martes, diciembre 18, 2007

La carretera



Qué extraordinario escritor es Cormac McCarthy. Para quien no haya leído nada de él y desee descubrir a un autor imprescindible, recomiendo la lectura de su última novela, publicada por Mondadori, La carretera, en la que se relatan las vicisitudes de un padre y su hijo en un mundo arrasado por algún desastre nuclear del que jamás se ofrece explicación ni causa ni detalle alguno.
La primera novela que leí de Cormac McCarthy fue Maridiano de sangrel. La leí presa de una perplejidad que iba en aumento a medida que avanzaba en la lectura, y no bien había terminado de leer la última frase, lo empecé de nuevo, y hubo asimismo una tercera vez. Me parece un escritor inconmensurable, con una prosa poderosísima que, en las últimas obras, ha prescindido de la retórica apabullante de sus primeros libros (que a mí, vaya por delante, no me molestaba, bien al contrario, agradezco que un escritor, cuando es hábil y posee las cualidades para hacerlo, eche mano de la riqueza y la exuberancia del lenguaje) para dejarla en la mínima expresión.
Todos los personajes de McCarthy parecen deambular desesperanzados y resignados a la suerte de un mundo devorado por la crueldad. Hay un pasaje en La carretera en que el padre desciende las escaleras de una especie de zaguán de una casa que encuentran en el camino, abandonada en medio de un paisaje yermo y desolado como pocas veces se ha descrito en una novela. El padre busca alimento, su hijo, entre tanto, aguarda arriba, suplicándole que no baje, que regrese para remprender camino de inmediato, para huir antes de que aparezcan algunos de los supervivientes a la hecatombe, que malviven practicando el canibalismo, errando como sombras famélicas, alimentándose de cualquier humano que les sale al paso. Ese pasaje es escalofriante, angustioso a decir verdad. A mí, debo admitir, hacía mucho tiempo que una novela no me introducía tanto en la historia al punto de casi acompañar en la súplica al hijo y exhortar al padre, también yo, a que abandonara ese zaguan y salieran de la casa, que dejarán ese horror atrás, que buscaran un lugar seguro en el que cobijarse.
De igual forma, cuando, al cabo, dan de bruces con otra casa (se alzan por doquier, abandonadas en medio de un paisaje abrupto cubierto por ceniza y nieve, restos fantasmales de un pasado extinguido) llena de víveres suficientes para subsistir una larga temporada, y el padre decide marcharse al poco, yo casi me sentí tentado a gritarle que no lo hiciera, que no había necesidad de salir de nuevo para acabar muriendo de hambruna en esa tierra baldía y renegrida e inhóspita.
Qué hermosa historia de amor, asimismo, la de padre e hijo. Y qué coraje el del padre, que no se resigna a su suerte, que lejos de imitar a la esposa y quitarse la vida después, quizá, de quitársela a su propio hijo, decide protegerlo y salir en busca de un lugar en el que crezca a salvo, aunque en el fondo sepa que es una búsqueda inútil, pues tiene la certeza de que el mundo, tal y como lo conocían, ha desaparecido, y por ese motivo guarda una pistola con un último cartucho con el que, llegado el caso, evitar sufrimiento a su hijo.
Todas las novelas de McCarthy, creo yo, son un tratado del mal absoluto, del mal que es capaz de causar el ser humano y el que puede soportar, abocados, los personajes, a circunstancias extremadamente crueles. Y McCarthy lo retrata tan poderosamente, que cuando terminas de leer sus libros no lanzas un suspiro de alivio, no buscas refugio o excusa o consuelo o amparo en volver a la incredulidad que uno pone en suspenso durante el tiempo nos sumergimos en una ficción, sino que los efectos te acompañan durante largo tiempo, y uno tiene la certeza de que ese mal existe, puede acechar en cualquier lado, porque es inherente al ser humano. McCarthy se merece el Nóbel.

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