Después de tantos años de lecturas diarias me sigue deparando placer y sorpresa el hallazgo de palabras cuyo significado desconozco. El asombro no es resultado de que yo albergara la pretensión o la seguridad de conocerlas todas. De más está decir que semejante empresa es inabarcable. Pero es sabido que los escritores recurren a un número limitado y a menudo idéntico o similar de expresiones y vocablos, de tal modo que si el bagaje de lecturas es considerable o supera la media (lo cual no resulta ciertamente difícil), llega un día en que pocas obras contienen la joya inesperada de una palabra anónima titilando en medio de borbotones de párrafos trillados.
La semana pasada, sorpresivamente, se produjo ese sortilegio, ese fenómeno virtuoso que causa en quien lo experimenta (o cuando menos en mí) el prodigio de detener al instante la lectura para indagar en el diccionario en busca del significado ignorado. El vocablo en cuestión era Brontofobia, que una vez concluida la búsqueda en el María Moliner descubrí que designa a toda persona que siente fobia o pavor a truenos y relámpagos, en tanto, entiéndase bien, fenómenos atmosféricos, y no a las imprecaciones en forma de blasfemias que farfullaban algunos, los personajes de los cómics sin ir más lejos, por ejemplo los que aparecían en El Capitán trueno o en Jabato, cuya lectura, dicho sea de paso, tanto y con tanta fruición frecuenté de niño.
El caso es que el hallazgo de esa palabra me trajo a la memoria una época de mi vida en que la brontofobia (muy lejos todavía de sospechar siquiera su existencia) estuvo muy presente en la vida de mi familia. La responsable: mi hermana Manoli, que de bien pequeña manifestó verdadero pánico a las tormentas y en medio de ellas, aunque la sorprendieran bajo techo o a resguardo en el lugar más seguro e inexpugnable del mundo, era presa de una suerte de histeria irreprimible y desestabilizadora que de inmediato, y de forma irremediable, se contagiaba a los que estábamos a su lado con resultados parecidos. Era mi madre, quién si no, la que ejercía de mediadora en la lamentable escena propiciada, y miraba de apaciguar el sollozo colectivo que, todos a una, entonábamos bajo el estruendo intermitente de una tormenta que parecía fuese a convertir el cielo en unas inmensas fauces que nos engullirían de una sola dentada. La labor de mi madre, aunque de agradecer, solía ser efímera, pues sólo se prolongaba el tiempo que mediaba entre uno y otro trueno.
Quizá si por aquel entonces hubiéramos sabido cómo designar a ese pánico repentino, el resultado hubiese sido bien distinto, acaso hubiéramos afrontado las tormentas con mayor templanza. En ocasiones no es tanto el mal en sí mismo como la sensación descorazonadora de lo anónimo, de lo innombrado. Pero no, qué digo, mi hermana era un brontofóbica sin remedio que hubiera manifestado su fobia igualmente.
Otro vocablo desconocido surge inesperadamente en la lectura: Itifálico, persona que tiene el falo erecto, reza en la acepción que ofrece el diccionario de la RAE. Es decir, una erección. Inevitablemente, también semejante palabra me trae recuerdos, pero el pudor y el escrúpulo me impide dar cuenta de ellos. Espero sepan comprenderlo. Les dejo, en todo caso, una anécdota al respecto que leí hace tiempo. El escritor y premio Nóbel mexicano Octavio Paz (creo que era él, perdonen mi desmemoria) y el filósofo español Ortega y Gasset, ambos ya entrados en edad, se reunieron con motivo de acto cultural de importancia. Los dos departieron animadamente. Paz, en un momento de la conversación, inquiere a Ortega a propósito de su predisposición o no a tener erecciones. Ortega, con flema británica, le responde: una erección es un pensamiento, y yo todavía tengo pensamientos.
Ahí queda eso.
2 comentarios:
Jo, y tu que lo digas...es que me moría de miedo...Pero tiene sus razones: las horas que he pasado con las tías de Extremadura, en aquella España tan profunda de entonces, con ellas contándome las más terroríficas de las historias. Tengo un listado en la memoria todavía hoy, de cuanta gente murió en esas tormentas eléctricas y completamente secas de Extremadura, y cuántos rayos se aventuraban a entrar en las casas y recorrerlas de habitación en habitación en busca de alguien a quien freir al instante. Todavía recuerdo como el paisaje se tornaba amarillo en el pueblo justo antes de una de esas tormentas, con un calor dulzón y amenazante.
A esa fobia alimentada por las leyendas del pueblo tengo que sumar la de los fuegos fatuos y los espíritus. Cuando pienso en las burradas tan terroríficas que le explicaban a una niña no sé si era por morbo, ignorancia y crueldad, pero a mi me congelaban el alma.
Pobres niños en manos de estos adultos...
Por cierto, quiero aclarar que ya no sufro Brontofobia,
pero sufro otras fobias nuevas. Desde que volví de Londres y se me acabó el período de gracia de no ver el telediario español, vuelvo a sufrir PPfobia y catolifobia. ¿Alguien tiene cura?? Con lo de cura quiero decir remedio, no un señor de sotana, porque dado que sufro catolifobia eso me empeoraría, of course...
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