miércoles, noviembre 12, 2008

Genio y figura... (I)



Tengo especial predisposición a que me sucedan las mayores estupideces que imaginarse quepa. Esta no es una afirmación irreflexiva resultado de un rapto de clarividencia repentino. Es una certeza largo tiempo meditada antes de aventurarme a expresarlo en público o ponerlo por escrito. Poseo numerosas evidencias reunidas a lo largo de mi vida que lo confirman. Aquí van algunas.

El primer recuerdo al respecto que soy capaz de evocar se remonta a la infancia. Vaya por delante que siempre he sido una persona excesivamente responsable, muy discreto, y en extremo obediente. Jamás hice campana. No falté un solo día a la escuela ni desobedecí las sugerencias que tenía a bien hacerme mi madre. Nunca ejercí de líder ni encabecé un grupo de niñatos beligerantes dispuestos a hacer frente a códigos sociales preestablecidos. Pero un día, estando en compañía de un grupo de amigos, y en contra de mi costumbre habitual de no inmiscuirme en asuntos que no me atañían, vi pasar a otro amigo que sostenía en su mano un paquete vacío de cigarrillos marca Winston. Me destaqué del grupo y le salí al paso con el brazo en alto y la palma de la mano extendida, como el bandolero que en el camino polvoriento de una sierra remota aborda el carruaje que se dispone a asaltar. Quietoparao, le vine a decir al chico. Y acto seguido, a la manera de un niño resabiado y repelente, recité un largo discurso en el que le enumeré los graves inconvenientes de fumar, y lo muy desaconsejable que era hacerlo a edad tan temprana y asimismo lo muy arrepentido que estaría en el futuro, cuando mudara en un adulto desfondado con alopecia prematura que apenas si pudiera subir dos peldaños sin resollar y lanzar un denso esputo del tamaño de una paellera. Concluido mi discurso le arrebaté sin más el paquete de tabaco y lo rompí en mil pedazos frente a su nariz, y acto seguido arrojé delante de él los trocitos diminutos de cartón, dejándolos caer de entre mis dedos poco a poco, como si depositara con mimo un condimento sobre un plato a medio cocinar. A continuación giré en redondo y regresé al grupo de amigos convencido de haber hecho lo correcto, y persuadido de que algún día el chico me lo agradecería. Al poco apareció el padre, un tipo enorme y corpulento con expresión iracunda. El hijo le iba a la zaga, oculto entre sus larguísimas piernas, con el brazo en alto y el dedo índice delator señalando directamente hacia mí. Resultó que el padre había mandado a su retoño a comprar tabaco, y le había dado como muestra para que no se equivocara de marca, el paquete vacío que yo había hecho pedazos . Y yo me encogí por momentos, me replegué sobre mí mismo como un pene a la intemperie disminuye en un invierno gélido, en tanto el padre me leía la cartilla, para mayor regocijo de mis amigos, que se dieron a la fuga entre risas no fuera que también ellos se vieran salpicados por la bronca.

El 2 de septiembre de 1978, mientras jugaba frente a la televisión con mi muñeco Geyperman, interrumpieron la programación para emitir un especial informativo en el que difundieron una noticia de última hora: el Papa Juan Pablo I, de nombre Albino Luciani, había fallecido repentinamente apenas 33 días después de resultar elegido. Yo estaba sólo en casa, pero en breve había de aparecer mi madre de regreso del trabajo. Supuse que ella y mi padre, así como el resto de mi familia ausente, probablemente aún ignorarían la noticia cuando llegaran a casa. Así pues, a mí y sólo a mí se me había confiado, bien que de manera casual, el cometido de darles a conocer semejante suceso de trascendencia y calado, a juzgar por la solemnidad y el gesto adusto con el que los periodistas habían relatado el suceso en televisión. Yo era, pues, depositario de un secreto de suma importancia y mía era la responsabilidad de darla a conocer con similar solemnidad que la manifestada por los periodistas. Me propuse hacerlo y planifiqué y memoricé las palabras con que lo haría y hasta imité mentalmente el proceder reposado y el tono severo de los periodistas. Sin embargo, cuando oí cómo una llave hurgaba en el paño de la puerta de entrada, me dejé llevar por una euforia desatada y la impaciencia que de adulto me ha caracterizado, como si temiera que algún vecino se me anticipara y me robara la primicia que el azar me había puesto en bandeja, y me precipité por el pasillo gritando con desafuero:
–¡Mama, el Papa se ha muerto! ¡El Papa se ha muerto!

El semblante de mi madre, quieta con las llaves en la mano bajo el quicio de la puerta medio abierta, adquirió de inmediato la lividez de un cadáver y apenas pareció sostenerse en pie en precario equilibrio. Tardo de reflejos como soy, no fue sino al cabo de unos segundos interminables que caí en la cuenta que el Papa fallecido al que yo me había referido no era, ni de lejos, el mismo papa que a mi madre le había venido al pensamiento. Y así fue como por unos segundos fui responsable de que mi madre creyera haber enviudado. (To be continued... qué hay más vaya...)

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