miércoles, noviembre 16, 2005

Pilar y yo de vacaciones ( II )

En recepción nos atendió una mujer que apareció por una puerta situada detrás del mostrador. Debía de rondar los cincuenta años, iba ataviada, para nuestro asombro, con un camisón de raso salpicado de lamparones y un chal echado sobre los hombros, tenía el pelo apelmazado y muy graso y teñido de rubio platino. Nos recibió sin demasiada efusividad, con un mohín severo por toda expresión, como si la hubiéramos interrumpido en medio de sabe Dios qué actividad y eso la hubiera disgustado. Antes de desaparecer en silencio por donde había entrado, nos entregó la llave y masculló el número de la habitación, la 412. Subimos en el ascensor, en el interior del cual la pintura estaba desportillada cuando no rayada con leyendas tales como Aquí estuvo Kojac con su gran polla y alguna que otra ocurrencia jocosa que había de amenizarnos los trayectos en el ascensor durante los dos interminables días que estuvimos hospedados en la fonda.
Podría hallar en el diccionario de sinónimos varios adjetivos que describirían con exactitud el aspecto de la habitación, sin embargo voy a rescatar el primero que pronuncié en cuanto la vi y que, además, puede extenderse al resto del inmueble: mierda. La habitación era una mierda, una mierda enorme y maloliente, una mierda como la más grande de las mierdas que imaginarse quepa. Constaba de una cama destartalada que enseguida imaginé plagada de chinches. A su lado, un gran ventanal con la persiana a medio bajar y un balcón diminuto y descuidado que daba a un patio de luces lóbrego. Carecía de baño. De necesitarlo habría que recurrir al que había comunitario en el pasillo.
Miré a Pilar. Enojado. Muy enojado. «Pero hija mía», le dije, «¿quién te ha aconsejado este antro, un proxeneta?». «Lo busqué en Internet», respondió. Esa noche, aun siendo verano, a fin de evitar el contacto con las sábanas, dormimos los dos completamente vestidos, lo cual no impidió que yo sintiera picores imaginarios por todo el cuerpo. Antes de acostarnos, al intentar bajar por completo la persiana para que no nos molestara la claridad del crepúsculo, me llevé la sorpresa de que ya estaba bajada pero le faltaba el resto láminas. El primer día en Santander no auguraba nada bueno.
Al amanecer, tras horas de duermevela en las que consideré la posibilidad de salir en huída de allí, le sugerí a Pilar que lo más apropiado era pasar el menor tiempo posible en aquel antro insalubre. Lo mejor, propuse, sería dejar la habitación temprano y regresar de anochecido después de visitar cuantos más pueblos mejor, caminar sin descanso y de ese modo derrumbarse agotado al final del día en aquella cama infecta. Acordamos ir primero a Castro Urdiales y luego, tras un baño relajante en sus playas para eliminar del cuerpo la sensación a suciedad que la cama nos había dejado, visitar Santillana del Mar. (Continuará)

1 comentario:

Anónimo dijo...

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