Recientemente un amigo y yo nos
enzarzamos en una discusión que tenía por objeto dirimir el carácter
efímero o no del fenómeno exitoso de las series de televisión. Él estaba
convencido de que más pronto que tarde tocaría a su fin, y en semejante
circunstancia no nos quedaría más remedio que consolarnos revisando
todas aquellas teleseries que tanto placer nos habían deparado durante
este periodo irrepetible. Yo reaccioné con inusitada hostilidad y me
negué a aceptar esa hecatombe. Y a vuela pluma, como quien no quiere la
cosa, me aventuré a realizar una afirmación sobre la que en realidad no
había reflexionado nunca o no lo había hecho en detalle: mientras exista
la literatura existirán las series.
En lo que a mí respecta salta a la vista
que todas las ficciones televisivas poseen, de una u otra forma, un
origen literario sobre el que no cabe discusión. Basta echar la vista
atrás y llevar a cabo un ejercicio de arqueología televisiva para darse
cuenta de que la mayoría de las series que se crearon antes de que
sobreviniera el fenómeno actual, eran directamente traslaciones a la
pequeña pantalla de obras literarias de mayor o menor enjundia. Así, a
bote pronto, recurriendo estrictamente a mi memoria personal de
consumidor habitual desde la infancia, me vienen a la cabeza Hombre rico hombre pobre, Raíces, Norte y Sur, Fortunata y Jacinta, Los Gozos y las Sombras, o Cañas y Barro.
Productos que se ajustaban al género folletinesco del XIX o a la
literatura realista inaugurada por Flaubert, en la medida en que poseían
un componente fundamentalmente lúdico. El lector/espectador asistía
como forma de entretenimiento al desarrollo argumental y se incorporaba
con entusiasmo a la sucesión de peripecias, y experimentaba empatía
hacia los personajes, pero lo hacía sin poner en riesgo su identidad
como sujeto en tanto no existía un proceso de identificación
psicológica. Se trataba de meros espectadores de experiencias ajenas
mediante las cuales, a lo sumo, se podían hallar patrones sociológicos
antes que psicológicos.
En las mejores series de hoy persisten
aun las técnicas y los motivos recurrentes de la literatura de los
clásicos. Qué duda cabe que Boss constituye una extraordinaria
reformulación de la tragedia griega y de los dramas shakesperianos.
Detrás del exceso de testosterona de Sons of anarchy, de las explosiones y el rugir atronador de las motocicletas, asoma la figura desvalida de Hamlet. La cuarta temporada de Fringe concluye con una referencia explícita a uno de los episodios más conocidos del libro de libros por excelencia: la Biblia. Lost, además de las múltiples referencias literarias diseminadas por toda la serie, comparte con The Killing y con la primera temporada de Damages un uso prodigioso
de una de las viejas convenciones del género narrativo: atrapar la
atención del lector formulando preguntas cuya respuesta queda en
suspenso, un recurso habitual del que, en origen, echaban mano los
escritores de novelas por entregas para asegurarse el sustento, gracias a
un público fiel que no solo aguardaba con impaciencia la resolución del
misterio, sino que estaba dispuesto a pagar por ello.
Sin dejar de recurrir a aspectos de la
gran literatura de todos los tiempos, las series de televisión han
acabado incorporando a los grandes renovadores de la novela del XX:
Kafka, Joyce, Proust y Virginia Woolf irrumpen con el psicoanálisis de
Freud bajo el brazo, y en consecuencia la primacía de la trama y el
narrador omnisciente ceden todo el protagonismo al individuo.
Sabemos que el escritor construye
personajes a partir de rasgos propios o de modelos cercanos a los que
estudia con suma atención. Si es un buen observador —y un escritor está
obligado a serlo— nada escapa a su escrutinio. Observa y observa con
paciencia de entomólogo hasta que la persona que es objeto de su
análisis se relaja y deja de supeditar su comportamiento al conjunto de
normas establecidas que rigen el grupo al que pertenece. O, por así
decir, hasta que deja de fingir y emergen a la superficie aspectos de su
personalidad que en circunstancias normales prefiere ocultar. Entonces,
y solo entonces, sale a la luz la materia con la que trabajará el
escritor. Y esa minuciosa exploración de hábitos personales desemboca en
un estudio psicológico pormenorizado, profundo, revelador, y el lector,
y por tanto el espectador, se ve abocado sin remedio a un proceso de
identificación. Un proceso que puede parecer espantoso pero que en
realidad constituye uno de los instrumentos más valiosos que tenemos a
nuestro alcance para conocernos; una herramienta, en suma, para saber
que en cualquiera de nosotros o de quienes nos rodean habita un Tony
Soprano, que cualquiera de nosotros o de quienes nos rodean alberga un
Walter White, que cualquiera de nosotros o de quienes nos rodean, ay,
esconde un Dexter Morgan.
En este escenario de crisis en el que a
diario se vaticina la irrupción del Apocalipsis, y en el que la
presencia de la imagen es hegemónica, habrá quien se sienta tentado a
sostener que la literatura y, por tanto, las series, tienen los días
contados. Permítanme que disienta. Permítanme incluso no solo disentir
sino negarlo categóricamente. Eso no sucederá jamás. No mientras exista
un lunático, un pobre pero feliz lunático encerrado en una habitación
durante horas, a solas frente a una hoja en blanco, realizando juegos de
orfebrería con el lenguaje.
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