sábado, marzo 31, 2007

Acopio de lecturas




Siempre que visito el centro de mi ciudad con ocasión de solventar cualquier papeleo enojoso, acabo mi periplo recalando en una librería. Esta semana no ha sido una excepción. Y tengo para mí, además, que el embarazo de Pilar incrementará, en adelante, las salidas con objeto de resolver los trámites que hasta ahora enmendaba ella con diligencia admirable y celeridad pasmosa, circunstancias ambas que yo soy incapaz de llevar a cabo de manera simultánea, y con dificultad y torpeza resignada cuando es una a una.
Pues bien, pese a que mi intención era la de deambular ocioso por entre las pilas ordenadas de libros, no he podido reprimir la tentación y he acabado adquiriendo la edición conmemorativa de Cien años de soledad. La idea inicial era que Pilar me lo regalara con motivo de Sant Jordi, pero el precio me ha parecido tan irrisorio que cuando me he querido dar cuenta ya tenía en una mano el ejemplar debidamente plastificado y en la otra la tarjeta de crédito debidamente vapuleada. De regreso a casa ocupé el tiempo en pensamientos banales, sosteniendo una conversación mental conmigo mismo sobre la meteorología, con la intención dilatoria y cobarde de eludir una circunstancia que no me quedó más remedio que afrontar al llegar a casa: reprimir por un tiempo los deseos de comprar libros porque la cantidad que acumulo pendientes de lectura empieza a ser alarmante incluso tratándose de mí. Contando los tres últimos libros maravillosos que mi amiga Clara nos ha regalado a Pilar y a mí para nuestra boda (nos los entregó en el interior de una hermosa caja, consciente, creo yo, de regalar un presente de valor incalculable) ya son no menos de quince los volúmenes que aguardan a ser leídos al filo de los anaqueles atestados de nuestra modesta biblioteca, en forma de desordenadas columnas que se alzan hasta el techo de la habitación, zigzagueantes, en un equilibrio precario que amenaza con desmoronarse en cualquier momento. Cito alguno de ellos: Los libros arden mal, de Manuel Rivas, Doctor Pasavento, de Vila-Matas, El mar, de John Banville, Estambul y Nieve, ambos de Orhn Pamuk, Llámame Brooklyn, de Eduardo Lago, Imperio, de Ryszard Kapuscinski, Obra esencial, de Chomsky, y un largo etcétera que evitaré enumerar para no aburriros. Por si fueran poco los libros que yo voy añadiendo insensatamente a esa lista, no hay día que Pilar no aparezca en casa con alguno sobre obstetricia, u otro que relate las desventuras noveladas de unos papas inútiles, o revistas sobre maternidad que sus compañeras de trabajo, desatadas y presas de un entusiasmo desaforado porque por fin la única que quedaba en la empresa por ser madre ya está por fin camino de serlo, le prestan a toneladas. A todo esto hay que añadir las obras de obligada lectura imprescindibles para realizar la prueba de acceso a la universidad en la que estoy inmerso, y los libros que por placer necesito para contrarrestar dicha imposición, pues pocas cosas hay que deteste más que leer libros por los que no siento interés. No acabaré este post, pues, sin recomendaros uno de ellos, un libro de relatos imprescindible, bellísimo, duro y conmovedor a partes iguales: Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez.
Y vosotros, ¿qué tenéis pendiente de lectura o estáis leyendo en estos momentos?

martes, marzo 27, 2007

Por eso se les invita

Lo malo de formular preguntas retóricas es que cabe el riesgo de que sean contestadas. En relación al boicot alucinante que el PP ha promovido contra PRISA, Rajoy ha dicho esta mañana que “si somos tan deleznables por qué se nos invita”, en alusión a los medios de comunicación que forman parte del grupo PRISA y que reclaman o solicitan en sus programas la presencia de políticos del PP. Pues se les invita, señor Rajoy, porque es beneficioso para la higiene mental de las personas saber en qué te puedes transformar a poco que bajes la guardia y descuides alentar el sentido de la autocrítica, que es el paso previo que nos legitima par ejercer la crítica con fundamento. Se les invita a acudir a medios progresistas porque si no lo hicieran sólo les quedaría el refugio lóbrego de la prensa sensacionalista que propaga infundios y alienta conspiraciones, que miente, en definitiva, sin pudor y sin respeto. Se les invita, en suma, porque con frecuencia sólo la presencia del sudor alerta de la urgencia de lavarse.

jueves, marzo 22, 2007

Rigor científico



Para todos aquellos amigos que todavía desconozcan la noticia, es de justicia dejar constancia escrita de ella en este blog: Pilar y yo seremos padres en noviembre. Todavía estamos ambos bajo los efectos de una suerte de estupor paralizante, ajenos aún, creo yo, a la trascendencia real de asunto tan peliagudo, y me temo que así seguiremos mientras no percibamos físicamente los síntomas del embarazo. Cosa bien distinta será, sospecho, cuando la paulatina transformación que experimente el vientre de Pilar preludie en su interior la existencia definitiva de un ser creado por ambos. Quizá sólo entonces seremos plenamente conscientes de esa maravillosa prestidigitación que la naturaleza es capaz de obrar en el cuerpo humano. El caso es que en este corto espacio de tiempo transcurrido desde que nos hemos enterado, me ha llamado vivamente la atención algunos pormenores relacionados no tanto con el propio embarazo como con la reacción dispar que éste suscita en algunas personas. Personas, además, de una inteligencia incuestionable y de proceder racional y nada dadas, por lo general, ha dejarse llevar por supersticiones disparatadas o prácticas más propias de la brujería o tradiciones ancestrales que de la ciencia moderna. En ese sentido las pesquisas para averiguar el sexo de nuestro futuro hijo se llevan la palma. Por ejemplo, no habían transcurrido unos pocos minutos desde que le comunicamos la noticia, que mi hermana Manoli ya sostenía en su mano una cadenita cuyo suave balanceo observaba con el ceño fruncido y los labios contraídos en una mueca expectante para decretar de forma inapelable el sexo del bebé. Para métodos rigurosos, sin embargo, cabe destacar los que a Pilar le sugieren sus compañeras de trabajo. Por ejemplo Dolors, que en el transcurso de una conversación en la que se conoce departían sobre dicho asunto, le pidió a mi mujer que introdujera las dos manos en sendos bolsillos y seguidamente las sacará y se las mostrara extendidas. Según habían quedado las manos el dictamen de Dolors fue concluyente: tendrás un hijo. Éso es rigor científico y lo demás son paparruchadas. Pero el number one de los procedimiento para averiguar dicho pormenor (en su último número la prestigiosa revista médica norteamericana The grandmothers and their methods of I diagnose in obstetrics lo sitúa en primera posición a mucha distancia de sus inmediatos seguidores), cortesía asimismo de las compañeras de trabajo de Pilar –según parece la próxima Convención Internacional de Obstetricia tendrá lugar en las oficinas que ellas ocupan e impartirán, las amigas de Pilar, conferencias a las que asistirán como oyentes las principales eminencias mundiales en el tema–. El método en cuestión es de una sencillez apabullante: según la manera en que una preñada entra en el váter, tendrá un niño o una niña. Ahí es nada. Ahora bien, a mi me asalta una duda que no es baladí: ¿influye en el sexo del niño sólo la forma en que accedes al lavabo o también el motivo por el que accedes? ¿La índole de las evacuaciones predestina al bebé a una vida más o menos azarosa? De ser así cobrarían sentido tantas cosas. Continuaremos informando.

sábado, marzo 17, 2007

Buenas tardes.
Buenas tardes.
¿A qué piso va?
Al 18, por favor.
Ah, qué casualidad, yo también.
Tampoco tanta.
¿Tanta qué?
Tanta casualidad, tampoco es tanta casualidad.
Hombre, que en un edificio de 50 pisos vayamos los dos al 18, pues es casualidad, qué quiere usted que le diga.
Seguramente muchos de los 50 están vacíos o se utilizan sólo de almacen, lo que reduce el número considerablemente.
Bueno, pongamos que se quedan en 25. Sique siendo una casualidad. Podría usted ir a cualquiera de los 25 excepto el 18 y no es así. Va al 18. Igual que yo. Ya es coincidencia.
Qué no hombre, que no lo es por más que se empeñe usted.
Bueno, yo creo que sí la es y ya está.
Bueno, si le hace feliz.
Ni feliz ni nada. Es un hecho objetivo. También son ganas de llevar la contraria.
¿Qué quiere usted que haga? ¿Darle la razón como a los tontos?
Tampoco es eso. No sé, se trata sólo de charlar.
Claro, ahí quería yo llegar. Se trata de hablar a toda costa, de lo que sea pero hablar. ¿Ha pensado la de conversaciones estúpidas que se sostienen en ascensores sólo porque la gente no es capaz de reprimir el deseo de decir vaguedades? Y todo para quedar bien, sólo por educación. Pues mire lo que le digo: conmigo no es necesario que quede bien. Tiene mi bendición para permanecer en absoluto silencio, no pensaré de usted que es un mal educado por hacerlo. Hasta le voy a lanzar un elogio, para que vea que me he dado cuenta del detalle: valoro su intención de inicar una conversación sin echar mano de la sobada meteorología. Lo valoro de verdad. Dicho lo cual, no es esfuerce más y concluyamos el viaje en silencio hasta el piso 18, y si le he visto no me acuerdo.
Tiene usted un punto de borde y desagradable que tira pa trás, oiga.
No seré yo quien le quite la razón, me conozco mejor que nadie, pero prefiero pecar de borde que de previsible y falto de imaginación, que es donde usted flaquea.
En cambio usted está cargado de prejuicios. De elaborar críterios en función de supuestos equivocados. Y no sé qué es peor...
¿Y en qué me he equivocado? Lo he visto entrar y he pensado: este es de los que no callan. Y ya ve, no ha tardado ni un segundo en confirmar mis sospechas. Así que lo que llama prejuicios no ha sido más que un pronóstico acertado.

jueves, marzo 15, 2007

Carpintería



En una de las dos butacas contiguas a las que yo ocupo en el autocar que me trae de regreso a casa un hombre mantiene una conversación por el móvil que atrapa la atención de cuantos estamos próximos a él. Enseguida asumo resignado que mis pretensiones iniciales de estudiar u ojear los apuntes el tiempo que se prolonga el trayecto de Barcelona a Mataró –poco más de cuarenta minutos– se van al traste nada más advertir el tono elevado en el que el individuo se expresa, pues será imposible reprimir la curiosidad de escuchar los pormenores de la charla. El tipo, pasada la treintena, muy alto, cabello rubio, bien parecido y culto a juzgar por el lenguaje que emplea, explica que después de unos meses de relación con una mujer ha decidido romper. Las causas: las malas artes que parece utilizar ella para irrumpir en su vida a tiempo completo e invadir un espació vital que él todavía no está dispuesto a ceder. Ambos poseen vivienda propia, él asegura que pernocta en casa de ella cinco días a la semana, lo cual no es suficiente para satisfacerla. Manifiesta su disgusto por el afán desmesurado que ella muestra por conocer a toda su familia para, explica él a su interlocutor, impregnar la relación de una «oficialidad» virtual, de tal modo que en caso de dificultades la ruptura sea más costosa o menos probable o más meditada. La intención del hombre era plantearle a la mujer una ruptura en términos pacíficos, es decir, reconducir la relación a ese estado de amistad utópica tan pretendido por muchos como logrado por pocos. A ese respecto la respuesta de ella había sido contundente e inequívoca: o eran pareja o no eran nada.
A esas alturas de la conversación echo un vistazo a las dos mujeres que ocupan las butacas que él tiene delante y advierto que permanecen en un silencio infrecuente. Se trata de dos jóvenes estudiantes con las que coincido a diario en el autocar y que generalmente destacan por su locuacidad. Ahora padecen una mudez súbita, concentradas por entero en las vicisitudes de las que ese tipo da cuenta al teléfono. Miro la libreta de apuntes que sostengo abierta en mis manos y me doy cuenta de que, aunque la he mirado para disimula, no he pasado página desde hace veinte minutos, atento como estaba, también yo (sobre todo yo), a los amores contrariados del tipo. Caigo en la cuenta entonces que lo único que en ese momento me importa es que el viaje no llegue a destino sin que antes el hombre desvele cuál ha sido el desenlace de lo sucedido.
He aquí, me digo mirando de soslayo a las dos jóvenes, el motivo de por el que se relatan historias, la razón de la ficción, la respuesta a la pregunta que durante siglos se han formulado muchos respecto a cuál es la finalidad última de la literatura: el ser humano necesita contar y que le cuenten historias, las personas precisamos satisfacer la voraz curiosidad que nos consume.
En El arte de la ficción David Lodge señala que toda narración se sustenta en un artificio irrenunciable: suscitar el interés del lector mediante la formulación constante de preguntas cuya respuesta va posponiendo calculadamente el autor con objeto de aumentar la curiosidad del espectador hasta hacerla insoportable. Dice Gabriel García Márquez que el inicio de Crónica de una muerte anunciada («El día que lo iban a matar Santiago Nasar se levantó a las 5,30 de la mañana…») estaba pensado para atrapar la atención del lector desde el principio. Añade el escritor colombiano que a mitad de escritura del primer capítulo se le presentó un temor, a saber, que pudiera darse el caso que el lector, llegado el final de ese primer capítulo, acuciado por la necesidad urgente de saber si mataban o no a Santiago Nasar, saltara a la última página para averiguar si efectivamente le daban muerte. Para que tal cosa no sucediera se le ocurrió que la última frase con la que concluiría el primer capítulo debía revelar que en efecto lo habían asesinado («no se moleste, ya lo mataron»), de esa forma, señala el Nóbel, el lector proseguiría la lectura ordenada de la novela con objeto de averiguar cómo y cuándo lo mataban.
Gabriel García Márquez denomina la carpintería de una novela a todo ese proceso mediante el cual un escritor experto construye un armazón destinado a embaucar al lector, a hipnotizarlo y conducirlo hasta el final de la obra, manejando magistralmente los resortes que alimentan la intriga, controlando en todo momento el ritmo narrativo y dosificando la revelación de elementos que contribuyan a hacer crecer la curiosidad hasta límites insoportables.
A poco de llegar a Mataró el hombre dar por concluida la conversación asegurando que interrumpir definitivamente esa relación ha sido una apuesta de futuro, pues de no haberlo hecho está convencido de que habría acabado convertido en un «calzonazos», en un pusilánime gozosamente manejado por esa supuesta arpía. Cuando se despide de su interlocutor (interlocutora en realidad, pues se dirige a ella con un «hasta pronto tesoro») yo intento concentrarme de nuevo en la lectura de los apuntes sin dejar de pensar si tesoro no será responsable indirecta de esa ruptura, o por qué no directa, conspirando acaso tras el disfraz de una noble amistad siempre dispuesta a dar consuelo al amigo aquejado permanentemente de mal de amores, mientras aguarda al acecho para saltar sobre la presa vulnerable. ¿Será cierta mi hipótesis? Maldita curiosidad insatisfecha.

domingo, marzo 11, 2007

11-M




Hoy se cumplen tres años. Por aquellos días yo había adquirido mi recién estrenada condición de desempleado y todas las mañanas desayunaba como un marqués venido a menos mientras veía las noticias. Al poco de sentarme y depositar el café con leche sobre la mesita baja situada frente al televisor advertí el texto que se deslizaba en horizontal de izquierda a derecha en la parte inferior de la pantalla. Informaba de varias explosiones simultáneas en Madrid con un número todavía indeterminado de muertos que a lo largo de la mañana fue aumentando vertiginosamente para espanto de todos los que asistíamos con estupefacción a la sucesión de acontecimientos que los medios de comunicación iban desvelando con idéntico estupor. Al poco anunciaron que al mediodía se habían concertado concentraciones populares frente a los ayuntamientos de todo el país. Me dirigí al de mi ciudad y me uní a las numerosas personas congregadas, y a la conclusión de esa improvisada y emotiva demostración de duelo fue cuando por primera vez alguien me planteó la posibilidad de que ETA no estuviera involucrada, como hasta ese momento creíamos todos, y se tratara en cambio de un atentado terrorista obra del fundamentalismo islámico.

Lo demás es historia. Por más que algunos indeseables se hayan conjurado para tergiversarla y otros muchos hayan depuesto su sentido común e inteligencia y hayan decidido prestarse a ser pábulo de mentirosos y agitadores sin escrúpulos y prensa sensacionalista cuya estrategia les ha desacreditado irremediablemente. La verdad es una y todos la sabemos, hasta los que se obstinan en eludirla porque admitirla es tanto como realizar un sano ejercicio de autocrítica y aceptar la responsabilidad de lo sucedido, que es mucha y muy concreta y el paso del tiempo, el lento e inapelable transcurrir del tiempo (ese anciano ciego que señala certeramente con dedo tembloroso) acabará por rendir cuentas y situar a cada uno en el lugar que la historia les tiene asignado.

La fotografía que encabeza este post es una instantánea de Zahira Obaya, una gaditana de 24 años. Zahira salvo la vida milagrosamente en los atentados de Madrid. Perdió un ojo y sufrió terribles heridas en el rostro y ha necesitado desde entonces someterse a numerosas operaciones. La imagen muestra el momento en que se plantó a pocos centímetros de los despojos humanos que intentaron matarla, en la sala donde se les juzga, y con los brazos en cruz y gesto imperturbable, los miró a los ojos para que esa escoria nauseabunda constatara que con ella no lo habían conseguido, que estaba viva y seguiría estándolo el tiempo necesario para alimentar sus malas conciencias de cobardes indecentes. Explica Zahira que ninguno tuvo valor de aguantarle la mirada. Zahira ha vencido y ellos no.
Ha declarado la pizpireta y malintencionada Esperanza Aguirre que la prisión atenuada concedida a De Juana Chaos es el suceso más grave acontecido en España desde la transición. Me gustaría saber si esa señora tiene valor suficiente para mirar a los ojos de Zahira y decirle semejante embuste (semejante cobardía indecente ) a la cara. Que le diga a ella y al resto de supervivientes y también a la familia de los muertos y ya de paso a todos nosotros y por qué no al resto del mundo que asiste con expectación al desarrollo ejemplar del juicio, que nos diga, que declare, que proclame, que tenga el coraje y el arrojo de mirarnos a los ojos y repetir esa barbaridad.

¿Qué queda de aquellos días? En lo que a mí respecta jamás me he sentido más orgulloso que entonces de este país, no sólo por la ilimitada generosidad que mostraron quienes en Madrid decidieron volcarse en ofrecer ayuda a las familias de las víctimas, o la multitud que salió a la calle en el resto de España para hacer lo único que estaba en su mano: mostrar respeto a los muertos y acompañar en silencio el dolor desgarrador de los familiares que aquella mañana se despidieron de amanecido de los suyos sin saber que no volverían a verlos con vida.
No sólo por todo ello, digo, me sentí orgulloso de este país, de este país cuyo atávico complejo de inferioridad lo impele continuamente a mirarse con asombro adolescente en el espejo de otros países sin advertir o valorar o convencerse de lo que él es capaz. Protagonizamos, todos los que nos sentimos engañados y percibimos el hálito pútrido de mentira en las palabras de Acebes, un hecho sin precedentes que pasará a los anales de la historia: mandamos a la oposición, legítimamente, a un Gobierno que contaba con mayoría absoluta. Nunca antes se había dado situación semejante. Y lo hicimos pacíficamente y realizando un ejercicio de madurez y responsabilidad como pocos se han visto en la historia contemporánea. Eso hicimos, señores, detectamos la mentira y la castigamos.

viernes, marzo 09, 2007

Se manifiestan

La extrema derecha del PP corrompe todo lo que cae en sus manos. También el derecho a manifestarse, pues lo ejerce bajo un lema embustero detrás de cual acecha un resentido espíritu de revancha por el 14-M. Me produce en todo caso satisfacción constatar cómo la ultra derecha española goza de las conquistas alcanzadas por la izquierda en lo que a libertades se refiere. Gracias a ella –a la izquierda– han conocido la sensación que se experimenta al manifestarse, después de pasarse cuarenta años impidiendo que no lo hiciera nadie y reprimiendo duramente a quien tuviera el valor de desoír esa prohibición. También, si así gustan (¡y vaya si gustan!) pueden divorciarse, y asimismo casarse si son gays, y todo ello gracias a la izquierda y después de oponerse con obcecación a las medidas de las que luego han echado mano casi con avaricia. Qué obscenos. Podrían, cuando menos, mostrar cierto agradecimiento o reconocer la deuda contraída con el progresismo español. Si por ellos fuese todavía continuaríamos en ese régimen putrefacto por el que tanta nostalgia sienten muchos de los que hoy se sientan en la cúpula de ultraderecha del PP. Los muy simples idolatran la figura pusilánime de Paquito, y no han tardado en sustituirla por la del hierático y mediocre Joselito, si bien éste asegura que es un hombre de profundas convicciones democráticas (permitidme un receso para manifestar mi hilaridad mediante onomatopeya: ja, ja, ja. Ya está, continuemos). Lo cierto es que tener a uno o a otro como ídolos me parece conformarse con bien poco, síntoma inequívoco de poseer escasa ambición intelectual. Pero cada cual es libre de escoger el espejo en que mirarse. En cualquier caso que se manifiesten, que lo hagan una y mil veces, cada día si así lo desean. No por ser la ultraderecha carecen de ese privilegio. Ahí radica la grandeza.

martes, marzo 06, 2007

Gabo



La primera novela que leí de él fue Crónica de una muerte anunciada. Yo apenas contaba doce años y a Gabriel García Márquez le acababan de conceder el Nóbel de literatura y gozaba ya de una popularidad merecidísima pero infrecuente para tratarse de un escritor de la profundidad del colombiano. Lo hice a instancias de Luis, un excelente profesor de castellano que tenía el don de transmitir su pasión desaforada por los libros como poca gente que yo haya conocido nunca. Sostenido en sus manos un libro dejaba de existir como un mero artefacto cosificado y mudaba en objeto promisorio que encerraba en sus páginas la incertidumbre de mil aventuras por desvelar.
Gabriel García Márquez cumple 80 años y en 2007 se conmemora el 40 aniversario de la publicación de su novela más conocida, Cien años de soledad, una obra maestra escrita con la prosa bella e inconfundible de un escritor que posee la extraña habilidad de narrar las historias de la única forma que pudieron ser narradas. Todavía no había acabado yo de pronunciar las últimas palabras con las que concluye ese libro maravilloso que ya estaba pensando en empezarlo de nuevo, tal fue la imprenta inextinguible que había de dejar en mí esa novela fascinante. Desde entonces he frecuentado su lectura más veces de las que puedo recordar. Otra certeza hubo de instalarse en mi cabeza a raíz de esa lectura reveladora: algún día sería escritor. Y en eso estoy, persuadido aún por la idea pertinaz y acaso disparatada de que más pronto que tarde las historias que se me amontonan en la cabeza hallaran el digno refugio de un libro. Vaya en su honor mi particular homenaje, uno de los principios más hermosos con los que se ha dado inicio a una novela:

"Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo..."

viernes, marzo 02, 2007

El carro


Ya he mencionado aquí en alguna ocasión las dos personalidades opuestas que gobiernan a Pilar, mi señora esposa. Hasta nos hemos tomado la libertad, Pilar y yo, de asignarles a ambas un nombre que resumiera o sugiriese la idiosincrasia de cada una de ellas. Agustina la de la Esquina, recordaréis, designa a la más agreste y despreocupada y con hábitos propios, diría yo, de una mujer que descuidada por completo sus formas y su aspecto o cuando menos tiene una idea poco ortodoxa de lo que es guardar consonancia con la moda actual, o más bien se obstina en seguir la que prevalecía en tiempos pasados o, en suma, le trae al pairo nada que tenga que ver con el glamour. Carrie Bradshaw, la otra, es sofisticada y permanece atenta a las novedades que se producen en ese mundo caprichoso para incorporarlas de inmediato a su provisión de frivolidades. Al convivir con ambas me doy cuenta de que las oportunidades para que Agustina la de la Esquina se manifieste son cada vez menores. Hasta ahora había una momento de la semana en que resultaba inevitable que Agustina apareciera en toda su plenitud: la compra de la fruta y verdura que los sábados realiza Pilar en el mercadillo de Cerdanyola. No existe ocasión más propicia para que surja la maruja –no otra cosa es Agustina al fin y al cabo– que toda mujer lleva dentro que el escenario desordenado de motín que simula ser un mercadillo: abrirse paso entre una multitud que reprende a voces al dependiente de turno, pasear con un viejo monedero bajo la axila y tirando, mal que bien, de un carro rebosante de verdura y fruta como quien tira de un niño que se detiene embelesado en todos los escaparates que le salen al paso, es sin duda un escenario en que Agustina la de la Esquina se desenvuelve con habilidad. Pues bien, desafortunadamente semejante escena no volverá a repetirse. Recientemente Pilar se presentó en casa con una flamante adquisición: un carro de color rosa fosforescente con grandes ruedas y llantas de aleación y diseño aerodinámico que nada tiene que ver con el aparatoso vehículo clásico que toda la vida han cargado nuestras madres. Ahora se pasea con su carro superguay por entre el resto de señoras como quien circula con un flamante descapotable en medio de una concentración nostálgica de SEAT Panda. Pero la cosa no acaba ahí. Para que todo parecido con una maruja de mercadillo sea pura coincidencia me confiesa que desde el sábado pasado realiza la compra con el IPod que compramos en Nueva York colgado del cuello, escuchando a Leonard Cohen y puestas sus gafas de sol Oscar de la Renta adquiridas en los almacenes Century-21 de la ciudad de los rascacielos. Dudo que exista algún precedente de maruja cuya estética guarde parecido, siquiera casual, con el que Pilar luce ahora por entre los puestos a la intemperie del mercadillo de Cerdanyola, acaso alguno de esos personajes que deambulan frecuentemente con un viejo transistor pegado a la oreja cuya antena extendida apenas se sostiene en alto precariamente gracias a un pedazo de esparadrapo renegrido por el manoseo, pero en modo alguno nadie con un IPod. Carrie es mucha Carrie.