miércoles, febrero 29, 2012

Uno más

No me gustan las mujeres escuálidas que lucen más labios que tetas. Lo digo así y me quedo tan pancho. Por eso no me gusta Angelina Jolie, por mencionar a una que persigue con denuedo ese patrón absurdo debidamente desmentido por la sabiduría popular con aquel dicho de dos tetas y las carretas, o así. La menciono a ella provechando que está en boca de todos por haber enseñado una rodilla que, dicho sea de paso, parece la rodilla huesuda y descarnada de mi abuela, dios la tenga en su gloria. Así las cosas, estoy que no quepo en mí de gozo, pues según parece hoy día la Jolie constituye el estereotipo de mujer que gusta a todos los hombres, de manera que, siquiera por una vez, habré conseguido ir a contracorriente.

Me da mucha rabia descubrir que mis gustos coinciden con los de la mayoría. En según qué asuntos a uno le gustaría ejercer de pionero y revelar a diario al mundo una maravilla inusitada que arroje algo de entusiasmo a la desangelada cotidianidad del pensamiento unánime. Me sucede mucho, sobre todo con la ropa y las mujeres. Siempre que me encapricho de un abrigo o un jersey determinado o cualquier otra prenda me convenzo de que es un hallazgo exclusivamente mío, y lo compro con la idea de que nadie más irá ataviado de ellos y deambularé por las calles con mi vestuario delimitándome de la muchedumbre adocenada, y luego no ceso de cruzarme con los correspondientes clones, que, además, al advertir la coincidencia, los muy mamones te saludan como se saludan los motoristas cuando se cruzan en una carretera.

En lo que respecta a las mujeres, cuando era un adolescente con la testosterona a rebosar me gustaba mucho Anita Obregón. Recuerdo su figura a tamaño natural, recortada en cartón detrás del escaparate de una tienda de ropa deportiva muy conocida de Mataró, pues durante un tiempo la Obregón fue imagen de una marca cuyo nombre no solo he olvidado sino que me importa tan poco que mejor les cedo a ustedes el privilegio de buscar su nombre en Google, si es que ese detalle insustancial ha despertado su interés, que de todo hay en la villa del señor. Yo, digo, la contemplaba tras el cristal, embutidas sus piernas magras en una mallas negras y ataviada de un body de gimnasio, y yo la observaba y me parecía que solo me miraba a mí y que yo era el único que se fijaba en ella. Esa predilección por la bióloga más famosa de España a mí me parecía genuina y exclusiva, restringida a esos espíritus diletantes que son depositados sobre la Tierra por los dioses con la misma delicadeza con la que King Kong hacía descender a la chica de la palma de su mano. Luego, a falta del Quimera o de Claves de la razón práctica, uno echaba mano de la revista Pronto o Diez Minutos, y mientras buscaba la sección del consultorio sexológico y sentimental para asegurarse de que la masturbación no provocaba ceguera, daba con una de esas encuestas tan frecuentes en ese tipo de publicaciones, y la Obregón aparecía como el principal objeto de deseo de hombres, niños, bebés, y hasta de los putos perros del país entero. Y a mí me entraba una tristeza descomunal, no tanto porque tuviera que compartirla con más gente, que también, como por la revelación sin vaselina de que yo era uno más en la cadena de montaje de dios. Y es que se pasa uno la vida escuchando mentalmente un soniquete silente y tenaz que te repite que eres diferente, y acabas descubriendo que solo eres una más.

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