sábado, junio 23, 2007

Viaje a la Alcarria







La semana pasada mis tres hermanas y yo protagonizamos una suerte de road movie a la española cuyo periplo, desde Barcelona a Fuente del Maestre, en Badajoz, completamos en doce agotadoras horas. La causa de tan inesperado viaje fue el fallecimiento repentino de un familiar cercano. En apenas unas horas nos movilizamos y emprendimos viaje en el coche de mi hermana Yolanda. Viajar con mujeres, ay, es estar sometido al arbitrio de una vejiga caprichosa. Cada parada con objeto de aliviarla era un acopio desenfrenado de golosinas y pastelería industrial que engullían vorazmente en el tiempo que mediaba entre una y otra visita al lavabo, para de nuevo abastecerse como si el mundo fuese a dejar de serlo, mientras las tres gritaban al unísono que no había viaje que se preciara en el que no se ingiriera una dosis desmedida de chuches. Tal y como sucede cuando pasamos el día en la montaña, los viajes despiertan el apetito de todo aquello que en circunstancias normales nos privamos, como si las leyes de la dietética se quedaran en suspenso o no te afectaran mientras te refugias en el interior de un coche que circula a toda velocidad.


Llegamos al pueblo de madrugada, sin más contratiempo que un parabrisas sembrado de cadáveres de insectos despanzurrados y el atropello fortuito de una liebre que, la muy insensata, se nos echó encima cuando nos cruzamos con ella en medio de una carretera en absoluta penumbra, en medio de la cual, antes del atropello mortal, ya habíamos advertido en los márgenes movimientos sospechosos de animales entre la maleza oscurecida. Luego nos enteramos que en ese tramo de carretera, que comprende la salida de la autovía en dirección a Sevilla y el pueblo al que nos dirigíamos (un tramo de unos ocho kilómetros), son arrolladas a diario por los lugareños, que a continuación se detienen a recogerlas para condimentar un buen arroz con ellas.


El funeral fue una experiencia surrealista, o, cuando menos, una situación a la que ninguno de los cuatros estábamos habituados. Según es costumbre, los familiares nos situamos frente al altar, detrás del féretro, como posando para una fotografía en familia. Enfrente, una larga y desordenada cola de gente abarrotando la iglesia, no en los bancos sino en uno de los laterales contiguos a ellos. Todos aguardando pacientemente a circular frente a la familia y el fallecido. Y en efecto, la gente, una a una, empezó a rendir respeto, caminando hasta situarse a nuestra altura, momento en el que realizaban una inclinación marcial de cabeza, un golpe seco, mientras, mal que bien, con más o menos torpeza o soltura según la habilidad o desgana del sujeto, se esforzaban en mantener el cuerpo erguido, poco más o menos a la manera de un saludo militar, sacando pecho, efectuado lo cual abandonaban en silencio la nave principal por una puerta distinta a la que habían entrado, porque ésta estaba obstaculizada por la gente que esperaba, no sólo dentro sino también en la calle, su turno para pasar al interior de la iglesia y mostrar consideración repitiendo idéntico ritual. Imaginad ese goteo de respetuosos ciudadanos durante más de cuarenta minutos. Imaginadme a mí y a mis hermanas, situados en los escalones por los que se asciende al altar de la iglesia, de pie, detrás del ataúd, con cara de circunstancias mientras nos preguntábamos, con una perplejidad disimulada, con cierto estoicismo y naturalidad fingida a fin de no parecer fuera de lugar, si aquello estaba ocurriendo realmente. Yo, en última instancia, escrutaba el rostro de la gente no fuera que alguno de los que salían por una puerta se les ocurriera volver a entrar por la otra para repetir experiencia y así demorar hasta el infinito semejante liturgia.


No faltaron escenas surrealistas: una anciana, encogida y corva como un signo de interrogación, que se desplazaba con un andador, provocó retenciones en la cola y a punto estuvo de desencadenar una colisión con aquellos que, habiendo ya realizado el saludo de rigor, pretendían adelantarla para abandonar la iglesia, mientras ella efectuaba un zigzagueo etílico con su andador trémulo e insistía también, pese a sus carencias y dificultades evidentes, en situarse en el lugar preciso para rendir respeto, por más que su tacataca se hubiera desbocado ya como un potro epiléptico.


Siempre he sido muy escrupuloso. Desde bien pequeño he sentido aprensión o abierta repugnancia a las más insospechadas idioteces. Lo admito. Con la edad esas arbitrariedades han ido desapareciendo, si bien alguna persiste y difícilmente existirá ya forma alguna de modificarla. Detesto, por ejemplo, compartir habitación y dormir con gente que no goza de toda mi confianza, o aún gozando de ella me producen algún tipo de rechazo o reparo. Seguramente, vaya por delante, a causa de mis aprensiones y en modo alguno porque nadie lo merezca. Semejante circunstancia seguramente le pasó inadvertida a quien me acogió, con la mejor de las intenciones, en su casa y me adjudicó una habitación en la que también acabaron durmiendo tres personas más, entradas en edad, para mayor escrúpulo mío. Después de cenar fuera, cuando entré en la habitación de madrugada, y me acosté, no bien me había echado la sábana por encima, recibí como bienvenida una sonora y prolongada ventosidad que todavía hoy, días después, resuena en mi cabeza como una mala canción de verano. Terminada la cual, para mayor desgracia mía, se inició una pedregosa sesión de ronquidos que ríete tú de los tambores de Calanda y de la Mascletá valenciana. Oh, qué agradable noche viví asistiendo a ese improvisado certamen de ronquidos. Sí, en efecto, acabó siendo una competición, y además muy reñida y trepidante, porque el sonido, el bramido más propiamente dicho, procedía de dos fuentes distintas que se diría competían entre ellas a ver cuál me tocaba más los huevos. Por si fuera poco no hubo lugar al descanso o pausa o receso que se suele producir cuando quienes roncan modifican la postura en la que duermen, momento en el que la víctima que soporta el ruido aprovecha para intentar conciliar el sueño. Yo no gocé de semejante prebenda, porque cuando uno cesaba siempre estaba el otro a pie de cañón para sustituirlo. Y como, al parecer, yo era el único testigo de cuanto sucedía, irónicamente yo, en consecuencia, debía dirimir y alcanzar un veredicto que otorgara la gloria al campeón. Y así fue: And the winner is…

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Tengo que deciros al respecto que mi hermano se paso todo el viaje de vueta, relatando lo amarga y accidentada que había sido su noche, entrando !como no! en todo tipo de detalles sobre dicho pedo...digase textura, sonoridad, prolongación etc etc...
Aunque el motivo por el que tuvimos que emprender el viaje no fue nada agradable, si acabo siendo una experiencia (por lo que se, para los cuatro)muy entarñable.
Esas doce horas de ida y doce de vuelta encerrados en el coche dio para momentos muy emotivos, comicos y la vez con muchos recuerdos de nuestra infancia. Como en este viaje no estaba Pilar nos dedicamos a poner el manos libres para hacerle participe de algunos de esos momentos así llevabamos como banda sonora sus carcajadas...

Ignasi dijo...

Debo reconocer que, cuando por diversas circunstancias, me he visto obligado a pernoctar en algún albergue, habitación comunitaria o similar, me ha resultado impopsible conciliar el sueño, bien sea por los ronquidos ajenos, que a mi modo de ver deberían constar como atenuante legal en caso de homicidio, o debería decir ronquicidio, bien porque, como bien comentas, dormir con personas que no conoces o que no gozan de tu confianza, no resulta factible. Y es que el dormir, es una actividad demasiado íntima para practicarla delante de cualquiera alegremente. Me confieso, al igual que tú, un pudorosísimo durmiente.

Anónimo dijo...

Recuerdo con nostalgia, los viajes a Almeria en los que tardabamos 15 horas (actualmente 8). En las numerosas paradas que haciamos a lo largo del trayecto, me encantaba perderme en las tiendas de souvenirs a mirar todo lo que aquellas enormes estanterias albergaba. no compraba nada, solo con mirar ya era feliz.
He de reconocer que esas paradas es lo que mas me gustaba de esos eternos viajes.
Como cambia la perspectiva, el ultimo viaje que realice comprobe con desazon que la supuesta megatienda de souvenirs, no era mas que un kiosco al lado de la cafeteria, al que por cierto Alba acudio con celeridad y quedo fascinada ante tanto articulo alla mostrado...

Anónimo dijo...

Es que en la España rural todavía se le tiene un respeto impresionante a la muerte, lo de los pedos como truenos debe formar parte de la más arcaica tradición popular.
Un abrazo Arcadio.

Anónimo dijo...

Recuerdo los viajes de Madrid a Barcelona y viceversa en autocar -la economía de los estudiantes no da para puentes aereos ni lujos por el estilo- la parada de rigor siempre era en el mismo sitio: la Almunia de Doña Godina (al que se le ocurriera el nombre se quedó a gusto, debía ser colega de Tolkien), esa infame macro área de servicio donde paran, calculando a grosso modo, todos los camiones del mundo. Siempre viajaba sola, y me dedicaba a mirar como los demás pasajeros del autocar permanecían en actitud hiératica, con la boca abierta, babeando, durante minutos interminables, fascinados ante las botellas de agua de la nevera, las bolsas de patatas fritas o las frutas confitadas bañadas en chocolate. Nunca lo he entendido, cuando voy a comprar intento permanecer durante más de 5 segundos mirando el mismo producto y no lo consigo, pero sigo entrenando para poder algún día disfrutar de una agradable visita a las tiendas Repsol.
Un beso.

Berlin