Releo por tercera vez Ventanas de Manhattan, de Antonio Muñoz Molina, uno de mis escritores preferidos, a cuyos libros acudo cada vez que disminuye o se ve frustrado mi interés por la literatura y necesito reconciliarme con ella. Su escritura se ha transformado en un estímulo imprescindible al que recurro con frecuencia. El autor andaluz describe con meticulosidad y detalle las largas temporadas que ha vivido en la ciudad de los rascacielos. Se encontraba en Nueva York el día fatídico en que las torres gemelas desaparecieron transformadas en una inmensa nube de ceniza y polvo que gravitó durante semanas en el aire desolador de esa ciudad herida. Con una prosa demorada describe cómo en los días que siguieron al atentado, mientras viajaba en metro o autobús, o deambulaba sin rumbo por las calles con el propósito de comprobrar cuál había sido el alcance que la tragedia había causado en la gente, todavía mudas por la perplejidad en una ciudad por lo general bulliciosa, había detectado a menudo el estupor intacto y el temor creciente en los ojos de los neoyorquinos. Por razones de estudios, durante los meses que siguieron a los atentados del 11 de marzo, en Madrid, yo me desplazaba en tren a diario a Barcelona, y también me pareció percibir en la gente y en mi mismo ese temor apenas reprimido, esa expresión como de estar en alerta constante, atentos al menor síntoma que pudiera parecer sospechoso, pero desorientados y presas de una paranoia contagiosa porque todo cuanto nos rodeaba parecía serlo. En una ocasión, en el decurso de uno de esos trayectos de apenas cuarenta minutos sentí que alguien golpeaba levemente mi hombro. Giré la cabeza al tiempo que me retiraba de los oídos los auriculares, y un hombre de cuyas facciones ya no guardo memoria me preguntó si la bolsa de deporte que había bajo el asiento que yo ocupaba era mía. En un movimiento reflejo miré bajo la butaca mientras contestaba que no. Se trataba de una bolsa de tela negra un tanto desastrada. El hombre asintió sin decir palabra y en la siguiente estación en la que el tren se detuvo agarró la bolsa y la arrojó sin ambages al andén. El tren se puso de nuevo en movimiento y todos guardamos un silencio incómodo y evitamos el cruce de miradas, acaso conscientes de que lo que acababa de suceder era señal inequívoca de que pasara lo que pasara ellos ya habían vencido.
2 comentarios:
A tu fan número uno le ha gustado mucho el texto.
Sigue así.
Besos
Medea
También a tu fan caribeña, felicidades...
Coro
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