jueves, agosto 25, 2011

La revuelta

De niño me gustaban mucho las películas de artes marciales. Bruce Lee, cómo no, era mi héroe, y no sé si he explicado aquí que uno de los grandes traumas que padecí en mi niñez (trauma cinematográfico, cabe añadir) fue que en un cine de la Avenida Meridiana, a finales de los 70, a medio metraje de Operación Dragón, cuando Bruce Lee se disponía a batirse con O'Hara, el asesino o instigador de la muerte de su hermana, el pase se interrumpió abruptamente y nos invitaron a abandonar la sala a la carrera a causa de una insólita amenaza de bomba. No fue sino años después cuando pude, por fin, ver completa la película y considerarla la mejor película de lucha que se había filmado hasta entonces.

Cuando salíamos de las salas después de haber asistido a un pase doble de películas de Kárate, mis amigos y yo nos batíamos en combates imaginarios, imitábamos las acrobacias a las que acabábamos de asistir en pantalla, y soñábamos con apuntarnos a un gimnasio en el que aprender la técnica marcial que nos permitiría convertirnos en justicieros callejeros que acudíamos en auxilio de los más necesitados, todos aquellos que a diario eran víctima de pandilleros desalmados, cuyo proceder creíamos idéntico a los que aparecían en las películas, la risa sibilina y estentórea de manual de todos los malos malísimos del cine, esa falta de matices de los personajes clásicos de un película de factura deplorable o directamente de serie B, era la que asimismo creíamos que bastaba hallar para identificar a un malo en la vida real.

Con el tiempo y no pocas decepciones descubres que la maldad palpita en cualquiera, o que, cuando menos, que no todos las personas parecen lo que son, que aquellos que aparentemente semejan poseer buenas intenciones están lejos de llevarlas a la práctica si se les presenta la ocasión, o que llevándolas a la práctica lo hacen para obtener un beneficio a cambio. O aquellos a los que a pesar de haber considerado toda tu vida personas de cuestionables intenciones, te sorprenden un día con un acto de pura nobleza.

A mí, de vez en cuando, todavía me aparece ese justiciero infantil que pretende reparar toda suerte de entuertos, pero la mayoría de ocasiones es apenas un pensamiento que desaparece de inmediato, sepultado por las propias preocupaciones, que se anteponen una encima de la otra como capas de cebolla. Lo más que me atrevo a hacer es imaginar qué haría yo en tal o cual caso si tuviera agallas para hacerlo o estuviera a mi alcance. Ayer, sin ir más lejos, leí que un banco de Gran Bretaña, rescatado hace meses con dinero público, estaba pagando dos mil euros diarios a unos tipos recién contratados, cuando días atrás había hecho pública la intención de despedir a un montón de gente de más antigüedad. Enseguida me imaginé detentando un poder descomunal para irrumpir en ese banco y poner en su sitio a toda esa gente despreciable que con tanta impunidad obra sin que la sociedad haga nada para evitarlo. Y una vez corregida la situación, abandonar el lugar mientras una multitud clamaba mi nombre y aplaudía sin cesar mientras la capa de mi traje se agitaba como la de cualquier superhéroe, aunque fuera gracias al aire acondicionado del banco.

Reflexionando sobre el tema, me pregunto a qué obedece ese rapto de intentar impartir justicia que de vez en cuando sobreviene. Cuando se experimenta de adolescente, es fácil deducir que es una pura fantasía, un juego, pero de adulto quizá se deba a que nuestro subconsciente da por hecho que, en estos tiempos que corren, ahí afuera no hay nadie, ni de la política ni de la judicatura, que esté dispuestos a echarnos una mano, que todo se desmorona sin que se ponga remedio, más allá del que, tarde o temprano, uno decida llevar a la práctica, sin contar con nadie, más allá de los que están en su misma situación.

Vaya, lo que se viene llamando una revuelta o una revolución.



No hay comentarios: