miércoles, agosto 17, 2011

Amsterdam

Dos días antes de emprender viaje hacia Amsterdam nos enteramos de que es recomendable cargar con la llamada Tarjeta Sanitaria Europea. En principio no contemplamos la posibilidad de llevarla, pero yo cometo la imprudencia de llamar por teléfono a la Seguridad Social para informarme, y al otro lado del teléfono se pone un pariente cercano de Nostradamus, y nos mete tal pánico en el cuerpo que acabamos sacando la tarjeta y comprando un par de desfibriladores y un botiquín que ríete tú de el Monte Sinaí de Nueva York. Además me he vuelto a ver todas las temporadas de Urgencias, con lo que estoy preparado para realizar una operación a corazón abierto su fuera necesario.

El caso es que, al final, creo que si en algún lugar está justificado llevar una tarjeta sanitaria es en el puto Amsterdam. No he visto una ciudad más hostil que ella para con los peatones (ya sé lo que pensaréis algunos, pero ni Mogadisco ni Bagdad cuentan, por razones obvias). Las amenazas no vienen tanto de los coches, ni de las motos (por cierto, los motoristas aquí no van tocados de casco) ni de los tranvías, ni siquiera de los barcos, por más que muchos de los que surcan los canales los conduzcan cuatro borrachos que cuando no maman de la botella lo hacen de un porro del tamaño de un brazo de gitano, sino de las putas bicicletas. Las bicicletas son las propietarias de la ciudad, disponen de más espacio físico para circular del que gozan los peatones, y como la separación entre acera y carril bici es tan difícil de ver para quien está de paso, se pasan el día tocando el timbre para que te salgas del medio y lanzándote unas miradas furibundas.

Por si las bicis no fueran suficientemente peligrosas, están los canales, o su agua. En fin, no quiero pensar que suerte puede correr quien se caiga en esas aguas pútridas. Flota de todo en ellas, son oscuras o verdes según cómo incida la luz en ellas, de un verde orina que tira para atrás. Hoy, mientras hacíamos un receso en nuestra caminata y Martina se entretenía en perseguir a palomas, una barca se ha parado en los márgenes y un tipo ha bajado y se ha puesto a hacer la meada más larga que he visto nunca. Allí, delante de todo el mundo, mientras los amigos que aguardaban en el barco lo jaleaban. Hora y media después, cuando ha acabado de mear hasta la última gota de alcohol que había bebido ese día, se ha vuelto a subir y han reemprendido la singladura por los canales, él y sus amigos, todos medio beodos.

Pues eso, que estamos en Amsterdam. Y me gusta mucho, aunque parezca lo contrario.

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