martes, septiembre 20, 2011

Tengo superpoderes

He tomado aire y, a pesar de las bajas temperaturas, me he sumergido sin miedo y he dado brazadas hasta casi tocar el casco con la punta de los dedos. Aunque estaba cubierto de herrumbre y cieno, he podido ver claramente el nombre: Titanic. Me he acercado a proa, me he agarrado a ella y justo cuando me he puesto a tirar para sacar a flote el barco he regresado a mi cuerpo porque me ha conmovido el tono lastimoso y de cierta aflicción con los que se ha expresado. Me ha dicho que estaba solo, que tenía la familia en Egipto y que no había conseguido hacer amigos en Mataró. Ha añadido que ni siquiera con los inmigrantes con los que comparte idioma consigue establecer lazos de afecto que le ayuden a mitigar la distancia que lo separa de su país. Ha nombrado explícitamente a los marroquíes, cuya lengua árabe, ha dicho, posee matices que son poco propicios a las concesiones sentimentales, a los afectos, de lo que al parecer ahora mismo está muy necesitado. Lo cierto es que hasta ese día apenas habíamos cruzado unas pocas palabras de cortesía, pero esa tarde él estaba especialmente locuaz, seguramente sentía la necesidad de desahogarse con alguien y ha bastado que yo le diera pie con un comentario banal para iniciar su monólogo. Se expresa en un castellano rudimentario, aparatoso, indescifrable si el oyente no posee voluntad y experiencia en el trato con personas con carencias idiomáticas.

Admito que mientras hablaba he llevado a cabo un esfuerzo considerable para permanecer en mi cuerpo. Poseo una facultad asombrosa, casi sobrenatural, para abandonarlo y viajar por espacios siderales e imaginarme protagonista de mil aventuras mientras el interlocutor de marras me cuenta en detalle su vida. Contado así puede parecer que soy una persona insensible y refractaria a las vicisitudes que aquejan a la gente, y quizá algo de cierto haya, pues la mayoría de las veces no me interesa lo más mínimo lo que me cuentan. Y para ausentarme no me basta con dejar la mente en blanco, sino que imagino fantásticas historias de las cuales soy el protagonista. Una persona empieza a explicarme su vida y antes de que acabe la primera frase yo estoy construyendo un iglú en el Polo Norte o cazando tigres en Bangladesh o evitando el asesinato de Kennedy o apuntalando las Torres Gemelas con una mano mientras con la otra rescato a los supervivientes de entre los escombros . Créanme, si pudiera evitarlo lo haría; pero no puedo. A veces creo que soy como uno de esos superhéroes que lo son en contra de su voluntad, y si pudieran elegir renunciarían a los superpoderes que poseen y se convertirían en personas corrientes.

El caso es que el tipo se ha dado cuenta de que estoy especialmente receptivo y se anima y pasa a otro tema sin solución de continuidad. Empieza a decir que por suerte tiene el Corán, que va seis veces al día a rezar a la mezquita de al lado. Añade que se lava sendas veces al día, y ni corto ni perezoso me hace allí mismo una demostración de cómo se aplica sus abluciones. Llegado este punto ya no me hace ni puta gracia, no sólo porque soy, con diferencia, la persona más atea que existe sobre la faz de la Tierra y detesto todo lo que tenga que ver con la religión, sino porque el tipo adopta una postura poco decorosa para explicar cómo se lava sus partes. Mete el culo para adentro y saca la ingle para fuera, como si me estuviera enseñado los genitales o estuviera orinando sobre una tapia. A continuación se pasa la mano por ellos sin llegar a tocárselos. Yo miro en torno a mí para ver si el resto de personas que ocupan la sala están presenciando la escena, y a la vez pienso dónde están los superpoderes cuando se les necesita, y por qué no hay forma de zambullirme en busca del Titanic. Y el individuo sigue a lo suyo y añade que cuando se lava sus partes lo hace siempre con la misma mano, y que esa mano jamás es la que se usa para comer o para saludar, y yo pienso que eso es de agradecer, todo un detalle por su parte, y no obstante me pongo a recordar si alguna vez le he dado la mano y si efectivamente fue la mano pecadora o la otra, y me entran sudores porque no consigo recordarlo por más empeño que pongo.

Cuando ha dado por finalizado sus tocamientos y yo trato inútilmente de trasladarme otra vez al mar del norte para sacar a flote al Titanic, se me pone a hacer proselitismo y a enaltecer el Islam en detrimento del Catolicismo. Señala en dirección a la playa —se encuentra a poca distancia de donde nos hallamos— y se lamenta de que las mujeres en Cataluña paseen por la playa en cueros, porque a la mujer, añade, sólo la puede ver desnuda su esposo. Cuando dice eso yo trato de ser condescendiente, y, dada mi situación, no hablar más de la cuenta y no expresar lo que en realidad pienso de la religión, de la suya en particular, y de todas en general. Me siento tentado a decirle que si quiere seguir instalado en la Edad Media no me parece mal siempre y cuando no pretenda llevarme con él, ni a mí ni al país que lo acoje, que es el mío, de la misma manera que si yo viviera en el suyo lo último que se me pasaría por la cabeza sería hacer un calvo dentro de una mezquita o exigir que sirvieran los kebas en pan Bimbo. Y a pesar de que me siento tentado a decirle todo eso y un poquito más, guardo silencio. Él sigue hablando, habla sin cesar, desatado, vehemente, y llegado este punto a mí me da lo mismo, me trae al pairo lo que dice o deja de decir, porque ya toco con mis dedos el Titanic. Buceo, lo agarro y tomo impulso y lo saco a flote, y una vez en la superficie anudo un cabo a mi cintura y otro a la proa y empiezo a nadar desesperadamente, a nadar, y a nadar, y a nadar hasta que avisto la costa. Mientras, de fondo, la voz del tipo se distorsiona, se diluye y se extingue para siempre, como si nunca hubiera existido ni tuviera la menor posibilidad de existir jamás.

No hay comentarios: