La primera vez no te enteras de nada. Y miente el que afirme lo contrario.
Bravuconadas.
Ya en las siguientes, con el ánimo más templado, la cosa parece enmendarse. Se adquiere experiencia. Si bien es inevitable cierta vacilación cuando se está frente a ella.
Pero la primera vez, como digo, nada de nada. Y el problema, a mi juicio, aparece en el mismo instante de concertar la cita, cuando escuchas esa voz impregnada de carácter e imaginas que su propietaria será la misma que te atienda a ti llegado el momento.
Qué desazón.
A partir de entonces se suceden un sin fin de malos augurios. Tu cabeza no deja de imaginar situaciones, y todas ellas te son desfavorables.
Y así transcurren los días que separan el encuentro, alzando obstáculos.
En semejante circunstancias —como en muchas otras, a qué negarlo— los amigo no son de gran ayuda, bien al contrario cabe constatar que no hacen sino poner dificultades.
Es dinero tirado, te dice uno, con un gesto desdeñoso de la mano.
Yo, en su momento, fui a uno de esos sitios y, en fin, qué quieres que te diga, si lo llego a saber me la hago yo y me ahorro los cinco billetes, dice otro.
Déjame que te la haga yo y me das los cinco billetes a mí, agrega un tercero, ya en el colmo de la filantropía.
Como si fuera lo mismo, pienso yo.
Por fin llega el día y uno no puede evitar padecer cierto trastorno intestinal ante la proximidad de la cita, y se te van las horas entrando y saliendo del lavabo. No bien has levantado tus blancas posaderas de la taza, que ya el cuerpo te está pidiendo asiento de nuevo. Pantalones arriba, pantalones abajo, las tripas son una manada de tigres rugiendo al unísono. Incluso a las puertas del edificio, apenas unos minutos antes del encuentro concertado, te sobreviene de súbito un último apretón que te persuade a regresar sobre tus pasos a fin de buscar de inmediato del lavabo más cercano.
Un sin vivir.
Y una vez dentro, cuando ya tu vientre ha dado de sí todo lo que podía dar y tu frágil cuerpecito es víctima de una debilidad general, ella se planta frente a ti y constatas que nada de lo que ves desmerece, en efecto, la imagen que su voz al teléfono te había sugerido.
La contemplas azorado mientras toma asiento. Sostiene un cigarrillo entre el dedo índice y corazón. Lleva las uñas pintadas y un traje ceñido que, presumes, tiene como objeto intimidarte.
Las virutas de humo la obligan a entornar los párpados al tiempo que se lleva el pitillo a los labios con elegancia cinematográfica y una cadencia como de tiempo ralentizado.
Las mejillas se le hunden en una interminable calada que realza el brillo de sus pómulos. El humo asciende describiendo un lento zigzagueo que parece detenerse repentinamente entre ambos, ingrávido y blanco como un pedazo de azúcar quemado. Eleva el mentón y te observa con detenimiento, se diría un depredador que acosa a su presa antes de lanzarse definitivamente sobre ella. La mano libre —en la otra sostiene el cigarrillo, consumido ya por esa única succión— se posa sobre el instrumento en cuestión, y los dedos se deslizan ágiles sobre él, con destreza y precisión de persona bregada en tales menesteres.
Ya dije que no sería lo mismo de haberme puesto en manos de un amigo.
Por fin, aplastando repetidas veces la colilla contra el cenicero, y retirando la mano del teclado, sus labios pronuncian las palabras que terminan con tanta angustia contenida:
—Su declaración es positiva. ¿En qué número de cuenta desea la transferencia?
Bravuconadas.
Ya en las siguientes, con el ánimo más templado, la cosa parece enmendarse. Se adquiere experiencia. Si bien es inevitable cierta vacilación cuando se está frente a ella.
Pero la primera vez, como digo, nada de nada. Y el problema, a mi juicio, aparece en el mismo instante de concertar la cita, cuando escuchas esa voz impregnada de carácter e imaginas que su propietaria será la misma que te atienda a ti llegado el momento.
Qué desazón.
A partir de entonces se suceden un sin fin de malos augurios. Tu cabeza no deja de imaginar situaciones, y todas ellas te son desfavorables.
Y así transcurren los días que separan el encuentro, alzando obstáculos.
En semejante circunstancias —como en muchas otras, a qué negarlo— los amigo no son de gran ayuda, bien al contrario cabe constatar que no hacen sino poner dificultades.
Es dinero tirado, te dice uno, con un gesto desdeñoso de la mano.
Yo, en su momento, fui a uno de esos sitios y, en fin, qué quieres que te diga, si lo llego a saber me la hago yo y me ahorro los cinco billetes, dice otro.
Déjame que te la haga yo y me das los cinco billetes a mí, agrega un tercero, ya en el colmo de la filantropía.
Como si fuera lo mismo, pienso yo.
Por fin llega el día y uno no puede evitar padecer cierto trastorno intestinal ante la proximidad de la cita, y se te van las horas entrando y saliendo del lavabo. No bien has levantado tus blancas posaderas de la taza, que ya el cuerpo te está pidiendo asiento de nuevo. Pantalones arriba, pantalones abajo, las tripas son una manada de tigres rugiendo al unísono. Incluso a las puertas del edificio, apenas unos minutos antes del encuentro concertado, te sobreviene de súbito un último apretón que te persuade a regresar sobre tus pasos a fin de buscar de inmediato del lavabo más cercano.
Un sin vivir.
Y una vez dentro, cuando ya tu vientre ha dado de sí todo lo que podía dar y tu frágil cuerpecito es víctima de una debilidad general, ella se planta frente a ti y constatas que nada de lo que ves desmerece, en efecto, la imagen que su voz al teléfono te había sugerido.
La contemplas azorado mientras toma asiento. Sostiene un cigarrillo entre el dedo índice y corazón. Lleva las uñas pintadas y un traje ceñido que, presumes, tiene como objeto intimidarte.
Las virutas de humo la obligan a entornar los párpados al tiempo que se lleva el pitillo a los labios con elegancia cinematográfica y una cadencia como de tiempo ralentizado.
Las mejillas se le hunden en una interminable calada que realza el brillo de sus pómulos. El humo asciende describiendo un lento zigzagueo que parece detenerse repentinamente entre ambos, ingrávido y blanco como un pedazo de azúcar quemado. Eleva el mentón y te observa con detenimiento, se diría un depredador que acosa a su presa antes de lanzarse definitivamente sobre ella. La mano libre —en la otra sostiene el cigarrillo, consumido ya por esa única succión— se posa sobre el instrumento en cuestión, y los dedos se deslizan ágiles sobre él, con destreza y precisión de persona bregada en tales menesteres.
Ya dije que no sería lo mismo de haberme puesto en manos de un amigo.
Por fin, aplastando repetidas veces la colilla contra el cenicero, y retirando la mano del teclado, sus labios pronuncian las palabras que terminan con tanta angustia contenida:
—Su declaración es positiva. ¿En qué número de cuenta desea la transferencia?
2 comentarios:
Buenísima. Fíjate que mi película en estas situaciones las interpreta un tipo con voz arañada y bigote corto y recto. Lo que son los arquetipos...
Manoli
jajajaja que sucia y perversa es la mente humana.
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