Espero que sean indulgentes conmigo y sepan disculpar la tardanza en publicar entradas. Siempre he procurado mantener una frecuencia similar en la publicación de los textos, pero durante el pasado mes de diciembre surgieron no pocos imponderables. No sólo hemos debido de adaptarnos a las necesidades de Martina, mi hija recién nacida, sino que asimismo se nos ha ocurrido la brillante idea de cambiarnos de domicilio. Si ya una mudanza es un acontecimiento del que huyo como la peste, imaginen llevarla a cabo, además, con un bebé de pocos días. Qué gozada. Yo, si estuviera en mi mano, la repetiría una vez al año. Qué digo una vez al año, ¡cada mes! ¡Hay que mudarse cada mes! Cuánto disfruto bajando y subiendo cajas y enseres y muebles. Cómo se beneficia mi capacidad cognitiva y motriz desmontando y volviendo a montar todo el mobiliario, ¿Que una vez montados sobran tornillos? Pues se tiran, qué coño. ¿Qué no encajan las puertas que antes ajustaban como anillo al dedo? Qué más da, hombre, mientras haya puertas. A estas alturas no vamos a mostrarnos tiquismiquis.
En otro orden de cosa les diré que Martina crece saludable y hermosa. Qué quieren que les diga, he tardado, pero cuando me he puesto, ¡menuda niña ha salido! No quiero adolecer de pedante o almibarado en exceso, pero tiene unos ojos que parecen dos esmeraldas de color azabache, se asoma uno a ellos y experimenta un vértigo inmediato, como si te atrajeran irremediablemente hacia ellos. Los contempla uno y se siente desfallecer. Es, créanme, como asomarse a un precipicio sin fondo. Lástima que no los muestre con la frecuencia que uno desearía. Les cuento: Martina nos ha salido algo dormilona. Qué digo dormilona, si el derrumbe de las Torres Gemelas le hubiera pillado al lado, hubiera sido la ultima en enterarse. Ya sé que dirán ustedes que, de ordinario, el estado normal de un recién nacido es el del sueño más o menos profundo, pero yo les digo que no, que lo de Martina no tiene nada de corriente, afortunadamente ha heredado la pasión por dormir que aqueja a Pilar, su madre, que también podría perfectamente quedarse dormida en la farola que se alzaba delante de la puerta del Word Trade Center, y al despertarse mirar en derredor, como quien no quiere la cosa, y sacudirse el polvo de encima de los hombros y marcharse silbando. Ahí es nada.
Ahora entraremos en terreno privado o delicado, espero que si Martina lo lee algún día no me reproche haberme tomado demasiadas libertades. El caso es que mi niña, tan pequeña ella, tan poca cosa, tan angelical diría yo a riesgo de sonar pedante o frecuentar lugares comunes, mi cosita, en definitiva, es capaz de... como lo diría yo sin parecer ordinario o soez, es capaz de excretar, o hacer de cuerpo, o defecar o aliviarse, o, seamos rigurosos, cagar, sí, cagar cada plasta por ese culito cándido que el piso, casi al mismos tiempo que la niña procede a su alivio intestinal, hay que ponerlo en cuarentena. Pero no en cuarentena de huy hija qué mal huele hija mía, voy a abrir la ventana para que se ventile, o aquella otra de: hija, comerás gloria... No, de eso nada, me refiero al tipo de cuarentena de salir a la calle y avisar a los vecinos para que desalojen de inmediato sus casas y no regresen hasta que la nube tóxica se haya alejado o disipado, me refiero a la cuarentena de ¡todos a cubierto! Yo, qué quieren que les diga, pensaba, incauto de mí, que un bebé defecaba de manera proporcional a su aspecto o tamaño o, cuando menos, que el producto defecado desprendía aroma a colonia Nenuco. Qué coño, de eso nada. Si parece que se hayan reunido en su estómago todos las ratas del infierno y se hayan puesto a eructar al unísono. Qué hedor.
Lo que pasa es que, la muy ladina, es capaz de hacer todo eso sonriendo, y, ay, cuando sonríe, cuando su boca desdentada se tuerce en arco y profiere una risa espontánea, o cuando bosteza y se despereza poniendo los brazos en cruz, o cuando cargo con ella camino de su habitación, y apoya su cabecita en mi hombro y me contempla desde lo más profundo de su plácido letargo, por entre los resquicios mínimos que dejan sus párpados semi cerrados, entonces, ay, entonces no soy más que un guiñapo sin criterio que consiente y se entrega y se muestra, gozoso y complacido, a su entera disposición.
1 comentario:
Bien cierto...asomarse a los ojos de un bebé es como tener una ventana abierta a la infinidad del universo. A veces, cuando asisto un parto, en el momento que el bebé irrumpe al mundo con la energía de mil tsunamis y abre los ojos por primera vez, tengo la certeza que son sabios y sagrados, no en el sentido religioso de la palabra, que se queda tan pequeño. A menudo me asaltan ganas de preguntarles que me expliquen de dónde vienen, qué saben que no sabemos nosotros, antes de que la conciencia despierte y aterricen por fin en nuestra misma realidad.
Lo que sé es que cuando paso varias horas con ella vuelvo a casa con la calma de una balsa de aceite y la esperanza de que todo está bien y todo es posible...
su tía.
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