miércoles, enero 24, 2007

Crónicas de Barcelona



Me traslado a diario a Barcelona en tren. Los viajes deparan con frecuencia el hallazgo de personajes singulares cuyo proceder destaca por encima de la muchedumbre que por lo general dormita en los vagones. No falta día en que alguien converse a gritos por el móvil sin advertir que las circunstancias personales de las que da cuenta a voces están concentrando el interés de quines estamos a su alrededor. A mí me produce cierto pudor y vergüenza ajena asistir a las confidencias que revelan esas conversaciones que no deberían perder nunca su naturaleza íntima. Hablar por teléfono nos proporciona una extraña ubicuidad: el cuerpo y la conciencia se sitúan en lugares distintos a la vez. Mientras que físicamente nos hallamos en un sitio, en este caso el vagón de un tren atestado de gente, mentalmente se diría que nos deslizamos, como en un vertiginoso tobogán, por los conductos electrónicos del móvil hasta situarnos directamente junto a quien está al otro lado del teléfono.
En la estación del Clot, en el pasillo que conduce a la parada de metro, sentado en el suelo con la espalda recostada sobre la pared, cada mañana un tipo de aspecto bonachón, de procedencia latina, menudo y con los ojos rasgado y la prótesis de su pierna derecha cruzada, tiesa, en medio del suelo como un tronco varado en los márgenes de un río, toca la guitarra y canta y recita con inusitada vehemencia toda suerte de eslóganes en favor de Dios, y en contra de la iglesia y de las sectas y de fornicar y de toda distracción lúdica que nos desvíe de seguir el camino recto que conduce al Salvador. No me pasa inadvertido el empleo malintencionado que realiza el tipo del verbo fornicar, en modo alguno casual y sí con el propósito tendencioso de enturbiar y animalizar el acto de hacer el amor describiéndolo con una palabra embrutecida y hosca, cuya pronunciación evoca más un acto violento y desapasionado y por completo primitivo. Yo lo miro cuando paso frente a él preguntándome si ese renco trovador de voz aguda será consciente de que Dios, a hora tan temprana, es un adolescente tarambana que se ha pasado la noche de bar en bar, al final de la cual yace ebrio en su lecho de nubes marchitas, incapaz de atender asuntos de semejante trascendencia.
En los andenes de la línea tres del metro, la verde, entre las estaciones de Cataluña y Fontanta no es extraño encontrarse con un personaje de porte aristocrático y de muy elevada estatura, bigote fino con las puntas ligeramente enroscadas hacia dentro, delgado, algo más de sesenta años y ataviado pulcramente con una indumentaria impropia de un indigente, condición que yo le he atribuido por algún prejuicio prematuro (pero qué prejuicio no lo es). El individuo se limita a pasear de un lado a otro del andén como si lo hiciera sobre un improvisado escenario –quizá se sueñe en el mismísimo Liceo–, cantando hasta desgañitarse lo que parece ser una ópera o pieza similar, sin pedir nada a cambio y con la gente que aguarda en los andenes y los que llenamos los vagones por todo público. Un hombre, delante de mí, lo observa con atención y una mujer entrada en edad, a mi lado, viendo el interés que despierta en él, le aclara, a él y de paso a todos los que estamos allí, que ese tenor subterráneo lleva treinta años haciendo lo mismo. Yo, cada vez que lo veo, no puedo evitar acordarme de un personaje que aparece en la película Ghost, el fantasma terriblemente feo y desgarbado y siempre malhumorado condenado a vagar por los túneles del metro, que acaba enseñando a Patrick Swayze a tocar los objetos, a sentir su consistencia física desde su condición de espíritu vaporoso y obstinadamente reacio a abandonar el mundo de los vivos sin antes dejar a salvo a la mujer que ama, una hermosa Demi Moore que en esa película protagonizó un de los momentos más bellos que yo he visto en una pantalla: el trazo zigzagueante que describe sobre su mejilla una lágrima que se le desliza demoradamente por encima de sus pómulos hasta quedar, exhausta, colgada de su mentón, meciéndose apenas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy buena la historia. Describe perfectamente porqué me gustan tanto las ciudades, cuanto más grande mejor. Londres me proporcionó miles de momentos como los que describes. Todos estos personajes acaban poblando tu vida y haciendo que por un momento vuelvas al presente cuando tu mente y tus piernas están ya apresurándose a llegar a eses futuro inmediato, o cuando el alma sigue doliendo del pasado que la pisó tantas veces. Y te preguntas en qué momento de sus pasados estas personas decidieron consciente o inconscientemente darle al botón de pausa.

Manoli