Acabo de hacer algo muy pedante que siempre había querido hacer. En el trabajo, se me ha acercado un hombre, un mexicano con el que tengo un trato esporádico, y me ha dicho: «Así que te llamas Arcadio, qué curioso, como el Arcadio Buendía de Cien años de soledad, ¿sabes quién es?».
Y entonces lo he hecho. No me he podido reprimir. He posado mi mano en su hombro y, de corrido, del tirón, he recitado el principio del libro de Gabo:
«Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en el que su padre lo llevó a conocer el hielo».
El tipo ha estallado en una sonora carcajada y ha estrechado mi mano mientras repetía: «¡Lo sabe, lo sabe!».
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