He leído en La Vanguardia el caso de dos infelices que intentaron atracar a sendos policías que iban de paisano. No es la primera vez que leo un suceso parecido, y cada vez que he tenido noticia de uno no he podido evitar pensar que hay gente que se obstina en desempeñar oficios o disciplinas para las que definitivamente no han sido bendecidos. Porque digo yo que, de la misma manera que cualquier policía que se precie detecta de inmediato a un facineroso, cabe suponer que un caco curtido identificará con idéntica celeridad y tino a un agente de la ley que anduviera ataviado de paisano.
A mi me produce no poca fatiga asistir a ejemplos parecidos. Y aunque me guardaré mucho de intervenir para hacer desistir a la persona en cuestión, para mis adentro no dejo de entablar una conversación con un yo imaginario que es en realidad la encarnación del tipo que se encuentre en esa tesitura. Pero tío, le digo —me digo—, estás gastando energías tontamente, no ves que no hay nada que hacer, que estás perdiendo el tiempo, que seguramente tú posees muchas otras cualidades para desempeñar muchas otros oficios, de la naturaleza que sea, pero no precisamente ese que te empeñas en realizar a todo trance.
Hay un caso paradigmático al que recurro a menudo. Liberto Rabal, el nieto del actor español Francisco Rabal. A este chaval se le metió un día en la cabeza, o alguien lo persuadió para que efectivamente lo creyera, que los genes lo habían bendecido con un talento parecido al que tuvo su abuelo. Los cojones. Supongo que no ayudó mucho la circunstancia de que Almodóvar decidiera darle un papel en Carne Trémula, en sustitución de Jorge Sanz, a quien el director manchego despidió a mitad de rodaje. En fin, yo he visto actores mediocres, malos, rematadamente malos, pésimos, y a Liberto Rabal, en cuyo honor se debería haber creado en su momento una categoría nueva para que lo incluyera a él. Digo en su momento porque, según creo, ya no se dedica a la interpretación, parece ser que se arruinó al dirigir una película experimental, como si además de buen actor se creyera facultado para dirigir a la manera de un Bergman castizo. Lo último que supe de él es que había participado en el programa Salsa Rosa, dando cuenta de sus miserias personales a cambio de una sustanciosa remuneración con la que paliar su insolvencia galopante.
Recuerdo que en una ocasión el entonces Ministro de Hacienda, Josep Borrell dio a conocer una anécdota en una tertulia radiofónica que recogía un caso que de alguna forma guarda relación con lo antedicho. Borrel contrató los servicios de un pintor para su casa. El Ministro, cuando el hombre hubo concluido su trabajo, le preguntó cuánto le debía, y el buen pintor, ni corto ni perezoso, le preguntó al mismísimo Ministro de Hacienda si lo quería con IVA o sin él. O el tipo era un inconsciente, o rematadamente despistado (y debía serlo mucho, pues tengo para mí que ningún otro ministro es tan reconocible como el de Hacienda. Uno no olvida la cara de quien se queda su dinero o el que asimismo lo provee de él), o adolecía de la picardía o el tino para detectar a quién formularle o no esa trascendental pregunta sobre el IVA.
Lo peliagudo, supongo yo, es saber detectar cuándo uno reune las condiciones que lo hacen merecedor de pertenecer a ese grupo. Quiero decir que yo, por ejemplo, pudiera hallarme en él sin saberlo. Sin ir más lejos, hasta hace bien poco practicaba el baloncesto convencido de que algún día los Chicago Bulls me elegirían en el número uno del draft, el dos a lo sumo. Seguro que alguno habrá lanzado una media sonrisa sardónica y se habrá preguntado qué es lo que finalmente me hizo desistir de esa idea descabellada. ¿Qué os hace pensar que he desistido?
A mi me produce no poca fatiga asistir a ejemplos parecidos. Y aunque me guardaré mucho de intervenir para hacer desistir a la persona en cuestión, para mis adentro no dejo de entablar una conversación con un yo imaginario que es en realidad la encarnación del tipo que se encuentre en esa tesitura. Pero tío, le digo —me digo—, estás gastando energías tontamente, no ves que no hay nada que hacer, que estás perdiendo el tiempo, que seguramente tú posees muchas otras cualidades para desempeñar muchas otros oficios, de la naturaleza que sea, pero no precisamente ese que te empeñas en realizar a todo trance.
Hay un caso paradigmático al que recurro a menudo. Liberto Rabal, el nieto del actor español Francisco Rabal. A este chaval se le metió un día en la cabeza, o alguien lo persuadió para que efectivamente lo creyera, que los genes lo habían bendecido con un talento parecido al que tuvo su abuelo. Los cojones. Supongo que no ayudó mucho la circunstancia de que Almodóvar decidiera darle un papel en Carne Trémula, en sustitución de Jorge Sanz, a quien el director manchego despidió a mitad de rodaje. En fin, yo he visto actores mediocres, malos, rematadamente malos, pésimos, y a Liberto Rabal, en cuyo honor se debería haber creado en su momento una categoría nueva para que lo incluyera a él. Digo en su momento porque, según creo, ya no se dedica a la interpretación, parece ser que se arruinó al dirigir una película experimental, como si además de buen actor se creyera facultado para dirigir a la manera de un Bergman castizo. Lo último que supe de él es que había participado en el programa Salsa Rosa, dando cuenta de sus miserias personales a cambio de una sustanciosa remuneración con la que paliar su insolvencia galopante.
Recuerdo que en una ocasión el entonces Ministro de Hacienda, Josep Borrell dio a conocer una anécdota en una tertulia radiofónica que recogía un caso que de alguna forma guarda relación con lo antedicho. Borrel contrató los servicios de un pintor para su casa. El Ministro, cuando el hombre hubo concluido su trabajo, le preguntó cuánto le debía, y el buen pintor, ni corto ni perezoso, le preguntó al mismísimo Ministro de Hacienda si lo quería con IVA o sin él. O el tipo era un inconsciente, o rematadamente despistado (y debía serlo mucho, pues tengo para mí que ningún otro ministro es tan reconocible como el de Hacienda. Uno no olvida la cara de quien se queda su dinero o el que asimismo lo provee de él), o adolecía de la picardía o el tino para detectar a quién formularle o no esa trascendental pregunta sobre el IVA.
Lo peliagudo, supongo yo, es saber detectar cuándo uno reune las condiciones que lo hacen merecedor de pertenecer a ese grupo. Quiero decir que yo, por ejemplo, pudiera hallarme en él sin saberlo. Sin ir más lejos, hasta hace bien poco practicaba el baloncesto convencido de que algún día los Chicago Bulls me elegirían en el número uno del draft, el dos a lo sumo. Seguro que alguno habrá lanzado una media sonrisa sardónica y se habrá preguntado qué es lo que finalmente me hizo desistir de esa idea descabellada. ¿Qué os hace pensar que he desistido?
3 comentarios:
Si pero finalmente que sabemos de la factura del pintor. Seguro que Borrell se la pago en negro, que fuerte que fuerte.
Saludos
Fíjate que yo pienso que los que no lo consiguen no es porque no valen, sino porque dentro de ellos alberga la duda...
Es como el chiste del de Lepe "joder entre mil ovejas has ido a coger al perro" la ley de Murphy tiene jurisdicción en todo el universo.
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