miércoles, agosto 29, 2007

Mejor tonto que feo



Ya que la meteorología, obstinadamente adversa, ha impedido casi a diario visitar la playa y no ha dado tregua a este agosto desapacible, Pilar y yo hemos pasado el tiempo peregrinando de terraza en terraza, ocupando durante horas las butacas de cuanta cafetería o bar nos salía al paso a cambio de una paupérrima consumición. Yo por costumbre una coca cola o un helado, Pilar cerveza sin alcohol invariablemente. Tanta ha tomado en el decurso de estas semanas que sostengo la tesis que el día que se ponga de parto en lugar de aguas romperá cervezas.
Las horas, las más de las veces, han transcurrido inmersos ambos en la lectura, echando mano de la importante provisión de libros que hemos traído con nosotros, si bien ha habido tiempo de criticar a la variopinta fauna que desfilaba ante nosotros, que, vaya esto en nuestra defensa, se prestaba a ello con gozo y predisposición en gran mayoría de ocasiones y confirmaba el dicho de que en este mundo tiene que haber de todo.

En una de esas terrazas estábamos cuando Pilar rompió inopinadamente a reír. Leía una revista sobre embarazos y maternidad, y me mostró la causa de su risa, una consulta que una mujer en estado de buena esperanza realizaba por correo al ginecólogo que en la revista se ocupaba de esos pormenores. “¿Qué hago si mi hijo es feo”, inquiere la futura y atribulada madre. Por un momento me pongo en lugar de ese perplejo doctor que no obstante se esfuerza por permanece impertérrito para no dar a entender a la madre primeriza lo improcedente que resulta la pregunta, habida cuenta los muchos y muy variados y serios problemas que deberían inquietarla, en lugar de los meramente estéticos, secundarios cuando no por completo irrelevantes en situación semejante.

Durante mi adolescencia las secciones de consulta de determinadas revistas (Pronto, Superpop y sobre todo Vale,) aliviaron y esclarecieron muchas de las angustias y dudas de índole sexual que me asaltaban de continuo. Se podía decir que realizaban una importante labor pedagógica en aquellos asuntos que la sociedad todavía se mostraba reacia a tratar y en las familias existía asimismo una voluntad implícita y unánime para obviar temas que atañían al despertar inocente de la carne. Se conoce que los tiempos han cambiado a juzgar por las angustias trascendentales que reconcomen a esa mujer en ciernes de una maternidad inminente.

Me imagino frente a ella, bien caracterizado yo en el papel de ginecólogo, cabello engominado peinado cuidadosamente hacia atrás, ademanes corteses propios de un hombre que se ha procurado una cultura exquisita al margen de la necesaria para ejercer su profesión. Recibo visita, puestos a escoger, en una consulta inmaculada y muy espaciosa con grandes ventanales que dan a la Avenida Diagonal de Barcelona. La joven se sienta frente a mí.
–Ay, doctor, ¿y qué hago si mi hijo nace feo?, –me pregunta retorciendo acongojada las asas de su bolso Louis Vuitton. La silicona que atiborra sus labios obstaculiza la mueca de pesar que pretende dibujar para poner de manifiesto su disgusto.
Le respondo, tratando de disimular el estupor que me depara la naturaleza de su preocupación:
–Pues... ejem... mujer, si es feo... pues... bueno, a ver, ¿de qué tipo de fealdad estamos hablando? Porque aunque parezca mentira existen distintos grados, está la de ¡Puaj, quita de mi vista que poto! Está la de: Bueno eres feo pero con no mirarte. Está la de Feo feo de cojones, que como usted sabe tiene la ventaja de obtener importantes desgravaciones fiscales. En este último caso los especialistas aconsejan corregir o atenuar mediante cirugía nuclear las causas del problema, o directamente optar por el suicidio si la situación económica del interesado es precaria. En fin, como ve usted, las posibilidades son muchas, pero quizá debiera esperar a dar a luz y observar a su bebé y actuar en consecuencia. Mi consejo es, en cualquier caso, que concentre toda su atención en las carencias neurológicas y en el déficit intelectual. En su caso es mucho más probable que adolezca de ambas.
–Bueno –dice ella, exhalando un largo suspiro sin detenerse a pensar en el sentido exacto de mis palabras–, mejor tonto que feo, ¿no cree usted?
Asiento en silencio y miro de soslayo a través de los grandes ventanales. En efecto, este mundo tiene que haber de todo, pienso resignado.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Si yo te contara todas las cosas que me preguntan las familias durante el embarazo y en qué concentran todas sus obsesiones...Daba para un libro. Pero bueno, es un tiempo de tanta incertidumbre que cualquier cosa sirve para pasar el tiempo sin preocuparse. Te suena, no?

Anónimo dijo...

La suerte de las televisiones de este país es que montan circos y se les llenan gratis de payasos. Ostras tú, Arcadio, !Vaya temas! Si yo solo pudiese tener una de esas dos cualidades sin duda elegiría bello. Tiene que ser muy duro ser la persona más inteligente del mundo y a la vez la más horrible. Según Maslow y su teoría de las necesidades en los niveles inferiores están las necesidades fisiológicas, las de seguridad (Hasta aquí no entra en juego ser inteligente ni bello) y tras estás las de amor, afección y sentirse integrado en el grupo. Siendo un leproso quemado por el sol con cuatro pelos más amarillos que tus uñas muertas y todo ello rociado de un fuerte hedor creo que satisfacer esa necesidad tiene de ser realmente difícil. No hay duda, el problema no es ser idiota, tonto o imbécil, lo duro es saberlo. Pero tal y como seguía ahora se trata de ser la persona más estúpida y tonta del planeta y a la vez la más atractiva, ¿No crees que esa persona tiene más opciones de sentirse querida por los demás? No podrá entender tus bromillas que haces con Pilar en las terrazas.

Creo que todos queremos aparentar lo que no tenemos por eso tu no valoras ser feo.

Arcadio dijo...

Bueno,bueno querido Alex, definitivamente yo debo ser tonto porque no he entendido demasiado bien el sentido de tu comentario. No pasa nada, soy consciente de mis carencias.
En cualquier caso me permitirás que me vaya a ese sitio que tú y yo tan bien conocemos, los Cerros de Úbeda, para comentar que si se trata de elegir a quién parecerse o qué ser, y recordando aquello que dijo Woody Allen de que si algún día se reercarnara le gustaría hacerlo en la yema de los dedos del actor Warren Beatty, un actor famoso por frecuentar las camas de todas las actrices de su época, yo podría decirte que quisiera ser el tampax de Jennifer Lopez, o el lápiz de labios de Angelina Jolie, o el fino tanga de seda de Naomi Cambell, o la crema bronceadora con que se unta Demmi Moore, o, qué diablos, aspiremos a lo mejor, a lo genuino, a la tradición, me gustaría ser la gota de Chanel nº5 que todas las noches se ponía en el cuello Marilyn Monroe antes de ir a dormir, o rencarnarme en el empleado del metro que trabajaba ese día, allí agazapado, bajo la rejilla desde donde ascendió el vapor que hizo volar la falda del vestido blanco que llevaba Marylin en la peli La tentación vive arriba.
Pero en realidad todo lo anterior es una postura, yo, quien de verdad quiero ser, soy yo, porque es la persona que más conozco, (dentro de lo mucho que uno puede llegar a conocerse, a pies juntillas con aquello que dijo Oscar Wilde de que sólo los superficiales se conocen a sí mismo) y más vale malo conocido que ciento volando. Además, no me caigo mal del todo, de vez en cuando me vienen ganas de darme un par de hostias, pero siempre, en el último momento decido guardármelas porque pienso que a ti te hacen más falta que a mí.