Por aquel entonces yo daba por hecho que los hábitos y costumbres de Cataluña, mi comunidad, eran, a grandes rasgos, semejantes al resto de España, de modo que no pude por menos de sorprenderme cuando, al poco de extender cuidadosamente la toalla sobre la arena de la playa y amontonar bajo ella una diminuta colina de arena a la manera de una almohada, alcé la cabeza para echar un vistazo en derredor y descubrí con desazón que no había ni una solo mujer en top-less.
«Qué esperabas, esto no es Cataluña», exclamó Pilar cuando se lo hice notar. No voy a negar mi desilusión. Para quien no tiene por costumbre frecuentar la playa si no es por exigencias de tu pareja, el top-less resulta un aliciente añadido que alivia los rigores del sol. Afortunadamente, ese día tenía más ganas que nunca de bañarme para eliminar de la piel el recuerdo desagradable de la cama. Tras un chapuzón fugaz en el agua helada, cogí la botella de champú y me demoré largo tiempo bajo la ducha. De regreso sobre la toalla, fue Pilar la que se dirigió a las duchas, situadas a unos veinte o treinta metros de nosotros, muy próximas al paseo marítimo del pueblo, que discurría por encima del nivel de la arena, separado de la misma por un muro de un par de metros de alto donde los ociosos se sentaban con los pies colgando a contemplar el mar o a los bañista, y algún anciano ojeaba la prensa cuando no miraba de soslayo a las mozas echadas al sol.
Y entonces sucedió. La gente a mi alrededor miró con expresión de escándalo hacia las duchas. Yo hice lo propio, y allí estaba Pilar, con medio cuerpo cubierto de espuma y los pechos relucientes meciéndose bajo el cielo diáfano. Se había desprendido de los tirantes y se los había enrollado a la cintura, de tal forma que apoyados en las caderas parecían las asas invertidas de una bolsa de plástico. Se esparcía la espuma con lentitud, morosamente, como si estuviera a solas en el baño de casa. Desde el paseo marítimo los transeúntes se paraban a contemplarla, había quien la señalaba sin disimulo y los niños, apoyando el mentón en el pretil, fijaban por siempre su primer estímulo erótico. Cuando salí del embeleso me apresuré hacia Pilar, tan inmersa en el disfrute que no advirtió mi presencia hasta que la llamé. «Pilar, tápate, te está mirando todo el mundo», le apremié. «¿Qué dices?», preguntó. «Que te tapes, te miran todos». «Pues que miren oye, que se alegren la vista». «Pero Pilar…», añadí, «es que me parece que aquí no es costumbre y…». «¡Hay niño, me quieres dejar en paz! Pues que se acostumbren y ya está», exclamó. Regresé cabizbajo a la toalla. Me tumbé boca a bajo, apoyé el mentón sobre el dorso de las manos entrelazadas y, ¡qué diablos!, me entregue a la contemplación de mi mujercita. Allí estaba, con tal expresión de satisfacción en su cara que se diría se duchaba por vez primera. Pensé en el taller que iniciábamos al día siguiente en la Menéndez Pelayo, recordé la fonda y su calamitosa habitación y su cama insalubre, y observé de nuevo a Pilar, y me dije, satisfecho, que por mal que fuera el viaje esa sola escena lo justificaba con creces.
«Qué esperabas, esto no es Cataluña», exclamó Pilar cuando se lo hice notar. No voy a negar mi desilusión. Para quien no tiene por costumbre frecuentar la playa si no es por exigencias de tu pareja, el top-less resulta un aliciente añadido que alivia los rigores del sol. Afortunadamente, ese día tenía más ganas que nunca de bañarme para eliminar de la piel el recuerdo desagradable de la cama. Tras un chapuzón fugaz en el agua helada, cogí la botella de champú y me demoré largo tiempo bajo la ducha. De regreso sobre la toalla, fue Pilar la que se dirigió a las duchas, situadas a unos veinte o treinta metros de nosotros, muy próximas al paseo marítimo del pueblo, que discurría por encima del nivel de la arena, separado de la misma por un muro de un par de metros de alto donde los ociosos se sentaban con los pies colgando a contemplar el mar o a los bañista, y algún anciano ojeaba la prensa cuando no miraba de soslayo a las mozas echadas al sol.
Y entonces sucedió. La gente a mi alrededor miró con expresión de escándalo hacia las duchas. Yo hice lo propio, y allí estaba Pilar, con medio cuerpo cubierto de espuma y los pechos relucientes meciéndose bajo el cielo diáfano. Se había desprendido de los tirantes y se los había enrollado a la cintura, de tal forma que apoyados en las caderas parecían las asas invertidas de una bolsa de plástico. Se esparcía la espuma con lentitud, morosamente, como si estuviera a solas en el baño de casa. Desde el paseo marítimo los transeúntes se paraban a contemplarla, había quien la señalaba sin disimulo y los niños, apoyando el mentón en el pretil, fijaban por siempre su primer estímulo erótico. Cuando salí del embeleso me apresuré hacia Pilar, tan inmersa en el disfrute que no advirtió mi presencia hasta que la llamé. «Pilar, tápate, te está mirando todo el mundo», le apremié. «¿Qué dices?», preguntó. «Que te tapes, te miran todos». «Pues que miren oye, que se alegren la vista». «Pero Pilar…», añadí, «es que me parece que aquí no es costumbre y…». «¡Hay niño, me quieres dejar en paz! Pues que se acostumbren y ya está», exclamó. Regresé cabizbajo a la toalla. Me tumbé boca a bajo, apoyé el mentón sobre el dorso de las manos entrelazadas y, ¡qué diablos!, me entregue a la contemplación de mi mujercita. Allí estaba, con tal expresión de satisfacción en su cara que se diría se duchaba por vez primera. Pensé en el taller que iniciábamos al día siguiente en la Menéndez Pelayo, recordé la fonda y su calamitosa habitación y su cama insalubre, y observé de nuevo a Pilar, y me dije, satisfecho, que por mal que fuera el viaje esa sola escena lo justificaba con creces.
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