Debido a la somnolencia producida por el sol que acaricia la ventana del autocar que me trae de regreso a Mataró desde Barcelona, me sumerjo en una reflexión lisérgica sobre la existencia indispensable del gilipollas. Al llegar a casa me apresuro a consultar la web de la R.A.E con objeto de conocer el significado exacto del adjetivo gilipollas, y la acepción que aparece, consistente en una única palabra (gilí) no logra sino confundirme más, y por un momento temo que sea una de esas palabras trampa caracterizadas por poseer un significado igualmente desconocido que te deriva educadamente a otro aún más indescifrable de tal manera que cuando te quieres dar cuenta has leído el diccionario de principio a fin. Pero mis sospechas son infundadas, pues pronto gilí me proporciona un concepto que no necesita aclaración, a saber: Tonto, lelo.
Sin duda la del gilipollas es una figura a reivindicar e injustamente denostada con más encono del debido por aquellos que acaso no se han parado a pensar en la importancia que el gilipollas posee para preservar el equilibrio natural de fuerzas entre la estulticia más desatada y la armonía de una cabeza bien amueblada. La necesidad del gilipollas es tanto mayor cuanto más cierta es la constatación de que en el mundo habita un reverso –el negativo– de todo cuanto existe, sin el cual la razón de ser de uno y otro no tendría sentido y por tanto sería incompleta, desparejada, huérfana, debido sobretodo a que ambos se complementan. Es decir, el listo lo es tanto más cuanto más gilipollas es su reverso y viceversa. La diferencia entre ambos radica en que mientras el listo se precia de serlo y efectivamente lo es y además suele jactarse de ello, el gilipollas es alarmantemente gilipollas sin saberlo ni imaginarlo, y por más que algún bienintencionado pretenda advertirle, a modo de sutil sugerencia y con el noble fin de que el grado de gilipollez del que es capaz se atenúe siquiera mínimamente, el gilipollas hace por lo general oídos sordos y persevera en su gilipollez y es capaz de llevar a cabo una tras otra sin apenas despeinarse, pues una peculiaridad que identifica al gilipollas es su feroz insistencia en manifestarse como tal en todo momento y lugar. Esa es la causa por la que en una concentración de gente (pongamos por caso una reunión, una fiesta, etc.) todos los asistentes identifican de inmediato al gilipollas (por lo general se refieren a él con el sintagma preposicional Gilipollas de turno) excepto el propio gilipollas, que pasea ignorante de que es señalado como tal por el resto de personas reunidas, ocupado tal vez en que la gilipollez que diga o haga a continuación supere siempre a la última dicha o hecha, ya que todo gilipollas que se precie se reinventa a sí mismo. Otra rasgo que les caracteriza es que no hay gilipollas que no lo sea de por vida. Difícilmente un gilipollas se domestica o transforma o arrepiente o se lamenta de serlo, ya que para que tal cosa suceda es condición sine quan non ser consciente de tu condición de total y absoluto gilipollas, y ya he señalado antes que el verdadero gilipollas ignora que lo es, de lo que se deduce una conclusión que como poco invita a la reflexión: cualquiera de nosotros puede ser tildado de rematadamente gilipollas sin que lo sepamos.
Sin duda la del gilipollas es una figura a reivindicar e injustamente denostada con más encono del debido por aquellos que acaso no se han parado a pensar en la importancia que el gilipollas posee para preservar el equilibrio natural de fuerzas entre la estulticia más desatada y la armonía de una cabeza bien amueblada. La necesidad del gilipollas es tanto mayor cuanto más cierta es la constatación de que en el mundo habita un reverso –el negativo– de todo cuanto existe, sin el cual la razón de ser de uno y otro no tendría sentido y por tanto sería incompleta, desparejada, huérfana, debido sobretodo a que ambos se complementan. Es decir, el listo lo es tanto más cuanto más gilipollas es su reverso y viceversa. La diferencia entre ambos radica en que mientras el listo se precia de serlo y efectivamente lo es y además suele jactarse de ello, el gilipollas es alarmantemente gilipollas sin saberlo ni imaginarlo, y por más que algún bienintencionado pretenda advertirle, a modo de sutil sugerencia y con el noble fin de que el grado de gilipollez del que es capaz se atenúe siquiera mínimamente, el gilipollas hace por lo general oídos sordos y persevera en su gilipollez y es capaz de llevar a cabo una tras otra sin apenas despeinarse, pues una peculiaridad que identifica al gilipollas es su feroz insistencia en manifestarse como tal en todo momento y lugar. Esa es la causa por la que en una concentración de gente (pongamos por caso una reunión, una fiesta, etc.) todos los asistentes identifican de inmediato al gilipollas (por lo general se refieren a él con el sintagma preposicional Gilipollas de turno) excepto el propio gilipollas, que pasea ignorante de que es señalado como tal por el resto de personas reunidas, ocupado tal vez en que la gilipollez que diga o haga a continuación supere siempre a la última dicha o hecha, ya que todo gilipollas que se precie se reinventa a sí mismo. Otra rasgo que les caracteriza es que no hay gilipollas que no lo sea de por vida. Difícilmente un gilipollas se domestica o transforma o arrepiente o se lamenta de serlo, ya que para que tal cosa suceda es condición sine quan non ser consciente de tu condición de total y absoluto gilipollas, y ya he señalado antes que el verdadero gilipollas ignora que lo es, de lo que se deduce una conclusión que como poco invita a la reflexión: cualquiera de nosotros puede ser tildado de rematadamente gilipollas sin que lo sepamos.