viernes, noviembre 04, 2011

Un relato (casi) autobiográfico.

En el día de mi cumpleaños me apetece publicar un relato autobiográfico, o todo lo autobiográfico que puede ser cualquier narración en manos de alguien con tendencia a dejarse influir por la ficción. En este texto hay un 70% de biografía, el resto es inventado. A vosotros corresponde fabular con qué pasajes son veraces, y cuáles producto de mi imaginación. Se trata de un texto largo, pero lo he escrito con la intenció de que sea ameno y divertido y, en cierta forma, entrañable.



La peluca



Yo estaba solo en casa el día que anunciaron en televisión que habían atentado contra Juan Pablo II. Con sólo trece años de edad dudo de que por aquel entonces fuera muy consciente de la trascendencia histórica de su figura, pero a juzgar por el modo en que los periodistas habían informado del suceso, interrumpiendo la programación habitual y mirando a cámara cariacontecidos mientras daban cuenta de los pormenores de lo sucedido, deduje la importancia del hecho, y presa de esa excitación que deviene cuando uno atesora un objeto codiciado por otros, me preparé para transmitirle la noticia a mi madre. Cuando alcancé a oír la llave hurgando sin tino en el paño, me precipité pasillo abajo gritando hasta desgañitarme:
—¡Mamá han disparado al Papa!
Como entrañaba cierta dificultad distinguir la mayúscula de la minúscula, y yo no añadí ningún dato que facilitara la identificación, como Santo Padre o su Santidad o Sumo Pontífice, mi madre se ciñó a la literalidad del mensaje y dedujo que a quien habían disparado había sido a mi padre. Palideció y sufrió un vahído y se apoyó en la pared a punto de desmayarse mientras sufría accesos de llanto. Yo no acababa de comprender por qué le afectaba tanto la noticia. Nunca se había mostrado especialmente devota ni acudía a misa con regularidad ni había expresado una admiración particular por el Papa si alguna vez había aparecido en televisión. Y de la noche a la mañana parecía liderar su club de fans.
Lejos de resolver el enredo, aún hube de prolongarlo unos instantes.
—No te preocupes, mamá, sólo está herido. Me da a mí que ese hombre tiene más vidas que un gato —dije, y mi madre aumento la intensidad de los sollozos, convencida de que a la tragedia de un marido tiroteado había que sumarle la desdicha de un hijo al que le traía sin cuidado la suerte que corriera su padre.

Aún me llevó unos minutos desentrañar el malentendido, en el decurso de los cuales me afectó mucho ver a mi madre en semejante estado de zozobra. Aquel hecho me deparó una conclusión pertinente: tan malo como padecer un percance es el modo en que se da a conocer. Además, en semanas sucesivas esa anécdota me abocaría a un sin fin de reflexiones que en realidad tenían por objeto dilucidar una cuestión sobre la que no dejaba de cavilar: la sospecha de que de haber sido mi padre el tiroteado no me habría afectado más de lo que a uno le afecta la suerte que corren los insectos que se desintegran contra la luna de un automóvil.  La duda cobró sentido no mucho tiempo después, una tarde, a la salida del colegio.

En circunstancias normales de la escuela a casa apenas solía demorarme más de diez minutos. Veinte a lo sumo si es que me acompañaban el Ramon y el Rafa. Durante el trayecto solían discrepar por defecto en cualquiera de los asuntos que abordaban. Mi papel era entonces el de mediador. Cuando la discusión los abocaba a posturas irreconciliables (lo que sucedía por sistema), buscaban mi mediación. Y yo sólo acababa tomando partido por uno de los dos según el grado de diversión que deparara mi elección, aunque fuera en detrimento de lo que objetivamente era justo.
 Aquel día debatían cuál era el tiempo prudencial que cabía esperar entre una paja y otra para que la leche —ése era el término empleado para referirnos al semen— fuera expulsada con la potencia necesaria para que la paja pudiera ser considerada como tal, y no el alicaído vertido de aguachirri (como el Ramon solía denominar) que deviene al masturbarte sin solución de continuidad, esto es, sin esperar un tiempo recomendable para recuperarse de la paja precedente. El debate había surgido como consecuencia de una controversia previa en la que se habían enzarzado el día anterior, a fin de dirimir quién de los dos había resultado vencedor en el certamen de pajas celebrado esa noche. Certamen, dicho sea de paso, en los que yo tenía por costumbre no participar. Declinaba, como si dijéramos, la invitación; no porque no me masturbara —lo hacía como el que más— sino porque era tremendamente pudoroso y determinadas actividades prefería hacerlas en privado.
Los adolescentes son proclives a asociarse en una suerte de hermandad de cuyos miembros se espera que participen por igual en todo aquello en lo que se aventuren a emprender. Así que el Ramon y el Rafa habían aceptado mi decisión a regañadientes, aunque a cambio habían exigido que ejerciera de juez y determinara quién de los dos conseguía eyacular a mayor distancia, que era, a fin de cuentas, el propósito de la competición.
El concurso tenía lugar en una antigua fábrica de tapones de corcho abandonada y distribuida en diversos barracones derruidos que se erigían a la intemperie en lo alto de una loma situada en medio del pueblo, no muy lejos del colegio. Bajo sus ruinas se habría paso un dédalo de habitaciones que se comunicaban unas con otras mediante puertas en las que ya sólo se apreciaban restos carcomidos de jambas atravesadas por clavos cubiertos de herrumbre. Se trataba de sótanos empleados antiguamente como almacén que habían sido tomados por los críos del pueblo, que agrupados en nuestras respectivas camarillas nos habíamos ido agenciando del espacio en estricto orden de llegada, habilitándolo de pertrechos que fueran susceptibles de tener alguna utilidad, entre los que se contaban colchones, cartones, papel higiénico, hamacas plegables, linternas, radiocasetes, tebeos, y un notable rimero de publicaciones pornográficas que solidariamente pasaba de habitación en habitación para alivio y disfrute de todos. Había tardes en las que incluso los tres cenábamos allí. Prendíamos una fogata entre cuyas brasas dejábamos cocer patatas enteras, que aliñadas con un poco de sal y pimienta resultaba un manjar exquisito, aunque fuera a costa de llegar a casa con la ropa apestando a humo.
 Tan buscada como las pornográficas lo era la revista Supervale, pues venía con un consultorio sexual y sentimental que una semana tras otra nos revelaba pormenores en relación al arcano mundo del sexo. Por aquel entonces el concurso de pajas no había sido convocado oficialmente, pues existían reservas en relación a los efectos secundarios que podía aquejar a quien se masturbara. Habían difundido un rumor según el cual se podían contraer enfermedades gravísimas cuyos efectos eran tanto más evidentes cuanto mayor era la frecuencia con la que uno afilara el lapicero, como el Ramón solía decir. Entretanto leíamos de principio a fin, con cierta ansiedad, el Supervale, con la esperanza de que alguien hubiera remitido al consultorio una carta en la que expresase las mismas dudas que nos asaltaban a nosotros, y la respuesta de la revista acabara demostrando que los efectos perjudiciales eran infundados. Quien más quien menos, no obstante, se aventuraba a masturbarse festivamente, sin manifestar ningún temor a las consecuencias, especialmente el Ramon, lo cual, a su vez, reprimía los impulsos onanistas de el Rafa, que de inmediato vio una relación de causa y efecto y sostenía que el Ramon padecía un grado de imbecilidad superior a la media cuya causa bien podía deberse a su afición masturbatoria, «y con un imbécil en el grupo es suficiente», decía.
Un día, por fin, hubo fumata blanca. El Ramon leía el Supervale, y de repente se puso en pie y empezó a saltar y señalar a el Rafa y a hacer el gesto de masturbarse mientras expresaba a voz en cuello un deseo largo tiempo reprimido:
—¡Ni ciego ni calvo ni pollas en vinagre!
El hallazgo fue una liberación y un alivio para el Rafa, pues se entregó con desafuero al arte masturbatorio con la seguridad de que la imbecilidad de el Ramon era por causas puramente genéticas.

El Ramon y el Rafa caminaban unos pasos por delante de mí, los dos avanzaban de espalda, en sentido opuesto a la marcha, exponiéndome sus respectivos argumentos con objeto de que yo designara de una vez al flamante onanista de la semana. Al doblar la esquina tropezaron con dos individuos. «A ver si miráis por dónde vais», dijo de forma destemplada uno de ellos, el más bajo y panzudo, cerrando la puerta del coche estacionado del que se habían apeado.
—A ver si vais por donde miráis —respondí yo, que por entonces ya adolecía de cierta incontinencia verbal.
—A que te meto niño —dijo el gordo haciendo el gesto de dar una bofetada, mientras el compañero le pasaba el brazo por los hombros y se lo llevaba.
   Los miré de arriba abajo. La naturaleza les había privado de la virtud de la discreción. Vestían sendos trajes que se diría les habían sustraído a un par de mendigos desarrapados de menor talla que ellos, o adquirido en un mercadillo de barrio, mal que bien seleccionados de entre los montones de ropa arrebujada apiladas por doquier. En realidad, por lo que alcanzo a recordar, no era tanto que la indumentaria presentara un gran deterioro cuanto la poca predisposición o maña con la que ellos la llevaban. No era necesario ser un lince para adivinar que el atuendo que ambos vestían era más un atrezzo escogido sin acierto que una muda que llevaran habitualmente.
A partir de entonces avanzaron a la par que nosotros, en la misma dirección, solo que en la acera opuesta, hasta donde se habían desplazado, presumo, para evitar que escucháramos cuanto tenían que decirse, acaso las postreras instrucciones para que concluyera con éxito la empresa para la que habían sido seleccionados. De tanto en tanto se paraban. Entonces daba comienzo lo mejor: se enzarzaban en discusiones de cuyo contenido yo sólo alcanzaba a escuchar el farfullo en sordina del más bajo y regordete, que definitivamente parecía llevar la voz cantante. El otro, larguirucho y corvo como un junco, se limitaba a asentir, como si estuviera subordinado al primero, aunque de vez en cuanto parecía revelarse y mostrar su desacuerdo con accesos de rabia que ponía de manifiesto efectuando aspavientos y ostensibles gestos más propios de un niño. De improviso se fundían en un abrazo, y a renglón seguido se separaban y se procuraban aliento mutuo a la manera de dos futbolistas que celebraran exaltados un gol. Era una escena singular y divertida que yo no podía dejar de contemplar con una mezcla de perplejidad y contento. Al Ramon y al Rafa el espectáculo les estaba pasando inadvertido, pues todo ese tiempo habían seguido de espalda a ellos, porfiando e instándome a que de una vez por todas eligiera el ganador del concurso de pajas. Yo hacía rato que había dejado de interesarme por lo que hablaban. Asentía haciendo ver que los escuchaba pero todo mi interés se centraba en aquella pareja de tipos estrafalarios. A veces sí que les prestaba atención, pero no tanto porque deseara hacerlo como por temor a que los dos hombres me reprendieran si reparaban en que atendía a sus asuntos con tanto descaro. Sólo entonces alcanzaba a escuchar fragmentos del diálogo que el Ramon y el Rafa sostenían, que inevitablemente, si bien era yo, en principio, el objeto de los reproches por haber aplazado el veredicto, acababan discutiendo entre ellos.
 —No sé a qué esperas  —dijo el Ramon señalándome con el dedo—. Decídete ya. Yo creo que está muy claro.
 —Ya. Muy claro quiere decir que ganaste tú, ¿no? —dijo el Rafa.
—Vi claramente la trayectoria de la leche —respondió el Ramón, describiendo con la mano en el aire un itinerario imaginario en forma de arco—. No sólo la mía. También la tuya. Y la mía cayó por delante de la tuya.
—Ya, ¿y cómo sabes que la tuya era la tuya y no la mía?
—Vaya ocurrencia. Pues porque es mía y la conozco. Soy capaz de distinguirla entre mil. Entre diez mil. Tiene un color característico, un tono inconfundible.
—¿Quieres decir que todas las leches son diferentes según las personas?
—Pues claro.
—Menudo enterao estás hecho. Pero cómo van a ser diferentes. ¿Cuántos tipos de blanco piensas tú que hay en el mundo?
—Muchos. Tantos como personas.
—Pero enterao, que eres un enterao, no puede haber uno por cada persona, hombre. Entonces habría millones.
—Pues los habrá.
—Madre mía, pero que enteraoque llegas a ser…
—Aquí el único enterao eres tú, listo, que eres un listo. Piensa un poco, hombre: si entre los millones y millones de personas que hay en el mundo, no hay dos iguales, ¿por qué no va a pasar los mismo con la leche? Si la leche somos nosotros antes de ser nosotros, y nosotros, cuando somos nosotros, somos diferentes los unos de los otros, pues digo yo que la leche también será diferente una de otra antes de ser nosotros. Es que es pura lógica, macho.
El Rafa reclamó mi auxilio para desmoronar las teorías de el Ramon.
—¿Pero tú has oído el montón de tonterías que está diciendo el ganso este?
—Sí.
—¿Y no tienes nada que decir?
—Qué son la leche —dije con una sonrisa.
En el cruce de calles en el que cada uno cogía en dirección a su casa nos citamos en la antigua fábrica de corcho para  una hora más tarde,.
—Lleva algunas patatas —me recordó el Rafa antes de doblar la esquina.
 En ese momento los dos individuos efectuaron un giro imprevisto y entraron en un bar situado al principio de mi calle, un local llamado premonitoriamente La Celda que mi padre solía frecuentar a menudo. A decir verdad era como la sede más o menos oficial en la que se citaban las mentes locales más preclaras en el arte de delinquir, y donde concretaban muchas de sus tropelías.
Lo de entrar en La Celda sucedió otra vez a instancias del tipo más gordo, que condujo al otro adentro sin mayor ceremonia, sorpresivamente. Me acerqué a la puerta y me pegué al cristal y miré haciendo visera con la mano. Frente al mostrador se produjo una escena reveladora. Los tipos de la barra se separaron de la pareja de recién llegados de forma discreta pero significativa, como si apestaran. Eché un vistazo al calzado que llevaban algunos de ellos e identifiqué a los que tenían una relación más estrecha con mi padre por las zapatillas John Smith que calzaban.
En un momento dado el gordo giró sobre sí, situándose de cara a la puerta, y se apoyó en el mostrador y entonces reparó en mí, torció el gesto y se precipitó hacia la puerta y la abrió y dijo.
—Me tienes hasta la polla, niño, vete ya a tomar pol culo a tu casa, hombre.
—¿En que quedamos, hombre o niño? —pregunté con cierta guasa.
—A que te meto, me cago en la puta…
    Eché a correr acera arriba y él desistió de seguirme y volvió adentro.
En casa sólo estaba mi padre. Mi madre hacía doble jornada: por la mañana en el hotel, y por la tarde, dos veces por semana, acudía a limpiar a un domicilio particular. Mi hermana se había quedado en casa de una amiga para hacer los deberes. A mi hermana no le faltaban amigas, en lo que a ella concernía los abruptos cambios de domicilio nunca había constituido un problema. Se adaptaba con pasmosa rapidez a la sucesión de barrios y gente, y hacía nuevas amistades con la misma facilidad con que echaba al olvido las antiguas. Yo, en cambio, era un caso clínico de ermitaño precoz. Podían pasar meses sin que apenas saliera a la calle si no era para ir de casa a la escuela y de la escuela a casa.
No sé por qué extraña razón a mi hermana le disgustaba mi recogimiento voluntario, y hacía todo lo posible por boicotearlo. Así sucedió con el Ramon y el Rafa. Una tarde, a los pocos días de mudarnos a la ciudad, se presentó en casa acompañada de ambos. «Les he hablado a estos amigos de ti», dijo mi hermana situándose entre los dos y echándoles los brazos alrededor de los hombros. «Les he dicho que te gusta mucho leer y que te pasas la vida en la biblioteca, y resulta, ya ves tú qué casualidad, que ellos también, ¿verdad?», y el Ramon y el Rafa asintieron sin abrir la boca. «Y entonces he pensado», prosiguió mi hermana, «que ya que tenéis tantas cosas en común, pues que a lo mejor os gustaría hablar de ellas, y tal». Dicho lo cual retiró los brazos de los hombros, los situó a sus espaldas y los invitó a acercarse hacia mí empujándolos suavemente, y acto seguido se marchó por donde había llegado, no sin antes girarse y decirles a ambos: «luego os daré lo vuestro, y tal».
Me dejó con ellos a solas en el comedor. Me quité las gafas y limpié los cristales con la camiseta y fruncí el ceño a la manera de un profesor de gesto desapacible. «Así que vais mucho por la biblioteca eh», dije volviéndomelas a poner. Si, respondió el Rafa. Es nuestra segunda  casa, añadió el Ramon. «Pues yo no os he visto nunca allí», dije. «Será porque vamos a horas distintas», dijo el Rafa. «Claro, será eso, no coincidimos», dijo el Ramon. «A ver, ¿tú cuándo vas?», preguntó. «Desde que abren, hasta que cierran», respondí. Ambos guardaron silencio. «Claro», dijo al cabo el Ramon, «por eso va a ser, nosotros siempre vamos entremedio de ese horario. Así es imposible coincidir», concluyó.
Mi padre ojeaba la prensa sentado a la mesa del comedor. Puse la cara y la besó sin dejar de mirar el periódico. Con el dorso de la mano me borré de la mejilla el cerco pegajoso de mosto que me había dejado el beso. Pasé a mi habitación, que en realidad se hallaba en el mismo comedor, solo que separada de él por una cortina que colgaba de techo a suelo, detrás de la cual habían improvisado mis padres un dormitorio con el espacio justo para acoger, mal que bien, la litera en la que dormíamos mi hermana y yo. Los pisos que mi padre cogía en alquiler habían ido menguando en dimensiones de manera proporcional a la frecuencia en que nos mudábamos. En trece años ya había conocido siete domicilios distintos. A un ritmo de uno por año, salvo en aquellos en que habíamos conseguido permanecer dos años, que eran los menos, ya que en la mayoría de ellos habíamos puesto tierra de por medio antes de cumplirse un año.

Subí a lo alto de la litera y me senté con los pies colgando. Observé a mi padre con atención. Siempre lo hacía, observarlo a hurtadillas me deparaba cierto placer cuyo significado jamás he podido dilucidar, si bien desde el episodio del atentado al Papa el placer había dejado paso a una suerte de estupefacción, de extrañeza; había, lo supe mucho después, un sentimiento inédito en la forma en que estudiaba sus gestos, porque en realidad eso era lo que hacía: estudiar en detalle su forma de proceder. Por ejemplo,  antes de pasar las páginas se llevaba el dedo a los labios y se los humedecía. Acto seguido las pasaba, y en el comedor en silencio restallaba el áspero crepitar del papel. Por costumbre lo leía sin reclinarse sobre él, con el torso muy recto, como ensartado por el culo en un palo que se abriera camino hasta el pecho. En realidad tomaba asiento tal y como caminaba, tieso, como imitando una postura un tanto marcial, idéntica a la que adoptaba cuando se paseaba entre la gente declamando la venta de lotería, la ristra de décimos colgando del pecho a la manera de condecoraciones reafirmaba el símil castrense.
Para leer situaba la cabeza ligeramente levantada en dirección al techo y la mirada apuntando en sentido opuesto a causa de las gafas bifocales, que incomprensiblemente desaprovechaban las generosas dimensiones de su nariz para situarse en precario equilibrio al filo de ella, afianzadas no obstante merced a una cicatriz que hacia de calza, que le cruzaba de una aleta a otra como una excrescencia que sin embargo no semejaba un rasgo añadido a posteriori, sino un apéndice más, bien que diminuto, de un rostro en el que se adivinaban vestigios de una vida turbulenta sobre la que siempre consideré desaconsejable mostrar interés.
Al lado de la cartera, la botella de mosto y el vaso medio lleno. Nada determinaba más el destino inmediato de la familia que aquella botella de zumo de uva. Cualquiera otra bebida devenía el anuncio de un período tormentoso. Ni siquiera la cerveza sin alcohol constituía una alternativa tranquilizadora. Fuera de su condición aviso, de indicio que nos alertaba sobre lo que había de acontecer: que la preposición sintenía los días contados en favor de con, que más pronto que tarde la acababa sustituyendo, si bien de forma igualmente efímera, pues ambas eran el paso previo para la irrupción del vino, que hacía acto de presencia encima de la mesa en sus más conocidos continentes: la botella de vidrio tradicional o el cartón de tetrabrik, según el grado de degradación al que mi padre se aventurara a descender.
Llamaron a la puerta, y yo hice como que no oía, esperando que prevaleciera la lógica del mínimo esfuerzo y atendiese mi padre al llamado, ya que estaba más cerca de la entrada. Proseguí con mi examen, y reparé en la lámpara suspendida justo encima de su cabeza, proyectando su luz amarilla sobre la calva reluciente, el cráneo ovoide apenas subrayado por encima del cogote con un trazo de pelo entrecano que iba de oreja a oreja. Rescaté el recuerdo del día en que apareció tocado de la ridícula peluca, que semejaba el cadáver de un animal que de improviso le hubiera caído del cielo. La llevó por años, pese a los intentos de mi madre de deshacerse de ella, siquiera extraviándola durante los continuos cambios de domicilio. A decir verdad, uno de los pocos motivos por los que las mudanzas eran más o menos soportables era la esperanza de que pudiéramos deshacernos de esa fea mata de pelo sintético por la que mi padre sentían un aprecio que constituye no solo un misterio insondable sino uno de los testimonios más concluyentes sobre la subjetividad del gusto estético. Si Kant hubiera conocido a mi padre se hubiese evitado escribir Crítica del juicio, o lo hubiera resuelto publicando una fotografía de mi padre tocado de la peluca de marras.
Pero no hubo forma de deshacerse de ella, más pronto que tarde acababa apareciendo al desembalar una caja cualquiera, perfectamente incrustada en un molde de corcho blanco de media esfera que preservaba su forma a pesar de que la mayoría de mudanzas se realizaban sin la menor consideración con los fardos embalados, pues de normal se llevaban a cabo de madrugada, apresuradamente con objeto de que los vecinos no supieran que nos dábamos a la fuga, no fuera que en mitad del trasiego de cajas y fardos aparecieran en pijama reclamando el dinero de sus participaciones premiadas.
Llamaron por segunda vez, y torciendo el gesto apenas mi padre miró en mi dirección y fijó la vista en un punto indeterminado de la cortina y profirió una suerte de gruñido o rebuzno con el que de manera inequívoca estableció la jerarquía parental por encima de los criterios de la lógica del mínimo esfuerzo.
Abrí pues, y al otro lado de la puerta me encontré de frente con la expresión demudada del gordo. El matiz sonrosado de las mejillas le había desaparecido súbitamente en favor de una lividez que le reducía el diámetro de la papada. Me había reconocido al instante, y reparó en que yo había hecho lo mismo. Y se conoce que el imprevisto lo había desconcertado, pues de repente había perdido el habla y ya no mostraba tanta determinación como cuando me los había encontrado de camino a casa.
El larguirucho guardaba silencio, esperando acaso que fuese el otro quien llevara la iniciativa, como a todas luces habrían acordado. Pero como el barrigón parecía ser presa de una mudez repentina, debatiéndose quizá entre abortar la misión o seguir adelante, y el silencio que se había establecido entre los tres podía prolongarse indefinidamente si ninguno le ponía fin, el alto decidió romperlo.
—¿Tu padre? —preguntó.
—Bien, ¿y el suyo? —respondí esbozando una media sonrisa.
—¿Está tu padre, hijo? —intervino el gordo, y a su cara asomó una expresión que iba de la tentación mal que bien reprimida de asestarme un bofetón con el que borrarme la sonrisa, o la conveniencia de no hacerlo para no malograr el encuentro.
—Está —respondí.
—Bien. E imagino que puedes llamarlo, ¿no? —dijo el gordo.
—Imagina usted bien. Por imaginar que no quede.
—Hazlo, por favor.
—¿Para qué? Si no es mucho preguntar, vaya.
—Tú llámalo, hijo —dijo el larguirucho.
—Pero es que mi padre me tiene dicho que no lo moleste sino es por una urgencia.
—Pues es lo que es, una urgencia en toda regla, así que puedes llamarlo que no se va a enfadar —resolvió el gordo.
—Es que es la hora del periódico.
—¿Y qué pasa con esa hora? —preguntó el largo en un rapto de curiosidad sincera, y el gordo le lanzó de soslayo una mirada de reprobación.
—Pues que es sagrada.  ¿No querrán lotería, verdad?
—No, por qué íbamos a querer lotería —dijo el larguirucho.
—Pues por qué va a ser, porque mi padre es lotero. Vende lotería. Si fuese carpintero haría armarios. Pero no es carpintero, es lotero. Y vende lotería.
—Vale, vale. No queremos lotería ni armarios —dijo el gordo.
—Mejor. No vende lotería en casa. Es lotero ambulante. Y no le gusta que vengan a casa. Si no a cuento de qué lo de ambulante. Sería lotero a secas. O lotero a domicilio, que también los hay. Digo yo, vaya.
El largo intervino de nuevo.
—Vale hijo, lo que tú digas, ¿pero no podrías decirle a tu padre que hay unos señores que desean verle?
—Sí claro, ¿dónde están? —dije mirando a uno y otro lado de la calle, y sonreí de nuevo, y maldita la gracia que le hizo al gordo a juzgar por cómo torció la boca en una mueca de fastidio.
—Venga hijo, llámalo que no tenemos todo el día —insistió el larguirucho.
  No fue necesario. Mi padre asomó la cabeza por encima de mí y de la puerta entornada en tanto se interesaba por la visita.
  —¿Quién es? —preguntó.
  —Estos señores quieren hablar contigo.
 Mi padre me echó a un lado y con un gesto de la mano me indicó que les dejará solos. Pasé al comedor, pero aguardé tras la puerta desde la que podía alcanzar a escuchar fragmentos de la conversación. Al principio se desarrolló con suma cortesía. No reconocía a mi padre en la gentileza y casi adulación y hasta servidumbre con que trataba a los extraños.
En seguida le hicieron saber que lo que les traía allí no guardaba relación con la lotería, sino con los permisos de circulación, y estaban interesados en obtener dos, uno para cada uno. El fraude de los carnés de conducir consistía en proveer de ellos a personas que no sólo carecían de él, sino que además no tenían ningún interés en obtenerl o en un futuro próximo mediante los conductos ordinarios. Lo mejor era que la documentación final era completamente legal, pues no se trataba de una falsificación sino que era expedido por uno o varios empleados en la mismísima Dirección General de Tráfico. La tarea de mi padre consistía en buscar clientes, reunir a las personas interesadas, cobrarles la cantidad estipulada, que más tarde repartía con los cerebros mediante un intermediario, pues los que trabajaban en la DGT exigían tener relación con el mínimo de personas.
Mi padre les dijo que no sabía de qué le hablaban. Yo soy lotero, dijo, lotero ambulante, vendo lotería, y me sonreí al entrever el gesto como de tedio que los dos apenas acertaron a ocultar. Se trataba de una medida de precaución rutinaria que llevaba a cabo con las personas que acudían a casa por primera vez en busca del carné. Pero enseguida vencían toda resistencia, pues los márgenes de ganancia de mi padre eran pequeños, y por tanto lo que le interesaba era hacer acopio del mayor número de clientes.
Mi padre hizo tiempo; los condujo pasillo abajo y se detuvo en la puerta de la cocina. Departió con ellos mientras yo recogía el periódico, el vaso, la cartera y los guardaba en un cajón y alisaba el mantel. Deposité sobre la mesa un cenicero limpio y me preparé para salir a la calle, pero cambié de opinión, abrí la puerta e hice como que salía y la volví a cerrar y, sin que alcanzaran a verme, me colé bajo la cama rápidamente, haciendo sitio entre las cajas y cajas de zapatillas John Smith.
 Al poco aparecieron en el comedor. Tomaron asiento en torno a la mesa. Desde debajo de la cama mi visión se redujo a tres pares de tobillos cuyos propietarios en absoluto fue difícil de identificar. Estaba la canilla blancuzca y delgadísima de rapaz de mi padre, cuyo pie no dejaba de moverse incesantemente. Los tobillos lampiños del gordo que más bien semejaban gruesos tocones. Y a su lado la tibia extremadamente pilosa que el larguirucho no dejaba de rascarse nerviosamente. Sentado como estaba el bajo del pantalón le quedaba justo a la altura de la rodilla.
—Ya les digo que no sé a qué han venido —prosiguió mi padre.
—Puede estar tranquilo, somos de confianza —dijo el gordo.
—No digo que no lo sean, pero yo solo soy un lotero, un lotero ambula…
—Eso me ha quedado claro —se apresuró a decir el gordo.
—A los dos, nos ha quedado claro a los dos —añadió el alto.
—Ha llegado a nuestros oídos —dijo el gordo— que de vez en cuando le gusta ganarse un dinerillo extra
—Como a todo el mundo —respondió mi padre.
Cuando uno se sienta a la mesa, en una cita de compromiso o similar, la parte del cuerpo que se oculta bajo ella no rinde cuentas a las normas de cortesía y moderación y protocolo a las que se supedita la visible. A la postre era como asistir a hurtadillas a los pormenores que tienen lugar detrás de un escenario de marioneta. Mientras el largo se llevaba la mano a la tibia y se rascaba con la uña del dedo pulgar e índice, llena de roña y largísima y ancha como para emplearla de cuchara, el gordo juntaba la punta de los pies y separaba los talones y los volvía a juntar, y a continuación apoyaba el empeine en el suelo de tal manera que las suelas de los zapatos quedaba un frente a la otra, en tanto decía:
—Vamos al grano: si nos consigue dos carnés de conducir, uno para él y otro para mí, y si la documentación es de primera, le prometo que nosotros seremos los primeros de una larga lista de gente.
Bien que por azar, habían dado con la combinación perfecta para que mi padre incurriera en su propia delación: el señuelo de un beneficio extra acababa con la poca cautela que pudiera albergar. Es un lugar común que la codicia resta prudencia. Sucede a menudo, el afán recaudatorio desmedido ha malogrado más de una carrera delictiva. Además, con la referencia a los papeles habían puesto en tela de juicio la naturaleza del fraude, lo cual incitaba a esa jactancia tan elemental de la que adolece todo caco que se tiene por más de lo que es.
—¿Que si los documentos son de primera, dice? No es que sean de primera, es que son perfectos, del todo legales, vaya ––concluyó mi padre.
Ahí estaba su confesión. Lo que siguió fue una conversación más o menos distendida, como casi de inmediato los tres pares de pies pusieron de manifiesto. Desapareció la tensión y las piernas se relajaron. El talón de mi padre detuvo el movimiento incesante que había estado realizando todo el rato sobre el eje de la punta del pie afianzada al suelo. El larguirucho había recogido sus uñas retráctiles y ahora se pasaba suavemente la yema de los dedos por la tibia velluda, bajo cuyo vello las uñas habían dejado en la piel seca el rastro blanquecino de las uñas; y en lo que al gordo atañía, incluso se descalzó el pie derecho haciendo palanca con los dedos del izquierdo, efectuado lo cual se entretuvo desentumeciendo los dedos de los pies, contrayéndolos y estirándolos sucesivamente.
Se instaló un cierto compadreo. Departieron de banalidades. Bien que de forma sutil para no delatarse, el gordo y el largo mostraron interés por el tipo que trabajaba en la DGT, y también por el número de personas que se habían hecho con el carné. Mi padre rehusó pronunciarse respecto a la identidad del cerebro del fraude, no así sobre quienes habían pagado para obtener el documento, cuya cifra estimó en torno a las mil personas, lo cual era propio de su espíritu baladrón, pues si no me fallaba la memoria rondaba las cincuenta personas, sesenta a lo sumo.
 Fue entonces cuando escuché por primera vez en mi vida esa suerte de apotegma o chascarrillo que recoge en una sola frase los principios fundamentales que rigen el proceder de todo hombre: tiran más dos tetas que dos carretas, dijo uno de los tres en un momento dado, aunque no pude distinguir quién, pues me distraje sacudiéndome el polvo y la pelusa que se me había adherido a las mangas y al pecho, y tratando de reprimir un estornudo.
Luego de una risa de complicidad, se conoce que alcanzaron mayor grado de familiaridad, pues a instancias del largo improvisaron una glosa jerarquizada de los más destacados culos del panorama televisivo por estricto orden de nalga más respingona, cuanto más pronunciado el arco del glúteo más posiciones escalaba en la lista, lo que desató una risotada súbita que los tres profirieron al unísono, que a fin de cuentas resultó muy oportuno ya que la película de tamo acumulada sobre las cajas de zapatillas deportivas me hizo finalmente estornudar sin que alcanzaran a oírme. También aproveché la circunstancia para situar un par de ellas de tal forma que estuvieran más a mano, pues caí en la cuenta que mi padre seguramente les haría obsequio de ellas y podría descubrirme escondido bajo la cama al ir a buscarlas.
Intuí que algo iba a pasar un instante antes de que se produjera debido a que el gordo introdujo certeramente el pie en el zapato. Lo hizo muy deprisa, como si pensara echar a correr. Acto seguido ambos se pusieron en pie y se identificaron. Las plantas de los pies de mi padre se pegaron al suelo como succionadas por un imán, y las piernas, rígidas, se situaron en un perfecto ángulo recto invertido.
Improvisaron un interrogatorio un tanto esperpéntico, pues la intención era encarnar cada uno de ellos la figura de poli bueno y poli malo, pero en la distribución de los roles no quedaba claro el reparto de papeles. Se conoce que no lo habían ensayado lo suficiente y además saltaba a la vista (al oído, en rigor) que ambos tenían predilección por el malo, de tal forma que quién hacía de bueno se sentía tentado a interpretar a un bueno que tenía algo de muy cabrón y desabrido e impertinente, y el que hacía de malo, para en efecto serlo a conciencia y además aparentarlo mucho más que el otro, estaba obligado a ser un malo malísimo, y por tanto el efecto era un malo que más bien era un cabrón de armas tomar, iracundo y hasta sobreactuado a la manera en que lo hacía la camada del Actor Studio. La pareja tenía poco de poli bueno y poli malo al uso y sí de poli medio hijo de puta y poli hijo de puta del todo.
A continuación desglosaron en voz alta su historial delictivo, encabezado por la venta de millares y millares de participaciones de lotería sin el respaldo de los décimos correspondientes, siempre con ocasión del sorteo del Gordo de Navidad. En efecto, el resto del año mi padre vendía lotería legal. Citaron cada uno de las ciudades donde había sido perpetrado el fraude y el número de denuncias acumuladas. También enumeraron, como para dejar constancia de que conocían al detalle su trayectoria como tahúr, los pequeños estraperlos que había llevado a cabo o de los que era sospechoso. Citaron a tal efecto el interrogatorio del que había sido objeto en la penúltima ciudad en que habíamos residido, en relación al saqueo reiterado de una propiedad privada, un almacén de la empresa de calzados deportivos John Smith situado, relató el gordo como si hubiera memorizado el texto, a una manzana del domicilio en el que residíamos, de cuyo interior, continuó, se sustrajeron no menos de dos centenares de cajas de zapatillas marca John Smith. El robo, dijo, se realizó de madrugada, en un período comprendido de un mes. Y aún habiendo sospechas fundadas que vinculaban a mi padre con el delito, fue imposible, concluyó, probar fehacientemente vinculación alguna con él, debido a que la mercancía sustraída estaba en paradero desconocido. No bien el gordo acabó de hablar tiré hacia mí con sigilo de las dos cajas de zapatillas que había arrastrado fuera.
 Luego de intentar amedrentarlo haciéndole ver que el fraude perpetrado no era en modo alguno baladí sino de extrema gravedad, habida cuenta que había contribuido directamente a que circularan por las carreteras potenciales homicidas que en cualquier momento podían desencadenar una tragedia, de la que él y sólo él y nada más que él sería responsable, le propusieron que delatará a los cerebros de la estafa, y, sobre todo, les entregara una relación detallada de todas y cada una de las personas que habían obtenido el carné con objeto de localizaros sin más demora. Lo exigían, además, por escrito; una glosa en la que constara nombre, apellido, domicilio, teléfono y ocupación. Tal cosa era prioritaria e innegociable. De colaborar, le dijeron, seguramente vería reducida su condena, y en seis meses estaría de nuevo en casa. De lo contrario, no saldría antes de tres años.
Se produjo un silencio. Acto seguido me llegó ruido de vidrio y de un tapón desenroscándose. Casi alcancé a oír el gaznate de mi padre al deglutir el mosto.
—Yo no soy un soplón —sentenció luego de depositar el vaso sobre la mesa.
—Tú mismo, si no cantas aquí lo harás en comisaría —dijo el gordo.
 —Te acabarás pudriendo a la sombra —añadió el largo, y a mí casi se me escapó la risa. Sólo faltaba «picapleitos», «matasanos» y «muñeca» y ya habrían empleado la jerga completa propia de una película de mafiosos.
 Se lo acabaron llevando. Salí de debajo de la cama, y me asomé justo en el momento en que doblaban la esquina. Volví adentro. De una alcayata clavada entre las juntas de los azulejos de la cocina colgaba una bolsa de plástico llena de otras tantas bolsas de las que mi madre hacía acopio. Extraje una. Agarré tres o cuatro patatas y las metí en la bolsa, fui al comedor, y cogí un puñado de periódicos viejos apilados encima del armario. Busqué la peluca y la caja fuerte y las metí también en la bolsa, y me marché antes de que el gordo y el largo cayeran en la cuenta de que para hacer las cosas con cierto rigor quizá procedía un registro minucioso en el domicilio del detenido.
Cuando llegué a la fábrica de corcho el Ramony el Rafa aguardaban al arrimo de una fogata recién prendida que ambos trataban de avivar con sendos cartones.  Deposité en el suelo la bolsa. El Rafa sacó de ella los periódicos y arrojó algunas hojas a las llamas. Con la ayuda de un palo hizo sitio a las patatas y las introdujo y las cubrió. El Ramón miró dentro de la bolsa y soltó una risotada.
—¡Hostias, la melena al viento de tu padre! ¿Dónde vas con esto? —dijo mientras sacaba la peluca. Antes de que me diera tiempo a decirle nada, ya la había desencajado del corcho, y se había tocado de ella.
—¡Quién quiere lotería, señores! ¡Veeeendo lotería! —declamó con la peluca medio ladeada en lo alto de la cabeza.
—¡Quieres parar ya, imbécil —dijo el Rafa, y le asestó una colleja, y la peluca salió volando y cayó en medio de las llamas.
—¡Hostias! —exclamaron los dos al unísono, y el Rafa hizo ademán de abalanzarse  para sacarla de entre el fuego.
—Déjala que arda —le dije, y los tres contemplamos cómo el tono de las llamas mudaba de naranja a un azul marino, y cómo el material sintético del cabello se contraía y retorcía.
—Menudo rebote va a pillar tu padre —advirtió el Rafa con la mirada abstraída, como si el crepitar de las llamas lo hubiera hechizado.
—Ya te digo —añadió el Ramon con idéntico embeleso.
—Donde va a ir no creo que le haga falta —dije.
—¿Tu padre se va? —preguntó el Ramon.
No sé a qué se debió, pero en ese preciso instante sentí un deseo irreprimible de contarlo todo, y lo hice de principio a fin. De corrido. Sin pausa. Empecé por la lotería y concluí con los carnés de conducir, sin olvidar mencionar, entremedio, recuerdos antiguos que creía olvidados, como el día en que apareció con un revolver plateado, reluciente, que depositó encima de la mesa envuelto en un trapo cuyas dobleces fue quitando una a una, muy lentamente, como si dominara los resortes del suspenso, con un brillo como de lascivia cintilando en su mirada,
—¡Joder! —exclamaron ambos.
El Rafa me miró con cierta conmiseración, posó la mano abierta en mi hombro, y apretó levemente.
—Puestos a hacer confesiones —dijo—, hace tiempo que quiero decirte algo que me reconcome por dentro: ¿recuerdas el día en que tu hermana nos presentó? —Asentí—. Pues todo era mentira: ni éramos amigos de ella ni nos gustaba leer, y la biblioteca sólo la pisamos para robar papel higiénico.
—Me dejas de piedra —dije, y me sonreí y miré fijo las zapatilla John Smith que ambos calzaban, viejas y raídas y algo mugrientas y de color desvaído y con el reborde de la suela gastado.
El Ramón se situó entre los dos y nos echó los brazos en torno al cuello y se sumó al juego de las confesiones.
—Mierda, yo también tengo algo que deciros, ¿recordáis la carta que enviaron al Supervale? ¿La que preguntaba por las pajas?
—¿La que hizo que yo también me matara a pajas como tú? —preguntó el Rafa.
 —Equilecuá. Pues la envié yo  —y esbozó una gran sonrisa.
—Macho, por el bien de la humanidad espero que seas estéril para que tu imbecilidad muera contigo —dijo el Rafa.
Saqué el corcho blanco de la bolsa. Hurgué en la parte superior, donde reposaba la peluca. Tiré de un reborde que no se apreciaba a simple vista, y desencajé un trozo que hacía las veces de tapón. Extraje la llave del agujero, abrí la caja fuerte, cogí los folios, y eché un vistazo rápido a la caligrafía de mi padre, una escritura angulosa de letras de factura medieval y afectada que se abría paso con grandilocuencia. A bote pronto efectué un recuento apresurado, y en efecto, yo estaba en lo cierto, eran cincuenta y cinco personas.
—¿Y cuánto tiempo va a estar fuera? —quiso saber el Ramon.
—Con suerte, tres años—respondí, y arrojé los folios al fuego, y las llamas los devoraron con lánguidas dentelladas.

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