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Se aproximan las navidades y pronto asistiremos, impotentes, al adorno de fachadas y balcones orladas con toda clase de palpitantes lucecitas que en algunos casos se diría ha diseñado un daltónico epiléptico, émulo o pariente directo de Ágata Ruiz de La Prada, al extremo de que algunos edificios semejan whiskerías de dudosa reputación en las que la nieve que abunda no guarda parecido alguno con el copo que caracteriza la blanca Navidad. Por si no fuera suficiente me temo que se repetirá, si cabe en mayor número, la estampa unánime de muñequitos Papá Noel trepando por las fachadas de los domicilios de toda Cataluña. Esa proliferación excesiva del dichoso títere de Santa Claus con ínfulas de escalador improvisado o de hombre araña en edad provecta que, de un tiempo a esta parte, experimentan las ciudades durante fecha tan señalada, sería motivo de gracia si no produjera náusea; patología, dolencia o mal que, como bien saben ustedes, nos aqueja o se manifiesta cuando hemos ingerido más de lo que nuestro organismo necesita o tolera. Le entran a uno deseos, mientras pasea ocioso por las calles de la ciudad transformada en un inmenso lupanar de carretera, de cargar encima con un rifle y practicar el tiro al Papá Noel. Reconozco que semejante individuo suscita en mí cierta ojeriza, quizá porque deploro la figura del arribista, del tipo que desea medrar a costa del sacrificio de otros, en este casos los Reyes Magos de Oriente, tres tipos bonachones y algo despistados —siempre me han causado esa impresión— a los que el gordinflón Nicolás pretende sustituir a cualquier precio sin tener en consideración la tradición que sustenta a semejante trío. Exportar símbolos de procedencia anglosajona para sustituir lo vernáculo debería tener un límite, siquiera moral o ético, que obligara a respetar determinados símbolos, figuras o tradiciones. Pero puesto que no es así, y la avanzadilla anglosajona, lejos de batirse en retirada, progresa a ritmo imparable, me tomo la libertad de lanzar una sugerencia a los Reyes Magos: Dejad vuestra ancestral probidad, la benevolencia ilimitada que os ha caracterizado desde tiempo inmemoriales no procede en tiempos desleales como estos, concentrad vuestra energía en hacerle la vida imposible a ese gordo colorao con apariencia de beodo encubierto y glotón desatado, cortad la soga por la que trepa y que se dé de bruces contra el asfalto. Perseguidlo sin descanso por azoteas y fachadas hasta que caiga de rodillas, exhausto y lanzado resuellos y arcadas por culpa de las opíparas cenas que, sospecho, se meterá el muy insensato entre pecho y espalda antes de cada reparto navideño. Amedrentadlo coño, que no se diga, sois tres contra uno, marcad vuestro terreno y dejadle claro quien manda en el barrio a ese santurrón de tres al cuarto con aspecto de pimiento de Padrón.