miércoles, julio 25, 2007

La escopeta



Mientras desayuno en la terraza de una cafetería próxima a casa contemplo cómo cae del cielo una cría de gorrión que, tras aletear frenéticamente para intentar levantar vuelo o acaso reducir la velocidad de descenso con objeto de atenuar los efectos del impacto, se precipita en zigzag contra el suelo como un dibujo animado de la Warner, pese a lo cual, en el último momento, realizando un quiebro vertiginoso en la trayectoria de caída, consigue posarse sano y salvo sobre la acera. Con un torpe movimiento de las alas se desplaza hasta el interior del local y se cobija bajo el reposa pies del mostrador. Al poco aparece un hombre que se conoce ha sido testigo del peregrinaje alocado que ha realizado el pajarito, pero que no ha alcanzado a ver dónde ha ido a parar. Inicia su búsqueda con similar zozobra con la que un abuelo rastrearía el paradero de un nieto extraviado en medio de una multitud. Atisba en cuclillas bajo mi mesa y las de alrededor, retrocede para ampliar el campo de visión y realiza, con el ceño fruncido y los brazos en jarra, un rastreo general de la Zona cero. Finalmente le indico dónde se encuentra y lo atrapa sin mayor problema y acto seguido desaparece calle arriba, con una sonrisa de enorme satisfacción dibujada en la cara, acariciando con el dedo pulgar la cabeza que sobresale de entre el enrejado de dedos con los que ha improvisado una jaula.

Esa escena rescata un recuerdo de la infancia. Cuando yo era adolescente, en Sant Feliu de Guixols, formaba parte de un grupo de amigos que mostraban un interés desmesurado por todo cuanto guardara relación con los pájaros. En los patios de sus casas tenían palomares llenos de palomas a las que agasajaban con toda clase de atenciones que a mí, en extremo escrupuloso, se me antojaban excesivas cuando no repugnantes, como darle de beber introduciendo su pico en la boca de ellos, previamente llena de agua. Allí estaban ellos, con las mejillas infladas y medio pico del ave en el interior de sus labios contraídos, saciando al sediento.

A menudo salían de caza echando mano de un método que a mí me pareció, cuando tuve conocimiento de él, de lo más curioso. Subían (subíamos en realidad, yo los acompañaba como mero pero complacido observador) a una montaña cualquiera y buscaban una zona en la que abundaran los arbustos, a continuación impregnaban sus ramas con un producto llamado, recuerdo, liria, una sustancia pegajosa de color verde (parecía chicle) en la que todo pájaro que se posaba quedaba atrapado.

Pese a que a mí nunca me acabó de seducir esa obsesión que perseguía a mis amigos de echar el lazo a todo bicho con pluma que les saliera el paso (yo era más de pasar horas y horas jugando con los Geyperman, unos muñecos articulados que estimularon mi imaginación durante buena parte de mi infancia), aproveché que en casa gozábamos de una desacostumbrada holganza económica (tales situaciones no solían producirse y cuando lo hacían eran, creedme, de muy corta duración), aproveché, digo, para pedirle a mi padre que me comprara por Reyes una escopeta de balines. Mi padre no sólo accedió sin poner la menor objeción, sino que adquirió además una mira telescópica, con la que el rifle guardaba un parecido más que razonable con las armas que portaba mi Geyperman, lo que me puso, demás está señalar, loco de contento.

Ignoro lo que pensarían mis amigos cuando me vieron aparecer con la escopeta. El caso es que mientras ellos untaban con liria los arbustos, yo me agazapé tras unos matorrales próximos, emulando las mismas posturas de guerrilla en las que situaba mis muñecos sobre el mueble del comedor de casa, lugar donde transcurrían la mayoría de aventuras en que yo les embarcaba. Aguardé largo rato la aparición de mis futuras presas, en tanto mis amigos, no sin cierto sarcasmo y regocijo manifiesto, jaleaban al unísono la caza de cada uno de los muchos pájaros que atraparon ese día, mientras yo, encogido tras los matorrales, no efectuaba un solo disparo. A última hora de la tarde, aburrido y a punto de desistir, vi cómo un gorrión se posaba en un arbusto. Apoye la culata en la mejilla y rastreé su paradero con la mira telescópica. Allí estaba, sujeto con sus zarpas diminutas a un rama quebradiza que se balanceaba levemente. Apreté el gatillo, se oyó un zumbido sordo y el pájaro desapareció entre las hojas. Me acerqué en su busca. Rastreé el lugar y lo hice, caigo ahora en la cuenta, de manera similar a la que el hombre ha buscado por la acera y bajo mi mesa el temerario gorrión caído del cielo.

No tardé en encontrarlo. Yacía moribundo entre la hierba, el lomo, cubierto de una sangre oscura, subía y bajaba sin cesar. Deslicé por él mi dedo índice y sentí un palpitar cálido. Lo retiré rápidamente, como si quemara, y me marché a toda velocidad, dejándolo allí.
Creo que esa fue la última vez que cogí aquella escopeta. Con el andar del tiempo, mi padre, a fin de paliar nuestra deteriorada situación económica, a la que más pronto que tarde acabábamos volviendo sin remedio (la cabra, ya sabéis, tira al monte), terminó por venderla o empeñarla. Qué sé yo. El caso es que desapareció de casa y no volví a saber de ella.
Contemplo al hombre caminando calle arriba, con la cría de gorrión a salvo en su mano, y mi dedo pulgar, inconscientemente, acaricia el aire.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué historia más entrañable!!!
Los niños cogiendo nidos de pájaros, me ha recordado las Historias de la Artamila, de Ana Mª Matute, tanto por la evocación rural como por la ternura de la narración. Recuerdos de una infancia y de un país que nuestros hijos no coconeran y cuando les hablemos de ellos les sonará a Paleolítico.

Pilar

Anónimo dijo...

Es curioso como las escenas que vivimos en el presente nos hacen viajar muchas veces a nuestro pasado, como si de un poder de teletransportarse se tratase.
Me ha gustado mucho esta historia, y nose si debe ser a que desearia volver a ser pequeño e inocente.

Daniel

Anónimo dijo...

Lo único que menos mal que era tu dedo índice el que acariciaba el aire que si hubiera sido el índice o el corazón hubiera pensado otra cosa. Menos mal que la historia ha acabado bien.

Lidia