El problema, el pequeño inconveniente, la sutil contrariedad era que mi padre adquiría pocos décimos —uno, dos a lo sumo— en relación a ingente cantidad de participaciones que ponía en circulación. Es obvio que mi padre no lo hacía por error o descuido, sino con manifiesta voluntad de estafar, porque mi padre, ay, era un timador, de medio pelo, pero un timador al fin y al cabo. No era un lumbreras pero sí lo suficientemente despierto para saber que un par de décimos era matemáticamente insuficiente para cubrir las millares y millares de papeletas que, mal que bien, pergueñaba de manera un tanto rudimentaria. Lo llevaba a cabo con la colaboración cómplice de su familia, sus hijos y esposa, a los que asignaba diferentes tareas en la consumación del delito. Así, el talonario de participaciones iba circulando de mano en mano por encima de la mesa del comedor, y unos estampábamos el precio, otros el número, y otros el sello con los datos legales del lotero, como si, ya ven, de una cadena de montaje se tratara, al final de la cual se hallaba él, mi padre, que los amontonaba uno encima de otro y los palpaba con la fruición recaudatoria de uno de esos viejos avariciosos que aparecen en las novelas de Dickens .
El resultado de la estafa era que si el número en cuestión salía premiado, siquiera parcialmente (esto es, no era necesario que obtuviera el premio gordo, o un segundo o tercero, bastaba que a cada participación le correspondiera un duro por peseta invertida), se desataba el desastre, y mi padre, (y nosotros por extensión), nos convertíamos en delincuentes que habían cometido un timo que afectaba a los millares de personas que confiadamente habían adquirido las participaciones. Cuando tal cosa tenía lugar —y por desdicha tuvo lugar en muchas ocasiones— mi padre ponía pies en polvorosa, desaparecía sin dejar rastro, y era mi madre la que tenía que hacer frente a la reclamaciones furibundas —y legítimas— de la gente que reclamaba su dinero. Transcurridas unas semanas mi padre aparecía de madrugada en la puerta de casa para llevar a cabo, a hurtadillas, una veloz mudanza, con un camión alquilado en el que cargaba los bártulos más imprescindibles, entre los que nos encontrábamos nosotros.
2 comentarios:
Realmente es un milagro que tus hermanas y tu hayais salido indemnes ante tal panorama. Felices Fiestas
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