A veces se producen situaciones excepcionales en el transcurso de las cuales uno tiene la seguridad de que cuanto sucede en ese momento jamás podrá caer en el olvido, por insignificante o corriente que pueda parecer o en efecto sea, la escena o circunstancia acaba perpetuándose para siempre en nuestra memoria. A mí me ha ocurrido a menudo y casi siempre la música que escuchaba en esos momentos ha jugado un papel determinante para que se produjera ese pequeño encantamiento, quizá porque la música posee un poder evocador como ninguna otra arte es capaz de expresar. Yo he sentido deseos súbitos de llorar en medio de un torbellino de gente que paseaba en torno a mí yendo en todas direcciones, sólo porque en ese preciso instante ha sonado o he evocado una canción que ha logrado el prodigio inexplicable de aislarme de todo y transportarme a un lugar en el que sólo estaba yo y esa melodía extraordinaria que se diría mecía mi conciencia como una madre mece el sueño reparador de su bebé.
Me sucedió una vez en Badajoz. A los pocos meses de fallecer mi madre visité el pueblo donde ella había nacido, una pequeña y recóndita localidad diluida en medio de la nada en la Extremadura profunda. Todavía hoy no me explico qué me llevó a emprender ese viaje, impropio de mí, por lo común de naturaleza sedentaria y reacio a cuanta aventura me proponen si no es bajo persuasión o a cambio de una compensación que repare los contratiempos que depare la empresa.
Un día, en ese pueblo de Badajoz, a la caída de la tarde, con un cielo diáfano recortado en el horizonte por el perfil de la sierra abrupta y rocosa, salí a practicar footing por una carretera solitaria que zigzageaba en medio de inmensas extensiones de viñas y olivos. Llevaba conmigo una radio y sintonicé una emisora en la que ponían muy buena música. Al poco de empezar a correr sonó The Healing Game, una canción de Van Morrison por la que siento especial predilección. La voz de Morrison transformó aquel instante en un experiencia extraordinaria. Me detuve en medio de la nada y por un momento tuve la sensación de que el planeta entero se concentraba en esos acres de áspera tierra maltratada por una meteorología despiadada, y que tras aquel cielo bello y límpido como pocas veces he tenido oportunidad de contemplar, el mundo entero tenía puesto sus ojos en mí.
En Nueva York, durante el viaje de novios, en el barrio del Soho, Pilar y yo nos refugiamos del frío en una diminuta cafetería. Durante un corto espacio de tiempo, mi mujer se fue al lavabo y me quedé sólo frente al tirabuzón de vapor que ascendía de la taza del café con leche que había pedido. De repente la voz de Tracy Chapman sonó de fondo y se propagó por el local como el murmullo sutil de una conversación cercana, e inexplicablemente los ojos se me anegaron en lágrimas al punto que tuve que bajar la cabeza para no ser visto por la gente que ocupaba las mesas próximas. Si existe la felicidad completa yo la sentí en ese instante fugaz.
Anoche, cuando regresaba a casa del trabajo escuchando en el Mp3 un programa de cine y cultura de Cataluña Radio, emitieron un emotivo reportaje en el que dieron cuenta de la vida de la cantante norteamericana Eva Cassidy, a quien mi hermana Manoli me había dado a conocer tiempo atrás. Eva Cassidy es una intérptrete extraordinaria, con una voz prodigiosa que posee una capacidad ilimitada para transmitir emoción, que al fin y al cabo es el fin último que persigue todo arte, sea cual sea su disciplina. Eva Cassidy murió sin conocer el éxito, con 33 años a causa de un cáncer de cadera. Cuando anoche la escuché interpretar Yesterday, el inmortal tema de los Beatles, no pude evitar pensar que esa canción, grabada en 1965, había sido escrita única y exclusivamente para que 30 años después la interpretara Eva Cassidy. Os adjunto un vídeo en el que podréis constatarlo vosotros mismos.
Hoy, ahora mismo a decir verdad, mientras escribo de manera atropellada esta entrada que no pretendía que fuera tan extensa, sino apenas un modesto homenaje a Eva Cassidy, reflexiono sobre las circunstancias y contradicciones que depara el azar, y si cabe reprocharle la terrible arbitrariedad de arrebatarnos la voz talentosa de un ser semejante, o bien deberíamos sentirnos agradecidos y consolados porque antes de fallecer le permitió inmortalizar su arte, de tal manera que no se la llevó del todo, pues su música prolongará su existencia más allá de la nuestra, quizá más allá de lo que ella nunca pudo imaginar.