podido ver mi propio culo y concluir que no lo tengo tan plano como suponía.

Caigo a plomo sobre el asfalto.

Desde el suelo, alzo apenas la cabeza y con la dentadura escurriéndose de un lado a otro como si tuviera en la boca un caramelo de quilo y medio, antes de perder el conocimiento, alcanzo a preguntar:

-¿Quiede edto dedir que no dapetece edpedar codmigo?




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