sábado, junio 18, 2011

Cajón de sastre

Interesante reflexión de Ricardo Piglia, hoy, en El País. Dice: "El sistema de abreviaciones taquigráficas del twitter y de los mensajes de texto acelera la escritura pero no el tiempo de lectura; se deben reponer las letras que faltan -y reconstruir una desolada sintaxis- para comprender el sentido."
Bien pensado es una obviedad, lo que dice Piglia, pero lo paradójico de algunas obviedades es que no lo son hasta que alguien las pone de relieve con afirmaciones como la suya. En lo que a mí respecta, el tiempo de lectura de los sms y los tuitter no sólo es mayor que el de su redactado, sino que aumenta debido a que, en la mayoría de ocasiones, soy incapaz de descifrarlos, y debo emplear tanto tiempo en su decodificación que acabo desistiendo.



No menos interesante que la de Piglia, lo es esta aseveración de Arcadi Espada: "Que se acabe el mundo es lo mejor que le puede pasar a un periódico siempre que tenga tiempo de publicarlo".



En Catalunya Radio, la tertulia que dirige Manel Fuentes. En relación a los sucesos del parque de la Ciudadella, un tertuliano sostiene, con cierta tono de grandilocuencia institucional, que lo sucedido es inadmisible porque altera las reglas del juego democrático. Me sonrió y pienso si ese tertuliano no ha caído en la cuenta de que lo pretende precisamente el movimiento 15-m es romper unas reglas con las que está en desacuerdo. Las mismas reglas sagradas o intocables que, bueno es recordar, los políticos usan en su beneficio para, por ejemplo, incluir en las listas individuos imputados en casos de corrupción, en mi opinión una verguenza intolerable. Me sorprende que nadie en la tertulia advierta semejante evidencia. Por suerte, al final, Manel Fuentes lo hace, y todos acaban estando de acuerdo en que es preciso un cambio.



En el trabajo. Un joven africano hace rato que está intentando entrar en el edificio. Como no hay diferencia entre la puerta y las ventanas, no atina a dar con la entrada. Lo miro deambular de un extremo a otro del edificio, sacudiendo infuctuosamente la maneta, parece un insecto golpeando con obstinación el cristal de una ventana. Al cabo de un rato de haber dejado de pensar en él, levanto la cabeza y asisto con sorpresa a sus frustrado intentos de entrar, que en ellos sigue todavía, y me asalta un pensamieno maledicente y quizá políticamente incorrecto: no sé cómo ha podido entrar en España si apenas sabe entrar en un edificio. Pero en seguida me doy cuenta del motivo. Se tambalea ligeramente cuando avanza. Parece que desiste, pero al cabo lo vuelve a intentar. Cuando por fin lo consigue (me siento tentado a hacerle la ola) se planta delante de mi mesa. Tiene cortas rastas que le llegan a la altura de las orejas, el blanco de los ojos no es blanco sino amarillo, y exhibe un notable estado de embriaguez. En una mano sostiene un móvil y en la otra un cargador. Farfullando, me dice que es su cumpleaños y su madre lo llamará para felicitarlo, pero su teléfono no tiene batería, y me pide dejarlo cargar durante diez minutos en el enchufe que hay a mi espalda. Le digo que sí. Yo mismo lo conecto, y le digo que espere fuera. Sale y se deja caer en la acera y allí se queda, esperando. Seguramente ni es su cumpleaños ni va a llamar a su madre. Mientras aguarda, me viene a la cabeza el recuerdo de mi padre, que a menudo empleaba el síndrome de Dow y la ceguera que padecía mi hermana Fini para obtener indulguencias de la gente.

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