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No concibo la amistad como un sucedáneo del parentesco, como sentimiento o afecto supeditado, por la tradición o las convenciones establecidas, a la primacía indiscutible de los lazos de la sangre. La fuerza y el valor de la verdadera amistad residen precisamente en asistir cada día a la feliz perplejidad que depara en los amigos saberse no vinculados por parentesco alguno, y no obstante quererse tanto o más que si existiera.