jueves, septiembre 27, 2012

Diario

Le asalta a uno la sensación de que esta desesperación colectiva acabará desencadenando un estallido social de consecuencias imprevisibles. Hace unos días un ex general retirado comentaba en una tertulia radiofónica que desde una perspectiva histórica estamos viviendo un estado pre bélico similar a los que precedieron a las guerras del siglo XX. Solo había que conocer un poco de Historia para llegar a esa conclusión, decía. 

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Presencia uno con esperanza a ese camarero que en Madrid se parapetó en la puerta de su local e impidió a la policía entrar en su bar en busca de algunos manifestantes que se habían refugiado huyendo de las porras y las bolas de goma, y aun así creo que depositar la confianza en el sentido común individual no es suficiente frente a la  reacción de una muchedumbre iracunda.




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Siempre me ha parecido detectar un matiz peyorativo en la fortísima vinculación que se atribuye a la familia mediterránea con respecto a la cacareada emancipación anglosajona. Se dice a menudo que mientras un joven de Inglaterra se emancipa en cuanto tiene oportunidad, uno mediterráneo demora indefinidamente la salida y además, cuando por fin se marcha, lo hace manteniendo una dependencia y vinculación familiar a prueba de toda distancia. No sé si la naturaleza de esa relación merece el desdén con el que se habla de ella, pero es bien cierto que ahora mismo, en estos momento de crisis descomunal, ese vínculo afectivo familiar, paradójicamente, es lo que está impidiendo que los millones de desempleados resistan y accedan a algún tipo de sustento y no acaben encabezando una revolución social.




La semana pasada empezó una nueva edición del Festival de cine de San Sebastián, lo cual me hace recordar, y así deseo que conste por escrito, que uno de los deseos que me gustaría cumplir antes de morirme sería pasar unos días en la ciudad coincidiendo con la celebración del festival, y ponerme hasta el culo de comer pinchitos y de ver películas. 



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Una de las profesiones que más envidio es la de crítico cinematográfico. No se me ocurre mejor forma de ganarse la vida que la de viajar por todo el mundo acudiendo a festivales con todos los gastos pagados. Cuando leo a un crítico quejarse de su trabajo me entran ganas de llevarlo a una cantera en medio del desierto del Gobi para que lo devoren las hormigas de arriba abajo hasta que solo queden los huesitos relamidos para echar al caldo.













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