Recientemente tuve oportunidad de asistir como testigo involuntario a una charla que me deparó cierta perplejidad. Vagaba yo por entre los anaqueles atestados de libros de una conocidísima tienda o centro especializado, no tanto con idea de adquirir uno como por la necesidad física de proximidad que de vez en cuando necesitamos satisfacer quienes apreciamos el libro no sólo por su tan cacareada función divulgativa (en el supuesto caso de que la poseyera, lo cual habría que empezar a cuestionar habida cuenta el analfabetismo cultural que parece haberse instalado en todo cuanto nos rodea), sino como un objeto valioso por sus cualidades meramente estéticas.
Pues bien, en ésas andaba yo, mirando con el entrecejo fruncido el lomo de los libros, tratando de alcanzar, fatigosamente erguido debido a mi corta estatura, los situados en los anaqueles más altos, o bien en cuclillas, examinando los dispuestos a la altura de mi cintura, cuando a un par de metros de mí se concentraron cuatro jóvenes empleados de la tienda e iniciaron una tertulia o conciliábulo en el que cada uno de ellos expuso, entre un escándalo más bien inapropiado de risas y burlas, los más disparatados ejemplos de clientes que, siendo neófitos en asuntos literarios, habían dejado constancia de su desconocimiento al acudir sin el menor sonrojo en busca de la ayuda de dichos empleados para localizar libros tales como Cazuela, en lugar de Rayuela de Julio Cortázar, A la zaga de los espíritus, en vez de La casa de los espíritus de Isabel Allende, y tantos más ejemplos que no me detendré en enumerar. Debo reconocer que al principio participé del estupor que les producía a los ociosos dependientes semejante suerte de laguna intelectual, y incluso me permití, allí agachado haciendo ver que buscaba y removía libros cuando toda mi atención se había concentrado ya en escucharlos, me permití, digo, una sonrisa burlona como muestra de complicidad. Pronto caí en la cuenta, sin embargo, de que yo mismo podía haber sido uno de los clientes que eran objeto de sus burlas, si no en materia literaria sí en cualquier otra de la larguísima lista de asuntos de los que lo ignoro absolutamente todo, y si no en una librería sí en cualquiera de los innumerables comercios en los que he entrado sin apenas tener más que alguna noción confusa de aquello que quería adquirir. Y entonces; ¿qué no habrán dicho de mí los dependientes a mi marcha? ¿Cuánto regocijo y momentos de guasa les habré deparado? ¿Durante cuánto tiempo habré encabezado la lista de ignaros —el top ten — que probablemente guardaran en algún rincón inaccesible de la tienda para su privado alborozo?
Semejantes reflexiones me condujeron a conjeturas respecto a qué sucedería si tuviera acceso a lo que de mí piensan u opinan quienes me conocen poco o mucho, o bien los que lo ignoran todo de mí y sin embargo se toman la licencia de observarme y juzgarme en virtud a supuestos equivocados que han elaborado tras un fugaz encuentro conmigo, pongamos por caso mientras ambos subíamos en silencio en un ascensor o aguardábamos uno tras otro en la cola del supermercado. Estamos, en verdad, a merced de los supuestos que de nosotros alcance el desconocido que nos observa a hurtadillas, o a las certezas que posee un amigo o familiar y sin embargo nos oculta y no se atreverá nunca a mencionarnos, poseemos más identidades de las que jamás podremos conocer, pues no sólo somos quienes creemos ser, sino todos aquellos que la mirada y el juicio ajeno nos revela.
Pues bien, en ésas andaba yo, mirando con el entrecejo fruncido el lomo de los libros, tratando de alcanzar, fatigosamente erguido debido a mi corta estatura, los situados en los anaqueles más altos, o bien en cuclillas, examinando los dispuestos a la altura de mi cintura, cuando a un par de metros de mí se concentraron cuatro jóvenes empleados de la tienda e iniciaron una tertulia o conciliábulo en el que cada uno de ellos expuso, entre un escándalo más bien inapropiado de risas y burlas, los más disparatados ejemplos de clientes que, siendo neófitos en asuntos literarios, habían dejado constancia de su desconocimiento al acudir sin el menor sonrojo en busca de la ayuda de dichos empleados para localizar libros tales como Cazuela, en lugar de Rayuela de Julio Cortázar, A la zaga de los espíritus, en vez de La casa de los espíritus de Isabel Allende, y tantos más ejemplos que no me detendré en enumerar. Debo reconocer que al principio participé del estupor que les producía a los ociosos dependientes semejante suerte de laguna intelectual, y incluso me permití, allí agachado haciendo ver que buscaba y removía libros cuando toda mi atención se había concentrado ya en escucharlos, me permití, digo, una sonrisa burlona como muestra de complicidad. Pronto caí en la cuenta, sin embargo, de que yo mismo podía haber sido uno de los clientes que eran objeto de sus burlas, si no en materia literaria sí en cualquier otra de la larguísima lista de asuntos de los que lo ignoro absolutamente todo, y si no en una librería sí en cualquiera de los innumerables comercios en los que he entrado sin apenas tener más que alguna noción confusa de aquello que quería adquirir. Y entonces; ¿qué no habrán dicho de mí los dependientes a mi marcha? ¿Cuánto regocijo y momentos de guasa les habré deparado? ¿Durante cuánto tiempo habré encabezado la lista de ignaros —el top ten — que probablemente guardaran en algún rincón inaccesible de la tienda para su privado alborozo?
Semejantes reflexiones me condujeron a conjeturas respecto a qué sucedería si tuviera acceso a lo que de mí piensan u opinan quienes me conocen poco o mucho, o bien los que lo ignoran todo de mí y sin embargo se toman la licencia de observarme y juzgarme en virtud a supuestos equivocados que han elaborado tras un fugaz encuentro conmigo, pongamos por caso mientras ambos subíamos en silencio en un ascensor o aguardábamos uno tras otro en la cola del supermercado. Estamos, en verdad, a merced de los supuestos que de nosotros alcance el desconocido que nos observa a hurtadillas, o a las certezas que posee un amigo o familiar y sin embargo nos oculta y no se atreverá nunca a mencionarnos, poseemos más identidades de las que jamás podremos conocer, pues no sólo somos quienes creemos ser, sino todos aquellos que la mirada y el juicio ajeno nos revela.
2 comentarios:
Siempre estamos a merced de alguien. En mi caso, nunca sé cómo se llaman cada uno de los chismes que venden en las ferreterías. Acabo pareciendo un indio señalando cualquier artículo con ánimo de que me entiendan sin que el hecho de hablar el mismo idioma sea apenas alguna ventaja para entendernos.
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