Bajo las persianas a fin de que el salón quede en penumbra, conecto al televisor los altavoces del equipo de música y aproximo el sofá a poca distancia de la pantalla. Cada vez que veo una película en casa procuro seguir un ritual que tiene como objeto alcanzar, en la medida de lo posible, una atmósfera similar a la de una sala de proyección. Para que tal efecto se produzca una circunstancia indispensable es que la película que me disponga a ver no sea emitida por televisión, ni siquiera en una de esas cadenas de pago que no las interrumpen con publicidad o no lo hacen de forma abusiva. No, en este caso la publicidad carece importancia, lo verdaderamente relevante es la liturgia de alquilar o comprar un DVD e introducirlo en el reproductor y experimentar, mientras aparecen los títulos de crédito y la música que preludia la ficción, la sensación falsa pero excitante de que sólo tú asistes a la aventura que está a punto de dar comienzo.
Ayer volví a ver Seven, quizá estimulado por el estreno anunciado de una película en la que he depositado muchas expectativas, Zodiac, la última obra del director David Fincher, responsable también, además de Seven, de El club de la lucha o La habitación del pánico. Un tipo, este Fincher, que, a mi juicio, posee un talento portentoso que lo sitúa a mucha distancias de otros cineastas de su generación.
El caso es que ayer, como digo, planifiqué toda la mañana, desde bien amanecido, para que a las dos de la tarde estuviera libre de toda obligación doméstica con idea de poder sentarme frente a la televisión y disfrutar, una vez más, de una de las mejores películas de la década de los noventa. Pero ¿cuáles son los motivos por los que Seven se ha convertido en una película de culto, imitada hasta el hartazgo por otros directores mediocres con mediocres resultados? Al fin al cabo el planteamiento inicial, dos policías a la captura de un asesino en serie, es una fórmula trillada de la que han echado mano no pocos guionistas.
En mi opinión buena parte reside en esa atmósfera lóbrega que consigue desde el principio Fincher, esa sensación de angustia constante, la percepción inevitable del mal más descarnado acechando en todas las esquinas de una ciudad azotada permanentemente por la lluvia. En otras películas de argumento similar, paralelamente a la investigación policial, aparecen atisbos de esa sociedad ociosa y en cierta manera idealizada en la que viven los protagonistas. A la conclusión del día los policías regresan a sus blancas y asépticas casas unifamiliares rodeadas de hermosos jardines en cuya hierba retozan los hijos, ajenos por completo a la existencia del mal. En los márgenes de ese refugio idílico se hallan los escenarios en los que se perpetran atroces crímenes, reducidos guetos que cobijan la escoria social, seres desalmados dispuestos a provocar sufrimiento, pero de los que siempre existirá la posibilidad de huir, de alejarse, pues al final del día aguarda, por fortuna, el bálsamo del hogar perfecto como refugio idóneo.
Pero en Seven no hay nada de eso. No se intuye ni se realiza la menor sugerencia a que exista un lugar semejante, todo cuanto rodea al impulsivo detective Mills y al metódico teniente Somerset transpira desasosiego, angustia y la descorazonadora certidumbre de que la brutalidad y ausencia de piedad maneja el destino de los hombres.