jueves, mayo 29, 2008

Titiritero



Semanas después me enteré de que no había llegado a coger el vuelo, por más que yo estaba convencido de que sí lo había hecho y deambulaba ya por el Malecón, reparando la nostalgia acumulada con largas noches de vigilia placentera frente al océano. Alguien, algún desaprensivo que desconoce los beneficios de vivir en la ignorancia, me comunicó la terrible noticia: había fallecido de repente, ni siquiera tuvo tiempo de salir de Mataró.
Desde que se despidiera de mí con un apretón amistoso de su mano, de su negra manaza de orangután afable, lo hacía en Cuba, tirando adelante algunos de los proyectos que había resuelto emprender, y de los que me había dado cuenta pormenorizada el mismo día en que partía su vuelo. El mismo día en que regresaba a su Cuba natal después de años de ausencia. El mismo día, maldita sea, en que hubo de fallecer.
Como siempre, había acudido al telecentro a conectarse a Internet con su viejo portátil, un vetusto aparato al que no obstante sabía sacar provecho. Al poco se levantó de la mesa y se acercó a la mía y tomó asiento frente a mí, y precipitó una charla cuyos pormenores no tenían relación alguna con los asuntos que de ordinario tratábamos, por lo común cuestiones relacionadas con Internet: cómo abrirse una cuenta de correo electrónico, cómo adjuntar un archivo e-mail o cómo descargarlo. Temas, en suma, sobre los que poco a poco fue adquiriendo conocimiento y cierta destreza, ya que al principio desconocía todo cuanto atañía a ordenadores. Él era un actor, o más propiamente dicho un titiritero, apelativo que, tengo para mí, prefería por encima de cualquier otro.
La primera vez que lo vi, un par de años antes, fue como para echarse a templar. Lo contemplé acercarse hacia mí, un negro inmenso y panzudo, alto y gordo como un rinoceronte que mal que bien hubiera aprendido a sostenerse en pie, al extremo que el sobrepeso lo obligaba a caminar a la manera en que se manejan los luchadores de sumo en el tatami: avanzando primero un pie y luego el otro, en precario equilibrio. Lucía rastas, tiesas y gruesas como cabo de amarre. Y lo peor de todo: hedía a mil demonios. Su pelo y su atuendo y todo él en definitiva eran un recipiente sin fondo donde se concentraba toda la podredumbre del mundo. Más tarde hube de saber que por aquel tiempo había sido okupa en un edificio medio derruido que no contaba con agua ni luz ni nada que facilitara la higiene. Lo que en mi opinión no era óbice para ceder tu cuerpo al disfrute desatado de la roña, pero esa es otra historia.
Como digo, ese día, el último de su vida, no hablamos de informática. Me explicó que regresaba a Cuba. Estaba decidido a montar una escuela de titiriteros para niños. Eufórico, me mostró un folio arrugado en el que yo había de intuir el esbozo, a bolígrafo, de lo que era, señaló, una suerte de construcción metálica que devendría una atracción que haría las delicias de lo chicos.
Una cosa llevó a la otra y más pronto que tarde me confío ciertos asuntos íntimos de los que yo nada sabía. En Cuba, durante su juventud, había cursado la carrera de Historia, que no llegó a completar debido a que lo echaron de la facultad, acusado, creí entender, de alborotador, o de instigador activo y diligente al alboroto, lo cual fue, aseguró, ciertamente traumático pues su padre era el mismísimo rector de la Universidad. Me habló de la hija que tuvo con una ciudadana alemana. Residía en Alemania, con su madre. Me confió que su hija era ya toda una mujer con la que de tanto en tanto conversaba largas horas sobre las minucias esenciales de la vida. Finalmente intercambiamos los correos electrónicos, recogió sus bártulos y tomó mi mano entre la suya y se despidió afectuosamente. Lo vi marchar con la seguridad de que no lo volvería a ver, pero por causas bien distintas a las que finamente han tenido lugar.
De vez en cuando pensaba en él. Lo imaginaba paseando ocioso por las calles desvencijadas de una Habana venida a menos, pero impregnada aún del aroma indeleble que acaso lo había impelido a regresar. O rodeado de alumnos que coreaban su nombre, niños famélicos pero presas de una vitalidad atávica.
Y ahora que conozco la suerte que ha corrido no dejo de pensar en él, y en las circunstancias en que se produjo su muerte y en la certeza de que si yo no hubiera tenido conocimiento de ella, de alguna manera que no alcanzo a explicar aún estaría vivo. Me pregunto a menudo cuántas del las personas con las que hemos tenido trato efímero pero intenso en el decurso de nuestras vidas, al extremo de dejar huella en nosotros, han fallecido sin que tengamos constancia de ello y por tanto siguen con vida cada vez que las recordamos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Y quién dice que no lo estén? Si están vivas para nosotros, lo están, al menos la esencia de la persona, que en sí ES la persona. Lo demás es un misterio del que nunca nos enteraremos...

Anónimo dijo...

Me ha encantado la historia, porque habla del destino, de recuerdos, de nuestra imaginación en la que todo el mundo pude seguir vivo, o no.

Pilar