lunes, septiembre 25, 2006

Relato (I)



El policía más veterano aprovechó la eventual ausencia de su compañero —adujo la necesidad de realizar una perentoria llamada privada desde una cabina próxima— para echar mano al bolsillo y sacar la cartera. Le producía pudor manifestar en presencia del otro muestras de afecto o añoranza que de inmediato sería confundido o atribuido a la vejez y sus propiedades para procurar nostalgia. Abrió, pues, la cartera ajada y deslizó el dedo pulgar por encima del plástico transparente que protegía la imagen sonriente de su nieta. Se admiró, una vez más, del parecido que guardaba con su madre cuando ambas contaban la misma edad. «Ni hecho adrede. Dos gotas de agua», musitó ensimismado antes de que pudiera advertir que el agente más joven estaba de regreso y se disponía a subir al coche. Sentado ya su lado en el asiento contiguo, el del conductor, el compañero lo observó de soslayo mientras permanecía recostado hacia delante, echado con cierta desidia sobre el volante, con los brazos apoyados en él, con la apatía inevitable resultado de los interminables turnos de vigilancia a los que los había abocado el caso.
—Guarda cuidado, hombre —dijo incorporándose, sin dejar de masticar chicle con una ostentación desaforada que molestaba en extremo al viejo—. Estamos más cerca que nunca de atraparlo. Por primera vez ha cometido un error, y tú sabes tan bien como yo que lo intentará de nuevo y esta vez lo estaremos esperando. Por Dios, relájate.
El viejo se retrepó en el sillón y guardó, no sin torpeza debido a la estrechez del espacio, la cartera en el bolsillo del pantalón. Miró a su compañero y reprimió, una vez más, las ganas de decirle cuanta animadversión le inspiraba, lo cual había sentido tentado a manifestarle en innumerables ocasiones durante el año y medio que había transcurrido desde que se lo asignaron como pareja.
—No seas ingenuo —contestó no obstante, mirando con renovado interés el portal de la chica—. Esto es una pérdida de tiempo. Si lo hubiera identificado o proporcionado algún indicio definitivo que nos condujera a él. Pero no lo vio, o no lo suficiente como para facilitar una descripción útil. ¿Es que no la viste en la rueda de reconocimiento? Te diré lo que le pasa: le aterroriza inculpar a un inocente.
—Lo cual le honra.
—Sí, pero mientras tú y yo estamos aquí el tipo deambula a su antojo por la ciudad para saciar sus caprichos con la primera mujer que le salga al paso. Necesita tan pocos pretextos para asesinar como tú para llenarte la boca de chicles.
Al policía veterano no dejaba de sorprenderle el cambio que había experimentado en los últimos meses, de manera paulatina pero evidente, como consecuencia, suponía él, de ese desasosiego inefable que discurría paralelo a la constatación de una madurez tras la cual acechaba, amenazante y no por esperada menos sorpresiva, la hora de la jubilación. Había asistido con estupor a esa metamorfosis manifestada por ex compañeros suyos, seguro de que a él no le aquejarían semejantes males. Y de la noche a la mañana era presa de una melancolía trasnochada allí donde antes sólo había existido indiferencia. Sentía la necesidad de mostrar por su nieta todas las atenciones y estima que ni de lejos había sido capaz de dispensar a su propia hija, tan inmerso durante años en un trabajo que le había acabando costando el divorcio y distanciado de su hija irreparablemente, pues por más que él había tratado de corregir o compensar los desplantes que le había ocasionado en la figura de la nieta, su hija alimentaba un profundo resentimiento que no se había molestado en ocultar. Él no había tardado en abandonar toda esperanza de reconciliación y se había conformado con contemplarlas a hurtadillas desde el interior de su automóvil, cuando a las puertas del colegio madre e hija se fundían en un abrazo antes de desparecer calle abajo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

genial. Una novela ya, por favooooor........