jueves, agosto 30, 2007

Allí empezó todo



A
veces se producen situaciones excepcionales en el transcurso de las cuales uno tiene la seguridad de que cuanto sucede en ese momento jamás podrá caer en el olvido, por insignificante o corriente que pueda parecer o en efecto sea, la escena o circunstancia acaba perpetuándose para siempre en nuestra memoria. A mí me ha ocurrido a menudo y casi siempre la música que escuchaba en esos momentos ha jugado un papel determinante para que se produjera ese pequeño encantamiento, quizá porque la música posee un poder evocador como ninguna otra arte es capaz de expresar. Yo he sentido deseos súbitos de llorar en medio de un torbellino de gente que paseaba en torno a mí yendo en todas direcciones, sólo porque en ese preciso instante ha sonado o he evocado una canción que ha logrado el prodigio inexplicable de aislarme de todo y transportarme a un lugar en el que sólo estaba yo y esa melodía extraordinaria que se diría mecía mi conciencia como una madre mece el sueño reparador de su bebé.

Me sucedió una vez en Badajoz. A los pocos meses de fallecer mi madre visité el pueblo donde ella había nacido, una pequeña y recóndita localidad diluida en medio de la nada en la Extremadura profunda. Todavía hoy no me explico qué me llevó a emprender ese viaje, impropio de mí, por lo común de naturaleza sedentaria y reacio a cuanta aventura me proponen si no es bajo persuasión o a cambio de una compensación que repare los contratiempos que depare la empresa.

Un día, en ese pueblo de Badajoz, a la caída de la tarde, con un cielo diáfano recortado en el horizonte por el perfil de la sierra abrupta y rocosa, salí a practicar footing por una carretera solitaria que zigzageaba en medio de inmensas extensiones de viñas y olivos. Llevaba conmigo una radio y sintonicé una emisora en la que ponían muy buena música. Al poco de empezar a correr sonó The Healing Game, una canción de Van Morrison por la que siento especial predilección. La voz de Morrison transformó aquel instante en un experiencia extraordinaria. Me detuve en medio de la nada y por un momento tuve la sensación de que el planeta entero se concentraba en esos acres de áspera tierra maltratada por una meteorología despiadada, y que tras aquel cielo bello y límpido como pocas veces he tenido oportunidad de contemplar, el mundo entero tenía puesto sus ojos en mí.

En Nueva York, durante el viaje de novios, en el barrio del Soho, Pilar y yo nos refugiamos del frío en una diminuta cafetería. Durante un corto espacio de tiempo, mi mujer se fue al lavabo y me quedé sólo frente al tirabuzón de vapor que ascendía de la taza del café con leche que había pedido. De repente la voz de Tracy Chapman sonó de fondo y se propagó por el local como el murmullo sutil de una conversación cercana, e inexplicablemente los ojos se me anegaron en lágrimas al punto que tuve que bajar la cabeza para no ser visto por la gente que ocupaba las mesas próximas. Si existe la felicidad completa yo la sentí en ese instante fugaz.

Anoche, cuando regresaba a casa del trabajo escuchando en el Mp3 un programa de cine y cultura de Cataluña Radio, emitieron un emotivo reportaje en el que dieron cuenta de la vida de la cantante norteamericana Eva Cassidy, a quien mi hermana Manoli me había dado a conocer tiempo atrás. Eva Cassidy es una intérptrete extraordinaria, con una voz prodigiosa que posee una capacidad ilimitada para transmitir emoción, que al fin y al cabo es el fin último que persigue todo arte, sea cual sea su disciplina. Eva Cassidy murió sin conocer el éxito, con 33 años a causa de un cáncer de cadera. Cuando anoche la escuché interpretar Yesterday, el inmortal tema de los Beatles, no pude evitar pensar que esa canción, grabada en 1965, había sido escrita única y exclusivamente para que 30 años después la interpretara Eva Cassidy. Os adjunto un vídeo en el que podréis constatarlo vosotros mismos.

Hoy, ahora mismo a decir verdad, mientras escribo de manera atropellada esta entrada que no pretendía que fuera tan extensa, sino apenas un modesto homenaje a Eva Cassidy, reflexiono sobre las circunstancias y contradicciones que depara el azar, y si cabe reprocharle la terrible arbitrariedad de arrebatarnos la voz talentosa de un ser semejante, o bien deberíamos sentirnos agradecidos y consolados porque antes de fallecer le permitió inmortalizar su arte, de tal manera que no se la llevó del todo, pues su música prolongará su existencia más allá de la nuestra, quizá más allá de lo que ella nunca pudo imaginar.

Y, no sé por qué ni cómo, me doy cuenta de que esa reflexión sobre la naturaleza del azar, ha obrado un pequeño milagro, y de repente he sabido, he sido consciente de por qué un día, hace años, emprendí viajé hacia el lugar donde había nacido mi madre. Lo hice porque de allí, de ese pueblo diminuto, de esa isla de casas bajas de fachadas encaladas situadas en medio de un océano de inmensas extensiones de tierra árida, de allí, nos guste o no, no sólo procedo yo o cualquiera de mis hermanas y sus hijos y los hijos de sus hijos, sino, de alguna manera que sólo el azar puede explicar, también Pilar y mi hija Martina, porque, ay amigos, allí, en ese rincón yermo y perdido, allí empezó todo.

miércoles, agosto 29, 2007

Mejor tonto que feo



Ya que la meteorología, obstinadamente adversa, ha impedido casi a diario visitar la playa y no ha dado tregua a este agosto desapacible, Pilar y yo hemos pasado el tiempo peregrinando de terraza en terraza, ocupando durante horas las butacas de cuanta cafetería o bar nos salía al paso a cambio de una paupérrima consumición. Yo por costumbre una coca cola o un helado, Pilar cerveza sin alcohol invariablemente. Tanta ha tomado en el decurso de estas semanas que sostengo la tesis que el día que se ponga de parto en lugar de aguas romperá cervezas.
Las horas, las más de las veces, han transcurrido inmersos ambos en la lectura, echando mano de la importante provisión de libros que hemos traído con nosotros, si bien ha habido tiempo de criticar a la variopinta fauna que desfilaba ante nosotros, que, vaya esto en nuestra defensa, se prestaba a ello con gozo y predisposición en gran mayoría de ocasiones y confirmaba el dicho de que en este mundo tiene que haber de todo.

En una de esas terrazas estábamos cuando Pilar rompió inopinadamente a reír. Leía una revista sobre embarazos y maternidad, y me mostró la causa de su risa, una consulta que una mujer en estado de buena esperanza realizaba por correo al ginecólogo que en la revista se ocupaba de esos pormenores. “¿Qué hago si mi hijo es feo”, inquiere la futura y atribulada madre. Por un momento me pongo en lugar de ese perplejo doctor que no obstante se esfuerza por permanece impertérrito para no dar a entender a la madre primeriza lo improcedente que resulta la pregunta, habida cuenta los muchos y muy variados y serios problemas que deberían inquietarla, en lugar de los meramente estéticos, secundarios cuando no por completo irrelevantes en situación semejante.

Durante mi adolescencia las secciones de consulta de determinadas revistas (Pronto, Superpop y sobre todo Vale,) aliviaron y esclarecieron muchas de las angustias y dudas de índole sexual que me asaltaban de continuo. Se podía decir que realizaban una importante labor pedagógica en aquellos asuntos que la sociedad todavía se mostraba reacia a tratar y en las familias existía asimismo una voluntad implícita y unánime para obviar temas que atañían al despertar inocente de la carne. Se conoce que los tiempos han cambiado a juzgar por las angustias trascendentales que reconcomen a esa mujer en ciernes de una maternidad inminente.

Me imagino frente a ella, bien caracterizado yo en el papel de ginecólogo, cabello engominado peinado cuidadosamente hacia atrás, ademanes corteses propios de un hombre que se ha procurado una cultura exquisita al margen de la necesaria para ejercer su profesión. Recibo visita, puestos a escoger, en una consulta inmaculada y muy espaciosa con grandes ventanales que dan a la Avenida Diagonal de Barcelona. La joven se sienta frente a mí.
–Ay, doctor, ¿y qué hago si mi hijo nace feo?, –me pregunta retorciendo acongojada las asas de su bolso Louis Vuitton. La silicona que atiborra sus labios obstaculiza la mueca de pesar que pretende dibujar para poner de manifiesto su disgusto.
Le respondo, tratando de disimular el estupor que me depara la naturaleza de su preocupación:
–Pues... ejem... mujer, si es feo... pues... bueno, a ver, ¿de qué tipo de fealdad estamos hablando? Porque aunque parezca mentira existen distintos grados, está la de ¡Puaj, quita de mi vista que poto! Está la de: Bueno eres feo pero con no mirarte. Está la de Feo feo de cojones, que como usted sabe tiene la ventaja de obtener importantes desgravaciones fiscales. En este último caso los especialistas aconsejan corregir o atenuar mediante cirugía nuclear las causas del problema, o directamente optar por el suicidio si la situación económica del interesado es precaria. En fin, como ve usted, las posibilidades son muchas, pero quizá debiera esperar a dar a luz y observar a su bebé y actuar en consecuencia. Mi consejo es, en cualquier caso, que concentre toda su atención en las carencias neurológicas y en el déficit intelectual. En su caso es mucho más probable que adolezca de ambas.
–Bueno –dice ella, exhalando un largo suspiro sin detenerse a pensar en el sentido exacto de mis palabras–, mejor tonto que feo, ¿no cree usted?
Asiento en silencio y miro de soslayo a través de los grandes ventanales. En efecto, este mundo tiene que haber de todo, pienso resignado.

jueves, agosto 23, 2007

Pilar y los prodigiosos veinte euros de su abuela


Como en lo que respecta a las matemáticas soy un completo desastre voy a exponer a continuación una duda o problema o situación ciertamente particular que vengo padeciendo u observando desde hace algunos años, a fin de que alguno de los lectores de este blog tengan a bien ayudarme a resolverla. Es sabido y repetido hasta el cansancio que las matemáticas no dejan nada al azar y todo cuanto de ellas procede es manifiestamente contable y constatable, y si a una manzana, pongamos por caso, se le suma otra manzana el resultado obtenido de esta sencilla operación no será nunca cuatro manzanas ni ocho ni doce sino dos, pues nada puede escapar a los designios de esta ciencia exacta, que precisamente por su doble naturaleza de ciencia y de exacta, presume de cabal y estricta en sus dictámenes, y en modo alguno se presta al libre albedrío.

La duda o el problema u situación que nos ocupa y es motivo de esta consulta pública se resume en que a mi señora esposa, Pilar, su abuela le obsequió años atrás con la cantidad de veinte euros, una cifra estimable pero insuficiente para jubilarse o adquirir un coche nuevo o viajar en crucero por el Bósforo o ni siquiera comprar una taladradora de doble tubo de amianto con broca de carbono y mango abatible.

Y sucede, pues, que constatando y sabiendo, merced a las leyes de las matemáticas mencionadas más arriba, que el número de objetos que se pueden adquirir desembolsando dicha cantidad son limitados, Pilar, no obstante, no ha dejado estos años de aparecer en casa pertrechada de toda suerte de artículos en relación con los complementos con los que las mujeres suelen lucir su vestuario, tales como pulseras, collares, pendientes, broches, pañuelos, diademas y bolsos, siendo con diferencia estos últimos, los bolsos, los que con mayor desafuero ha comprado, de tal forma que el perchero donde por costumbre los almacena, situado, para más señas, en el recibidor de casa, un mueble robusto, recio de madera oscura barnizada, con remates de acero lituano, se desmoronó un día a causa de la evidencia del peso excesivo con el que mi santa esposa lo castigaba. Y el de acero fundido y patas de titanio reforzadas con soporte de mármol Travertino cubiertas, a su vez, con resina de los inhóspitos bosques de la lejana Tahilandia, que finalmente sustituyó al difunto de madera, ya comienza a presentar síntomas de agotamiento y puede advertirse una leve curvatura en el centro mismo de la barra que augura suerte similar a la que corrió el malogrado perchero de madera. Tal es, pues, la cantidad de bolsos que mi santa esposa cuelga de sus sufridas extremidades. Y sucede que cuando, de manera bienintencionada, un servidor le pregunta a Pilar de dónde ha sacado el dinero para comprar tantos y tan variados artículos, ella responde:

Los veinte euros que me dio mi abuela.

Y cuando aparece con un collar nuevo con un pedrolo del tamaño de una pelota de tenis rodeando su cuello de gacela, de inmediato responde:

Los veinte euros que me dio mi abuela.

Y cuando, temerariamente, pasea por las muy pronunciadas aceras de nuestro barrio en dirección al Super que hay a la vuelta de casa para comprar una triste bolsa de croquetas, avanzando con una mano apoyada en la fachada para no rodar calle abajo, caminando como Chiquito de la Calzada a causa de unos zapatos con unos tacones de aguja de una altura vertiginosa, ella responde:

Los veinte euros que me dio me abuela.

Y cuando camino del trabajo me la cruzo en la escalera con diecisiete bolsos nuevos, introducidos hábilmente por el asa a lo largo de su brazo, ocupando el espacio que va de la muñeca hasta el hombro, y en la otra mano sostiene una bolsa de cuyo interior asoman seis camisas, medio millar de bragas, doce pantalones y unas botas de piel de cocodrilo ribeteadas con detalles de piel de canguro malayo, soy yo quien le pregunta:

¿De los veinte euros que te dio tu abuela? A lo que ella asiente, risueña y satisfecha y ufana.

Y ocurre que cuando, a bote pronto, efectúo una estimación de gastos, y calculo cuál puede ser el precio de cada uno de los objetos que mi señora ha adquirido, y a continuación sumo el total, sin duda debo errar en las cuentas que realizo a juzgar por el resultado obtenido, que siempre, y cuando digo siempre es siempre, excede en muchísimo los prodigiosos veinte euros de la abuela. Llegado este punto barrunto conjeturas que puedan explicar semejante fenómeno. Quizá la abuela, me digo, ha lanzado sobre los veinte euros algún tipo de sortilegio o hechizo ancestral e infalible que automáticamente cause el efecto extraordinario de duplicar el billete cada vez que mi esposa echa mano de él al bolsillo, de tal suerte que al poco de sacarlo aparece una copia exacta sustituyendo el billete empleado. También puede suceder que la ciencia de las matemáticas no sea tan infalible como cabía esperar y en algún vericueto desconocido del largo proceso de compra/venta los números sufran inexplicables metamorfosis que tal vez escapen a la razón de los entendidos en tales menesteres (matemáticos y demás lumbreras de laboratorio, a menudo tan absortos en las complejidades inextricables de la ciencia que son incapaces de advertir lo obvio). La posibilidad que menos he tenido a bien considerar es que mi santa esposa se haya sentido tentada a embaucarme, a engañarme, a ocultarme alguna información o dato esencial que me permita desentrañar este extraño fenómeno que estoy experimentando. Pilar, mi Pilar, no será capaz tal cosa. ¡Si la conoceré bien!

sábado, agosto 18, 2007

Los TEOAC



Paseando por entre las atracciones feriales que con motivo de las fiestas locales instalan cada año en Sant Feliu de Guixols, he recordado que hubo un tiempo, en este mismo hermoso pueblo de la Costa Brava en donde, dicho sea de paso, transcurrieron los mejores años de mi adolescencia, he recordado, digo, que mientras la mayoría de niños de mi edad aspiraban de mayores a ejercer profesiones tales como militar, astronauta, médico o bombero, por citar alguna de las tradicionales ocupaciones que por entonces lideraban la lista a la que un desorientado niño recurría cuando el atolondrado adulto de turno formulaba la tan manida pregunta tú chaval qué quieres ser de mayor, yo, en cambio, sólo deseaba ser Técnico Especialista en Obturaciones de Autos de Choque (en adelante TEOAC), titulación oficiosa que alcanzaban los individuos encargados de velar por el correcto funcionamiento de los autos de choque. ¡Cuánta admiración despertaban en mí aquellos tipos que saltaban de un coche a otro pertrechados tan sólo de un diminuto destornillador que guardaban en el bolsillo trasero de sus tejanos, y con el que desatascaban, diligentes y habilidosos, la ranura donde las fichas se quedaban con frecuencia atascadas! Repantigado como un gañán perdonavidas en uno de aquellos incómodos asientos tan característicos de semejante atracción, construidos, recordaréis, con gruesos tubos de hierro y situados en los márgenes de una pista rectangular, formada por pulidas planchas de metal cuadradas sobre la que los autos de choque circulaban veloces para embestir, en ocasiones salvajemente, a aquellos amigos o simplemente conocidos por los que uno sintiera cierta animadversión, o a la joven pubescente que despertaba nuestra todavía incipiente y cándida lascivia, y cuya atención pretendíamos llamar por las bravas. Pasaba yo, recuerdo, largo rato en aquellos asientos, admirándome de la destreza con la que los TEOAC saltaban de un vehículo a otro ayudándose, a la manera de un Tarzán que se desplazara en liana por los confines de sus dominios, de la larga barra vertical que se alzaba hasta el techo desde la parte trasera del auto de choque, y en cuyo extremo superior una chispa azulada resplandecía y chisporroteaba constantemente.

La música que de continuo emitían los enormes y atronadores altavoces, localizados por lo común en las esquinas de la pista, devenía de suma importancia para que la admiración que me inspiraban los TEOAC adquiriera la condición de rendida o entregada o incondicional, pues semejaba una banda sonora que magnificaba la labor que desempeñaban y la dotaba de una suerte de aura cinematográfica.

Vale decir que el trabajo que realizaban los TEOAC no se limitaba tan sólo al desatasco de la hendidura en cuestión, sino asimismo la de velar porque el tráfico fuera fluido y no se organizaran las melés que en efecto acababan formándose, esa concentración desordenada de vehículos en un palmo de terreno que los TEOAC, en cualquier caso, descongestionaban en un abrir y cerrar de ojos con la destreza que los caracterizaba; haciendo palanca con la mencionada barra casi levantaban en vilo los vehículos y con un giro poderoso los encaraban en dirección a la zona despejada de la pista. También intervenían cuando tenía lugar un altercado entre conductores, tan frecuente e inevitable a raíz de la vehemencia y el enardecimiento con el que algunos arremetían con los coches. Allí aparecían ellos, llamando al orden e imponiendo su autoridad incuestionable mientras un brillo aparecía fugazmente en su blanquísima dentadura.

No sé en qué momento de mi adolescencia desestimé la idea de ser un TEOAC ni qué pormenor concreto me llevó a desistir. Acaso fuera que la estética que rodeaba a la profesión acabara ciertamente desfasada con el devenir del tiempo, y no me convencieran ni los tatuajes de Amor de madre que lucían en sus brazos ni la gruesa cadena que les rodeaba el cuello, de uno de cuyos eslabones solía colgar un crucifijo del tamaño de una raqueta de tenis. Sin embargo todos los que en algún momento de nuestra vida hemos acudido a una feria y montado en los autos de choque estaremos eternamente agradecidos por su entrega y dedicación.

martes, agosto 14, 2007

Ratatouilli


Estamos de nuevo en Sant Feliu de Guixols concluida una estancia breve de dos días en Bellver de la Cerdaña, situado a treinta kilómetros de Andorra. Resulta impagable la sensación de pasar frío en pleno agosto, ataviarse de prendas de abrigo y deambular por las calles empedradas de este minúsculo pueblo en procura de esporádicos rayos de sol, echarse por encima las sábanas e incluso el edredón a fin de guarecerse de un frío que desconcierta por cuanto tiene de intruso. Casas con tejados de pizarra, soportales y ventanas de madera oscura, se diría recién barnizadas a juzgar por lo muy cuidadas que lucen. Echa uno la vista en derredor y sólo alcanza a ver enormes montañas cuyas cimas ocultan las nubes, las sombras de las cuales se deslizan por el lomo cubierto del verde tupido de las copas de los árboles. Adaptando su aspecto a la orografía azarosa del monte, las nubes avanzan a la velocidad caprichosa a la que sopla el viento.
Pasamos la tarde en Andorra, donde acabamos entrando en un cine para asistir al pase de Ratatouilli, la última maravilla de Pixar. El cine de animación, recuerdo, despertaba tiempo atrás reticencias y desdén en quienes incurrían en la absurda equivocación de menospreciar el público infantil o adolescente al que exclusivamente creían que estaba destinado, como si en cualquier caso semejante público no hubiera demostrado ya poseer mayor agudeza e imaginación y sensibilidad artística que un adulto medio. Me viene a la memoria unas palabras que, si no recuerdo mal, pronunció Alejandro Dumas: no entiendo cómo siendo tan listos los niños son tan tontos los adultos: debe ser cosa de la educación.

El cine, el buen cine, debe mostrarse desprovisto de géneros que lo delimiten, pues es, esencialmente, la narración de una buena historia, de un guión poderoso, de unos personajes verosímiles con cuyas vicisitudes nos sintamos identificados, independientemente de si sus actores son de carne y hueso o han sido creados por el lápiz de un dibujante talentoso. Lo que distingue a Pixar de otras empresas, además de su apabullante liderazgo en la calidad exquisita de la animación, es el cuidado meticuloso con el que elaboran los guiones. La historia es tanto o más importante que la animación, conscientes como son de que cualquier filme que carezca de un buen guión apenas consigue atrapar el interés del espectador no más de quince o veinte minutos. Por más artificios informáticos que empleen en su realización, sin no hay detrás una historia bien construida la película de derrumba como un castillo de naipes. Los prodigios técnicos alcanzan en Ratatouilli alturas nunca antes vista en una pantalla; las ratas, en efecto, semejan ratas que deparan idéntica repugnancia que las reales, sobre todo en las escenas en que aparecen en colonia, no así por separado, entonces poseen el encanto y la magia de cualquier bicho animado en la ya larga historia del cine de animación.

lunes, agosto 06, 2007

Divagando desde el Edén II

Como alguno de los blogs que suelo frecuentar han echado el cierre durante el mes de agosto, también yo había pensado hacerlo, habida cuenta que no parece esta la mejor época para recibir visitas. La playa y las terrazas ofrecen una competencia a la que difícilmente nadie opone resistencia. Sin embargo, he decidido publicar, de tiempo en tiempo, siquiera una entrada breve y no demasiado trascendente, no tanto por que aquí acontezca nada que merezca mencionarse cuanto por la necesidad física de escribir de la que a menudo soy presa. Pilar y yo, qué remedio queda, deambulamos por las calles abarrotadas de San Feliu de Guixols como dos perros ociosos a los que sus amos hubieran abandonado a su suerte. La mayor parte de tiempo lo pasamos sentados en los bancos situados a lo largo de la calle principal, derrengados a causa del terrible esfuerzo de no hacer nada. Allí sentados asistimos, frente a nosotros, a un trajín incesante de gente paseando de un lado a otro de la rambla, a la que más pronto que tarde acabamos haciendo objeto de nuestra crítica viperina y despiadada. Observamos con especial atención a las parejas que llevan bebés (San Feliu de Guixols, doy fe, concentra por metro cuadrado el mayor número de recién nacidos del planeta). Transcurren minutos y minutos sin que Pilar y yo crucemos palabra, entregados a la tarea de contemplar los bebés y adivinar o imaginar con cual de ellos guardará parecido nuestra Martina. Cómo de oscuro será su cabello, cuándo de grande tendrá los ojos, con cuánta fuerza aprisionará nuestro dedo cuando lo rodee con su mano diminuta. En ocasiones, ambos expresamos el deseo de que nuestra hija herede tal o cual cualidad del otro. Con humildad sospechosa los dos preferimos que posea cualidades del otro. A mí, a qué negarlo, me gustaría que poseyera el ingenio y las ocurrencias de las que a menudo hace gala su bisabuela. Ayer, sin ir más lejos, mientras veía en la televisión un programa del corazón, apareció en pantalla el panzudo y prematuramente alopécico Paquirrín. La abuela de Pilar, cavilosa, con el ceño fruncido y la vista fija en la pantalla, lo contempló en silencio largo rato y a continuación sentenció: Ese, de feo que es, no duerme por las noches.