El policía veterano se dirigió hacia el lugar en que la vio por última vez. Lo hizo sin ambages, apartando a empellones a la gente que le salía al paso. Miró en derredor pero no acertó a ver más que las cabezas sin rostro de una multitud indiferente que deambulaba en sordina de un lado a otro como una manifestación improvisada de ciegos.
Detrás de uno de los tenderetes alcanzó a ver la entrada a una calle. Se adentró en ella unos metros, y a continuación se quedó quieto a las puertas de un callejón de aspecto sombrío que lo cruzaba, y de cuyo interior le llegó un hedor intenso a orines y despojos que yacían diseminados por el suelo. Antes de precipitarse en su interior extrajo la pistola de la sobaquera y la empuño frente a sí sostenida por las dos manos. Caminó lentamente, el arma apercibida y apuntando en todo momento allí donde dirigía la mirada, obstaculizada por un sudor abundante que se precipitaba serpenteante por el rostro atento. Vio algo a final del callejón, pero no alcanzó a distinguir de qué se trata. El rostro de la joven y el de su hija se sucedían vertiginosamente. Pidió a Dios que se tratara de un pobre desarrapado en procura de cobijo. Pero era ella, bajo la luz mortecina que apenas emitía un foco desvencijado que se mecía al final del callejón. Sentada, con los brazos extendidos en cruz, en idéntica postura en que hallaron a las otras víctimas. Sobre su pecho, unida al mentón por un fino hilo de carne ensangrentado, le colgaba la piel del rostro, cortada y desprendida de los huesos de la cara como si de una careta se tratase.
Permaneció paralizado frente al cuerpo, incapaz de apartar la mirada de él, y un instante antes, una fracción de segundo antes de que sintiera la primera punzada del cuchillo perforándole el riñón, adivinó que no saldría con vida de allí. Casi pudo sentir el recorrido que realizaba la hoja cada vez que se hundía y perforaba la carne, la sangre brotando a borbotones de las heridas, la camisa empapada adhiriéndosele al cuerpo. Perdió el arma, y alzó los brazos en un intento vano de protegerse, porque la frecuencia de las cuchilladas, lejos de disminuir, aumentaba a un ritmo incesante. Cayó, primero de rodillas, y luego de espaldas, de tal modo que yació agonizante boca arriba, arrojando por la boca esputos de sangre.
El asesino se situó en cuclillas junto al cuerpo. Sosteniéndolo con una mano enguantada, limpió la hoja ensangrentada del cuchillo en la ropa del policía, mientras con la otra palpaba el bolsillo del pantalón. Sacó de él la cartera. Obtuvo, primero, la fotografía de la nieta, y a continuación una más pequeña, tamaño carné, de la hija. Guardó ambas imágenes en el bolsillo interior de su chaqueta y se dispuso a salir del callejón en el momento en que el policía veterano pronunció sus últimas palabras con la respiración pedregosa:
-la… la hiciste salir…
El asesino sonrió y abandonó sin urgencia la calle al tiempo que se introducía en la boca el último chicle de un paquete que arrugó y arrojó entre las bolsas de basura amontonadas en torno a un container de basura atestado y maloliente.
2 comentarios:
Que fuerte!! GEnial, en tu linea, con estilo impecable y como la buena música, con una sofisticada resolución de la tensión...
Cómo me quieres, hermanita mía. Muchas gracias.
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