martes, julio 04, 2006
Radicalismo
No hace muchos días mi hermana aseguró que mi ateísmo estaba alcanzando cierta radicalidad. El reproche me cogió con el paso cambiado, pues siempre he presumido de contemplar cuanto sucede a mi alrededor con la objetividad y distancia suficiente a fin de mantener mis opiniones a salvo de cualquier elemento contaminador que no pasara por el cedazo del sentido común o la racionalidad. No obstante, lo que me causó sorpresa de la opinión expresada por mi hermana no fue tanto la afirmación misma como que su análisis o conclusión coincidiera con lo que yo sospechaba de un tiempo a esta parte. En efecto, también yo había detectado ultimamente que mi ecuanimidad dejaba de serlo cuando era la cuestión religiosa la involucrada. ¿A qué puede ser debido?, me pregunto a menudo, preocupado acaso por la pérdida paulatina de parcialidad y su consecuencia más indeseable: la desaparición de la capacidad de autocrítica que todos deberíamos ejercer para dirimir asuntos, peliagudos o menores, que a diario nos salen al paso. De ser cierto que yo padeciera ese radicalismo —pues el radicalismo, no lo duden, se padece— ¿podía ser debido al callejón sin salida al que parecen estar abocando al planeta todos aquellos que aseguran pretender salvarlo en nombre de Dios? Empezando por el analfabeto Bush y su paranoíca cruzada cristiana y acabando por los musulmanes radicales a la caza mediaval del infiel, siquiera por representar la figura de Alá mediante inofensivos dibujos?
Lo cierto es que, aunque respetable, siempre me ha parecido una contradicción o paradoja que existan intelectuales que se declaren a la vez practicantes de alguna religión, habida cuenta que el ejercicio de la labor intelectual debería sustentarlo —o así lo entidendo yo— la razón y el análisis casi científico de cuanto a nuestro alrededor sucede, y nada me parece más alejado de ese objetivo que obrar, o peor aún gobernar, en función de las conjeturas improbables, veleidosas y ajenas a la realidad tan propias de la religión, más próximas en todo caso al arte literario o las leyendas que al transcurrir inapelable del mundo real, que necesita algo más que milagros y plegarias para sostenerse en pie.
Quizá sea cierto lo que dice mi hermana, pero, en mi disculpa, no lo es menos que yo, por el hecho mismo de coincidir con ella, es posible que aún no haya perdido mi capacidad de autocrítica. Decía Unamuno que odiaba la razón porque le impedía creer. Yo desapruebo las religiones porque, las más de las veces, impiden razonar.
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