En contra de ese cliché tan denostados por los vehementes defensores de los animales, estoy convencido de que lo mejor que le puede suceder a algunos chuchos es que los abandonen en una gasolinera. Tal es el caso de los perros acogidos en mi familia política, habida cuenta los sucesos que han tenido lugar últimamente.
Hace unos días, con motivo de un breve viaje lúdico emprendido por mis suegros por el pirineo catalán, el hermano de mi suegro se quedó al cuidado de Otto, el perro de estos últimos, un animal ciertamente desconcertado y desconcertante que adoptaron de la perrera hace un par de años. Otto es de raza imprecisa, pequeño y de color negro y orejas picudas y morro afilado, y un rabo que se enrosca sobre sí mismo con cierta gracia circense. Otto es extremadamente inquieto, yo diría que irreflexivo y hasta desquiciado. A decir verdad, a medida que lo observo se reafirma mi sospecha, según la cual, quien quiera que fuese el desaprensivo que lo dejó abandonado a las puertas de la perrera (como así fue) antes de que se lo quedaran mis suegros, estoy seguro de que se dedicaba al tráfico de éxtasis u otro tipo de sustancias estupefacientes, y Otto, en un momento u otro de esa difícil convivencia, se le cayó en el interior de la marmita en la que se licuaba el mejunje químico del que están elaboradas esas diminutas pastillas, y Otto, cual un Obelix cuadrúpedo, quedó a perpetuidad bajo los efectos psicotrópicos de semejante droga, de tal forma que las veinticuatro horas del día parece presa de una actividad frenética, inagotable y, lo que es peor, imprevisible.
Bueno, el caso es que el hermano de mi suegro, Martín, sacó a pasear a Otto para que el animal realizara las evacuaciones de rigor, efectuadas las cuales, de regreso en el interior del ascensor, Otto, justo en el momento en el que se estaban cerrando las puertas, no se le pasó otra cosa por su cabeza atrofiada de yonqui vitalicio, que salir del ascensor al vestíbulo, para perplejidad y horror de Martín, que se quedó boquiabierto con la correa en las manos, atrapada entre las dos puertas de acero inoxidable, al otro lado de las cuales, la cara de Otto apenas permanecía a unos pocos centímetros de las puertas. El ascensor se puso en marcha, y Otto comenzó poco a poco a levitar, las patas se le separaron del suelo e inició el ascenso inevitable, colgado tristemente como los restos de un pollo desplumado en lo alto de una carnicería. Al otro extremo de las puertas Martín no reaccionaba, no acertaba a pulsar los botones, sostenía la cadena y observaba con ojos desorbitado y tez lívida cómo ésta se acercaba peligrosamente al marco superior de las puertas donde, si un milagro no lo remediaba, Otto acabaría su corta pero intensa vida de yonqui colgado por el cuello. Pero el milagro tuvo lugar, y la cadena se rompió al impactar con el marco superior de la puerta, y Otto cayó de bruces contra el suelo, y tras unos instantes lógicos de aturdimiento, se incorporó y agitó con presteza su cola, como si demandara un segundo viaje en esa atracción de feria que el azar había improvisado en el vestíbulo.
Que los protectores de los animales, en todo caso, respiren con alivio y repriman para mejor ocasión su revanchismo, Otto se encuentra en perfecto estado de salud. La última noticia que me llega de él es que se precipitó sobre la compra mensual que mis suegros habían descargado del coche al recibidor, y después de saquearlo con la furia desatada de un forajido innoble, emprendió huida con su botín, un fuet largo e interminable como la paciencia de mis suegros, y se agazapó bajo un sofá y no salió de él hasta habérselo zampado todo, dejando apenas el cordón con la etiqueta, cuyos restos se mecían, delatores, de la quijada de Otto a la salida feliz de su guarida.
Pero las vicisitudes caninas de mi familia política no acaban ahí. El mismo Martín tiene una perra, Lisa, asimismo de raza desconocida, diminuta como la conciencia de un déspota, ciega de un ojo y combativa e iracunda a más no poder. Con motivo del enlace en Zaragoza de mi cuñada Maribel, toda la familia nos trasladamos a la capital aragonesa, y Lisa hubo de quedarse con la abuela. Por ese entonces la perra no andaba muy bien de salud, y deambulaba, como alma en pena, por las habitaciones profiriendo gañidos de desconsuelo. Martín le encomendó a la abuela la tarea de que si detectaba una recaída en la frágil salud de Lisa, le hiciera ingerir un pedazo pequeñito, muy pequeñito, de Gelocatil a fin de aliviarla.
Una vez en Zaragoza, Martín llamó por teléfono para interesarse por el estado de la Lisa:
Qué, mama, cómo está Lisa.
Estupenda hijo, es una monada, no da guerra, la pobre. Se pasa el día durmiendo.
¿Durmiendo?
Sí hijo, durmiendo como una marmota. Así lleva diecisiete horas. Una detrás de otra. La jodía no despega el ojo ni aunque se hunda el suelo bajo sus pies.
¡Diecisiete horas! Ay mama, ¿qué le has hecho? ¿le has dado algo?
La pastilla, como tú me dijiste, hijo.
¿Pero sólo un trocito pequeño, no?
Un trocito… un trocito…quien dice un trocito dice toda, hijo, no vamos a andarnos ahora con tonterías.
¡Pero mama! ¡Que me la vas a matar! Pero… pero… ¡Dile a la perra que se ponga!, gritó Martín, en medio de las carcajadas incontenibles de quienes fuimos testigos de la conversación.
Francamente, creo que a la familia de mi mujer no le ha acompañado la fortuna a la hora de escoger perro. Antes de Otto tuvieron largos años a El Kiko, posiblemente el bicho más feo que he visto en mi vida. Y conste que cuando digo bicho no circunscribo el apelativo únicamente a la especie perruna. Cuando digo bicho me refiero a toda fauna que habita hasta el rincón más remoto e inhóspito de la Tierra, incluidas las profundidades marinas. Comparado a El Kiko, hasta el más extraño espécimen o ser inclasificable que hallara nadie podía presumir de atractivo. También es cierto que yo lo conocí en la senectud, y por tanto no descarto que me perdiera su época de animal de figura esbelta y porte gallardo que deambulaba por el barrio de Cirera, de donde procede, con la punta rosa fosforescente de su pene a medio asomar entre la pelambrera rala, dispuesto a ensartar a toda perra que le saliera al paso. O perro, pues ya se sabe que la especie en cuestión no suele andarse con contemplaciones de género ni ha adolecido jamás de escrúpulos a ese respecto. Bien mirado, que les quiten lo bailao.
Bueno, el caso es que el hermano de mi suegro, Martín, sacó a pasear a Otto para que el animal realizara las evacuaciones de rigor, efectuadas las cuales, de regreso en el interior del ascensor, Otto, justo en el momento en el que se estaban cerrando las puertas, no se le pasó otra cosa por su cabeza atrofiada de yonqui vitalicio, que salir del ascensor al vestíbulo, para perplejidad y horror de Martín, que se quedó boquiabierto con la correa en las manos, atrapada entre las dos puertas de acero inoxidable, al otro lado de las cuales, la cara de Otto apenas permanecía a unos pocos centímetros de las puertas. El ascensor se puso en marcha, y Otto comenzó poco a poco a levitar, las patas se le separaron del suelo e inició el ascenso inevitable, colgado tristemente como los restos de un pollo desplumado en lo alto de una carnicería. Al otro extremo de las puertas Martín no reaccionaba, no acertaba a pulsar los botones, sostenía la cadena y observaba con ojos desorbitado y tez lívida cómo ésta se acercaba peligrosamente al marco superior de las puertas donde, si un milagro no lo remediaba, Otto acabaría su corta pero intensa vida de yonqui colgado por el cuello. Pero el milagro tuvo lugar, y la cadena se rompió al impactar con el marco superior de la puerta, y Otto cayó de bruces contra el suelo, y tras unos instantes lógicos de aturdimiento, se incorporó y agitó con presteza su cola, como si demandara un segundo viaje en esa atracción de feria que el azar había improvisado en el vestíbulo.
Que los protectores de los animales, en todo caso, respiren con alivio y repriman para mejor ocasión su revanchismo, Otto se encuentra en perfecto estado de salud. La última noticia que me llega de él es que se precipitó sobre la compra mensual que mis suegros habían descargado del coche al recibidor, y después de saquearlo con la furia desatada de un forajido innoble, emprendió huida con su botín, un fuet largo e interminable como la paciencia de mis suegros, y se agazapó bajo un sofá y no salió de él hasta habérselo zampado todo, dejando apenas el cordón con la etiqueta, cuyos restos se mecían, delatores, de la quijada de Otto a la salida feliz de su guarida.
Pero las vicisitudes caninas de mi familia política no acaban ahí. El mismo Martín tiene una perra, Lisa, asimismo de raza desconocida, diminuta como la conciencia de un déspota, ciega de un ojo y combativa e iracunda a más no poder. Con motivo del enlace en Zaragoza de mi cuñada Maribel, toda la familia nos trasladamos a la capital aragonesa, y Lisa hubo de quedarse con la abuela. Por ese entonces la perra no andaba muy bien de salud, y deambulaba, como alma en pena, por las habitaciones profiriendo gañidos de desconsuelo. Martín le encomendó a la abuela la tarea de que si detectaba una recaída en la frágil salud de Lisa, le hiciera ingerir un pedazo pequeñito, muy pequeñito, de Gelocatil a fin de aliviarla.
Una vez en Zaragoza, Martín llamó por teléfono para interesarse por el estado de la Lisa:
Qué, mama, cómo está Lisa.
Estupenda hijo, es una monada, no da guerra, la pobre. Se pasa el día durmiendo.
¿Durmiendo?
Sí hijo, durmiendo como una marmota. Así lleva diecisiete horas. Una detrás de otra. La jodía no despega el ojo ni aunque se hunda el suelo bajo sus pies.
¡Diecisiete horas! Ay mama, ¿qué le has hecho? ¿le has dado algo?
La pastilla, como tú me dijiste, hijo.
¿Pero sólo un trocito pequeño, no?
Un trocito… un trocito…quien dice un trocito dice toda, hijo, no vamos a andarnos ahora con tonterías.
¡Pero mama! ¡Que me la vas a matar! Pero… pero… ¡Dile a la perra que se ponga!, gritó Martín, en medio de las carcajadas incontenibles de quienes fuimos testigos de la conversación.
Francamente, creo que a la familia de mi mujer no le ha acompañado la fortuna a la hora de escoger perro. Antes de Otto tuvieron largos años a El Kiko, posiblemente el bicho más feo que he visto en mi vida. Y conste que cuando digo bicho no circunscribo el apelativo únicamente a la especie perruna. Cuando digo bicho me refiero a toda fauna que habita hasta el rincón más remoto e inhóspito de la Tierra, incluidas las profundidades marinas. Comparado a El Kiko, hasta el más extraño espécimen o ser inclasificable que hallara nadie podía presumir de atractivo. También es cierto que yo lo conocí en la senectud, y por tanto no descarto que me perdiera su época de animal de figura esbelta y porte gallardo que deambulaba por el barrio de Cirera, de donde procede, con la punta rosa fosforescente de su pene a medio asomar entre la pelambrera rala, dispuesto a ensartar a toda perra que le saliera al paso. O perro, pues ya se sabe que la especie en cuestión no suele andarse con contemplaciones de género ni ha adolecido jamás de escrúpulos a ese respecto. Bien mirado, que les quiten lo bailao.
3 comentarios:
Qué fuerte tú...la imagen del perro colgando del ascensor va a perseguirme durante un tiempo, estoy segura...
Que fuerte, y pensar que hay guionistas que pasan horas inventando como los de la familia Mata. Que se den una vuelta por aqui, y las guiones le saldran solos, no te parece?
Por cierto supongo que habras observado que has rebasado las diez mil visitas, estas que te sales.
Ah! felicidades a tu santa esposa y a todas las Pilar.
Petonets
Sí Jose, los Gómez Martín no le tiene nada que envidiar a la familia Mata. Son un pozo inagotable de historias. Si Otto no sale con vida del viaje en ascensor no sé cómo le hubiéramos explicado a Alba su repentina desaparición. En fin, gracias por las felicitaciones.
Publicar un comentario