jueves, marzo 15, 2007

Carpintería



En una de las dos butacas contiguas a las que yo ocupo en el autocar que me trae de regreso a casa un hombre mantiene una conversación por el móvil que atrapa la atención de cuantos estamos próximos a él. Enseguida asumo resignado que mis pretensiones iniciales de estudiar u ojear los apuntes el tiempo que se prolonga el trayecto de Barcelona a Mataró –poco más de cuarenta minutos– se van al traste nada más advertir el tono elevado en el que el individuo se expresa, pues será imposible reprimir la curiosidad de escuchar los pormenores de la charla. El tipo, pasada la treintena, muy alto, cabello rubio, bien parecido y culto a juzgar por el lenguaje que emplea, explica que después de unos meses de relación con una mujer ha decidido romper. Las causas: las malas artes que parece utilizar ella para irrumpir en su vida a tiempo completo e invadir un espació vital que él todavía no está dispuesto a ceder. Ambos poseen vivienda propia, él asegura que pernocta en casa de ella cinco días a la semana, lo cual no es suficiente para satisfacerla. Manifiesta su disgusto por el afán desmesurado que ella muestra por conocer a toda su familia para, explica él a su interlocutor, impregnar la relación de una «oficialidad» virtual, de tal modo que en caso de dificultades la ruptura sea más costosa o menos probable o más meditada. La intención del hombre era plantearle a la mujer una ruptura en términos pacíficos, es decir, reconducir la relación a ese estado de amistad utópica tan pretendido por muchos como logrado por pocos. A ese respecto la respuesta de ella había sido contundente e inequívoca: o eran pareja o no eran nada.
A esas alturas de la conversación echo un vistazo a las dos mujeres que ocupan las butacas que él tiene delante y advierto que permanecen en un silencio infrecuente. Se trata de dos jóvenes estudiantes con las que coincido a diario en el autocar y que generalmente destacan por su locuacidad. Ahora padecen una mudez súbita, concentradas por entero en las vicisitudes de las que ese tipo da cuenta al teléfono. Miro la libreta de apuntes que sostengo abierta en mis manos y me doy cuenta de que, aunque la he mirado para disimula, no he pasado página desde hace veinte minutos, atento como estaba, también yo (sobre todo yo), a los amores contrariados del tipo. Caigo en la cuenta entonces que lo único que en ese momento me importa es que el viaje no llegue a destino sin que antes el hombre desvele cuál ha sido el desenlace de lo sucedido.
He aquí, me digo mirando de soslayo a las dos jóvenes, el motivo de por el que se relatan historias, la razón de la ficción, la respuesta a la pregunta que durante siglos se han formulado muchos respecto a cuál es la finalidad última de la literatura: el ser humano necesita contar y que le cuenten historias, las personas precisamos satisfacer la voraz curiosidad que nos consume.
En El arte de la ficción David Lodge señala que toda narración se sustenta en un artificio irrenunciable: suscitar el interés del lector mediante la formulación constante de preguntas cuya respuesta va posponiendo calculadamente el autor con objeto de aumentar la curiosidad del espectador hasta hacerla insoportable. Dice Gabriel García Márquez que el inicio de Crónica de una muerte anunciada («El día que lo iban a matar Santiago Nasar se levantó a las 5,30 de la mañana…») estaba pensado para atrapar la atención del lector desde el principio. Añade el escritor colombiano que a mitad de escritura del primer capítulo se le presentó un temor, a saber, que pudiera darse el caso que el lector, llegado el final de ese primer capítulo, acuciado por la necesidad urgente de saber si mataban o no a Santiago Nasar, saltara a la última página para averiguar si efectivamente le daban muerte. Para que tal cosa no sucediera se le ocurrió que la última frase con la que concluiría el primer capítulo debía revelar que en efecto lo habían asesinado («no se moleste, ya lo mataron»), de esa forma, señala el Nóbel, el lector proseguiría la lectura ordenada de la novela con objeto de averiguar cómo y cuándo lo mataban.
Gabriel García Márquez denomina la carpintería de una novela a todo ese proceso mediante el cual un escritor experto construye un armazón destinado a embaucar al lector, a hipnotizarlo y conducirlo hasta el final de la obra, manejando magistralmente los resortes que alimentan la intriga, controlando en todo momento el ritmo narrativo y dosificando la revelación de elementos que contribuyan a hacer crecer la curiosidad hasta límites insoportables.
A poco de llegar a Mataró el hombre dar por concluida la conversación asegurando que interrumpir definitivamente esa relación ha sido una apuesta de futuro, pues de no haberlo hecho está convencido de que habría acabado convertido en un «calzonazos», en un pusilánime gozosamente manejado por esa supuesta arpía. Cuando se despide de su interlocutor (interlocutora en realidad, pues se dirige a ella con un «hasta pronto tesoro») yo intento concentrarme de nuevo en la lectura de los apuntes sin dejar de pensar si tesoro no será responsable indirecta de esa ruptura, o por qué no directa, conspirando acaso tras el disfraz de una noble amistad siempre dispuesta a dar consuelo al amigo aquejado permanentemente de mal de amores, mientras aguarda al acecho para saltar sobre la presa vulnerable. ¿Será cierta mi hipótesis? Maldita curiosidad insatisfecha.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Y luego acusas injustamente a mi madre de inventarse las historias cuando no las conoce!!
Si en fondo somos todos iguales.

Pilar

Anónimo dijo...

Pilar, luego nos llama a nosotras marujas lo disfraza un poco con literatura y queda como un rey. CHAFARDEROOO

Anónimo dijo...

Probablemente sea cierta, Arcadi, a veces somos bastante previsibles y quien nos escucha así, casi sin decir nada, es porque sabe qué es lo que vamos a contar.
Para mi Gabo apostó bastante en esa novela, porque, en efecto, en el primer párrado se encuentra condensado todo, el argumento, la trama, el desenlace, el resto hasta su conclusión es una lección magistral de cómo ha de escribirse una novela, es un placer que se otorga a sí mismo de escribir una historia que ya se sabe cómo va a transcurrir y a terminar, sólo por el hecho de hacerlo, de demostrar que es capaz de mantener la atención del lector con el simple ejercicio de la narración, el contar por contar que tantas veces ha nombrado.
Por eso siempre he dicho que a mí me parece que Crónica de una muerte anunciada es la novela más pedagógica de García Márquez.
Un saludo.

Anónimo dijo...

Haciendo referencia a este relato que sepais que hoy es san jose obrero (patron de los carpinteros). Tambien es hoy el dia del padre, asi que aprovecho para felicitar a todos los papas y futuros papas.

Un saludo