Siempre que visito el centro de mi ciudad con ocasión de solventar cualquier papeleo enojoso, acabo mi periplo recalando en una librería. Esta semana no ha sido una excepción. Y tengo para mí, además, que el embarazo de Pilar incrementará, en adelante, las salidas con objeto de resolver los trámites que hasta ahora enmendaba ella con diligencia admirable y celeridad pasmosa, circunstancias ambas que yo soy incapaz de llevar a cabo de manera simultánea, y con dificultad y torpeza resignada cuando es una a una.
Pues bien, pese a que mi intención era la de deambular ocioso por entre las pilas ordenadas de libros, no he podido reprimir la tentación y he acabado adquiriendo la edición conmemorativa de Cien años de soledad. La idea inicial era que Pilar me lo regalara con motivo de Sant Jordi, pero el precio me ha parecido tan irrisorio que cuando me he querido dar cuenta ya tenía en una mano el ejemplar debidamente plastificado y en la otra la tarjeta de crédito debidamente vapuleada. De regreso a casa ocupé el tiempo en pensamientos banales, sosteniendo una conversación mental conmigo mismo sobre la meteorología, con la intención dilatoria y cobarde de eludir una circunstancia que no me quedó más remedio que afrontar al llegar a casa: reprimir por un tiempo los deseos de comprar libros porque la cantidad que acumulo pendientes de lectura empieza a ser alarmante incluso tratándose de mí. Contando los tres últimos libros maravillosos que mi amiga Clara nos ha regalado a Pilar y a mí para nuestra boda (nos los entregó en el interior de una hermosa caja, consciente, creo yo, de regalar un presente de valor incalculable) ya son no menos de quince los volúmenes que aguardan a ser leídos al filo de los anaqueles atestados de nuestra modesta biblioteca, en forma de desordenadas columnas que se alzan hasta el techo de la habitación, zigzagueantes, en un equilibrio precario que amenaza con desmoronarse en cualquier momento. Cito alguno de ellos: Los libros arden mal, de Manuel Rivas, Doctor Pasavento, de Vila-Matas, El mar, de John Banville, Estambul y Nieve, ambos de Orhn Pamuk, Llámame Brooklyn, de Eduardo Lago, Imperio, de Ryszard Kapuscinski, Obra esencial, de Chomsky, y un largo etcétera que evitaré enumerar para no aburriros. Por si fueran poco los libros que yo voy añadiendo insensatamente a esa lista, no hay día que Pilar no aparezca en casa con alguno sobre obstetricia, u otro que relate las desventuras noveladas de unos papas inútiles, o revistas sobre maternidad que sus compañeras de trabajo, desatadas y presas de un entusiasmo desaforado porque por fin la única que quedaba en la empresa por ser madre ya está por fin camino de serlo, le prestan a toneladas. A todo esto hay que añadir las obras de obligada lectura imprescindibles para realizar la prueba de acceso a la universidad en la que estoy inmerso, y los libros que por placer necesito para contrarrestar dicha imposición, pues pocas cosas hay que deteste más que leer libros por los que no siento interés. No acabaré este post, pues, sin recomendaros uno de ellos, un libro de relatos imprescindible, bellísimo, duro y conmovedor a partes iguales: Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez.
Y vosotros, ¿qué tenéis pendiente de lectura o estáis leyendo en estos momentos?