Vaya por delante que esta entrada la escribo desde un centro Store de Apple, y puede darse el caso de que alguno de los numerosos dependientes (ataviados todos con camiseta roja y una pequeña tarjeta colgada del pecho con su nombre) que deambulan en torno a mí impida que la concluya. Los centros Apple son el sueño de cualquier macadicto: innumerables ordenadores Mac conectados a Internet a tu entera disposición. En el que me encuentro hoy está ubicado en el barrio del Soho, y el primer día visité el que recientemente ha abierto Apple al final de la Quinta Avenida, en la parte sur de Central Park.
Desafortunadamente la conquista de la cima del Empire State se vio ayer noche frustrada por el mal tiempo. Cuando nos disponíamos a acometerla el amable joven afro americano (lo sé, este dato es irrelevante, sólo es para que visualicéis la escena con la mayor veracidad) apostado a las puertas del ascensor que te traslada a lo alto de semejante monstruo arquitectónico, nos advirtió amablemente que la visibilidad en la cima era escasa, y, por tanto, merecía la pena posponer el intento a mejor ocasión. Vale decir que hoy la meteorología presenta similar aspecto a la de ayer y quizá resulte imposible subir.
Persuadidos por el previo asesoramiento de mi hermana Manoli, esta mañana hemos desayunado en Central Estation, donde yo he pedido un donut gigante bañado en chocolate y Pilar una magdalena enorme con la forma desigual de un meteorito a la que, me temo, mi mujercita se está haciendo adicta. Camino del Moma, realizando un desvío que nos ha apartado considerablemente de la ruta prevista, hemos fotografiado el edificio tan emblemático como, a efectos prácticos, inútil y más bien ornamental de Naciones Unidas. En cuanto al Moma, no añadiré más de lo que ya apunté en la entrada anterior. Creo que está meridianamente clara mi opinión sobre el arte contemporáneo, o cuando menos de parte de él. He pasado gran tiempo de mi vida con un lápiz en las manos, tratando de imitar sin éxito a los grandes artistas, como para que un pamplinas sin más talento que su descaro trate de hacer pasar por arte sus pajas mentales.
Tal y como menciono al principio, en estos momentos estoy en un Apple Store en Soho, un barrio maravilloso repleto de tiendas de toda índole (si bien prevalecen las de moda e infinidad de agradables cafeterías en las que nunca falta alguien sentado a la mesa con su portátil y los auriculares conectados a él. En realidad Nueva York es la ciudad de los portátiles: en parques, en la calle, en locales, cualquier sitio es bueno para sacar de la mochila el ordenador) en cuyas calles se puede contemplar gente variopinta que camina a todos lados. Pilar (como no) esta visitando cada una de ellas, en una de las cuales ha adquirido un abrigo precioso por 40 dólares. Creedme: no cabe en si de gozo.
Hoy hemos comido pasta en un restaurante italiano situado (faltaría más) en Little Italy, cuatro calles mal contadas en las que abundan locales a cuya entrada un tipo con aspecto fingido de mafioso de tres al cuarto trata de convencerte para que entres en su local. Resulta curioso la constatación paradójica, al descubrir en muchos de sus aparadores carteles de películas como El padrino o la estupenda serie de televisión Los Soprano, de cómo la realidad se obstina en imitar la ficción, y los dueños de los restaurantes (o más propiamente dicho los asalariados, los verdaderos dueños son en realidad coreanos o chinos que, provenientes del barrio de Chinatow, han ido poco a poco apropiándose de los restaurantes de Little Italy) adoptan poses y ademanes más propios de las películas que los han hecho populares.
Por último una anécdota, en el Soho hemos estado parados en un semáforo al lado de la actriz Rachel Weisz, protagonista de El jardinero fiel, El regreso de la momia, etc, paseando en carrito a su bebe. Según Pilar, en distancia corta pierde el encanto o glamour que proporciona el cine y resulta más bien mediocre o de una belleza en todo caso corriente. Qué mala es la envidia en cualquiera de sus manifestaciones.
Desafortunadamente la conquista de la cima del Empire State se vio ayer noche frustrada por el mal tiempo. Cuando nos disponíamos a acometerla el amable joven afro americano (lo sé, este dato es irrelevante, sólo es para que visualicéis la escena con la mayor veracidad) apostado a las puertas del ascensor que te traslada a lo alto de semejante monstruo arquitectónico, nos advirtió amablemente que la visibilidad en la cima era escasa, y, por tanto, merecía la pena posponer el intento a mejor ocasión. Vale decir que hoy la meteorología presenta similar aspecto a la de ayer y quizá resulte imposible subir.
Persuadidos por el previo asesoramiento de mi hermana Manoli, esta mañana hemos desayunado en Central Estation, donde yo he pedido un donut gigante bañado en chocolate y Pilar una magdalena enorme con la forma desigual de un meteorito a la que, me temo, mi mujercita se está haciendo adicta. Camino del Moma, realizando un desvío que nos ha apartado considerablemente de la ruta prevista, hemos fotografiado el edificio tan emblemático como, a efectos prácticos, inútil y más bien ornamental de Naciones Unidas. En cuanto al Moma, no añadiré más de lo que ya apunté en la entrada anterior. Creo que está meridianamente clara mi opinión sobre el arte contemporáneo, o cuando menos de parte de él. He pasado gran tiempo de mi vida con un lápiz en las manos, tratando de imitar sin éxito a los grandes artistas, como para que un pamplinas sin más talento que su descaro trate de hacer pasar por arte sus pajas mentales.
Tal y como menciono al principio, en estos momentos estoy en un Apple Store en Soho, un barrio maravilloso repleto de tiendas de toda índole (si bien prevalecen las de moda e infinidad de agradables cafeterías en las que nunca falta alguien sentado a la mesa con su portátil y los auriculares conectados a él. En realidad Nueva York es la ciudad de los portátiles: en parques, en la calle, en locales, cualquier sitio es bueno para sacar de la mochila el ordenador) en cuyas calles se puede contemplar gente variopinta que camina a todos lados. Pilar (como no) esta visitando cada una de ellas, en una de las cuales ha adquirido un abrigo precioso por 40 dólares. Creedme: no cabe en si de gozo.
Hoy hemos comido pasta en un restaurante italiano situado (faltaría más) en Little Italy, cuatro calles mal contadas en las que abundan locales a cuya entrada un tipo con aspecto fingido de mafioso de tres al cuarto trata de convencerte para que entres en su local. Resulta curioso la constatación paradójica, al descubrir en muchos de sus aparadores carteles de películas como El padrino o la estupenda serie de televisión Los Soprano, de cómo la realidad se obstina en imitar la ficción, y los dueños de los restaurantes (o más propiamente dicho los asalariados, los verdaderos dueños son en realidad coreanos o chinos que, provenientes del barrio de Chinatow, han ido poco a poco apropiándose de los restaurantes de Little Italy) adoptan poses y ademanes más propios de las películas que los han hecho populares.
Por último una anécdota, en el Soho hemos estado parados en un semáforo al lado de la actriz Rachel Weisz, protagonista de El jardinero fiel, El regreso de la momia, etc, paseando en carrito a su bebe. Según Pilar, en distancia corta pierde el encanto o glamour que proporciona el cine y resulta más bien mediocre o de una belleza en todo caso corriente. Qué mala es la envidia en cualquiera de sus manifestaciones.