martes, octubre 14, 2008

Martina y la lectura




Antes de que naciera mi hija Martina la disposición de mi tiempo era empleado principalmente en la lectura imprescindible de libros, también en salidas más o menos regulares al cine, o la asistencia esporádica a talleres, o a cursos o alguna conferencia, sobre todo en el Caixa Forum de Barcelona. Tampoco faltaban presentaciones de libros, o acudir a teatros (menos frecuentes habida cuenta el precio de las entradas) o visitas a museos; o dibujar, afición que desde niño le disputa a la literatura la primacía en las disciplinas que más prefiero frecuentar. Semejante cúmulo de actividades han pasado a un segundo o tercer plano. Ahora mi única obsesión parece ser que radica en que la boca de Martina alcance el suficiente diámetro como para insertarle a traición la cuchara cargada con una notable porción de comida, maniobra a la que previamente le ha precedido toda una gama de muecas que no repetiría en público sino es bajo coacción o tortura. En definitiva realizo una gestualidad excesiva y hasta bochornosa si las llevara a cabo en público, además de entonar todo un listado de canciones improvisadas cuya letra, las más de las veces, carece de sentido o, en el peor de los casos, cuando Martina se resiste a comer, resulta ser una sucesión de blasfemias que afectan principalmente a Dios y a la Virgen y a los sacerdotes y a las respectivas familias y difuntos de todos ellos, y a la iglesia en general, y que me permito farfullar en presencia de mi hija con la seguridad de que es todavía muy pequeña para entenderlas. Lo que sea, en suma, a fin de persuadir a una mocosa de once meses a que efectivamente abra de una vez por todas su boquita desdentada y engulla la cuchara que se dirige hasta su boca en vuelo rasante.

Pese a todo, cabe señalar que de entre las actividades que la paternidad me ha obligado a posponer, trato en lo posible que no se halle la lectura, y acudo a ella con frecuencia a fin de aliviar las pequeñas servidumbres propias de mi condición de padre.

Leer es imprescindible. Cualquiera que alguna vez ha aspirado a escribir con más o menos pretensiones sabe que la escritura se acaba ejercitando tras una larga y placentera y sobre todo perseverante afición a la lectura. La lectura aboca a la escritura casi de forma irremediable. Todo escritor es antes que nada un lector impenitente, un devorador de libros cuyo voraz apetito és tanto mayor cuanto mayor es el deseo de saciarlo. ¿La causa?, la lectura, las más de las veces, depara momentos impagables de placer, incluso cuando nos enfrentamos a un texto complejo que exige de nosotros la máxima atención crítica, nuestro mayor esfuerzo intelectual. Uno, además, lee sin la presión, en ocasiones desasosegante y pavorosa, que en cambió experimenta y padece quien practica la escritura. Cuando uno escribe con pretensión de exponer en público el resultado sabe que se está prestando voluntariamente a ser juzgado, en ocasiones con virulencia innecesaria o innusual. Y se le juzga doblemente, por el fondo y por la forma, pues un lector exigente y bregado y alerta no sólo presta atención a lo que el texto pretende contar o transmitir, sino asimismo a cómo lo cuenta o transmite, qué vocabulario ha empleado el autor en el proceso de redacción y cómo de diáfano o enrevesado resulta cuanto se ha aventurado a explicar. El lector, en cambio, libre de toda exigencia, a salvo de todo juicio, se presta a la lectura de una obra detentando una suerte de poder o autoridad divino que puede ser despótico y arbitrario, redentora y paternalista, y a partir del cual, a la conclusión de la lectura, dilucida los méritos y deméritos en que incurre el texto, y los censura o redime efectuando un gesto de su pulgar, señalando al cielo o a la tierra en función del veredicto que le merezca la obra, a la manera de esa turba de espectadores enfervorizados que en la antigua Roma contemplaban las vicisitudes sobre la arena de un gladiador en defensa de su vida.

No hay comentarios: