Desde hace varios días mantengo confinado en mi buzón a un repartidor de correo comercial cuyo comportamiento me venía exasperando desde hacía varias semanas. Se preguntarán ustedes cómo ha podido caber toda una persona en un repceptáculo tan pequeño. Créanme si les digo que se sorprenderían de la infinita ductilidad que posee el cuerpo humano para adaptarse a cualquier espacio por pequeño que este sea. El caso, en suma, es que dicho repartidor tenía por costumbre atiborrar mi buzón con toda clase de impresos publicitarios hasta dejarlo saturardo, de tal forma que mi correspondencia privada —razón de ser, no olvidemos, de los buzones—, al no hallar el cartero el mínimo espacio libre por el que introducirla, acababa las más de las veces esparcida por el suelo o apoyada en alto contra la pared, en el borde exterior del conjunto de buzones del edificio y por tanto no en su interior como es de rigor. Lo que más rabia me producía, sin embargo, era que el buen hombre, en lugar de dejar un solo ejemplar de la hoja o folleto publicitario o lo que fuera que ese día cargara consigo, cogía un grueso fajo repetido y lo introducia apresuradamente de cualquier manera con el fin, imagino, de agotar cuanto antes las existencias para así dar por concluida su jornada laboral sin atender a la obiedad de que con un solo folleto ya se apaña el cumún de los mortales.
El caso es que el día de autos —siempre he querido utilizar esa expresión— estuve aguardando agazapado en la penumbra del portal a que apareciera el individuo para expresarle mi descontento y pedirle que depusiera su actitud y en adelante procediera con mayor civismo y respeto a la propiedad ajena. Una cosa llevó a la otra y sin apenas advertirlo lo que empezó como una discusión acalorada pero inofensiva desembocó en una pelea barriobajera en la que el tipo se llevó la peor parte. En un rapto de furia irreprimible lo inmovilizé por el brazo mediante una llave de defensa personal que seguramente estaría instalada en mi subconsciente de mis tiempos de espectador de películas de Chuck Norris (que alce el brazo quien no tenga un pasado), y lo introduje poco a poco en el interior del buzón, empezando por el dedo meñique y acabando por la cabeza, extremidad esta en la que de más está señalar empleé mayor energía y me causó más fatigas que el resto del cuerpo junto.
Así pues, desde el día de autos —le he cogido gusto a la expresión— me he convertido en un héroe para mis vecinos, pues también ellos eran al parecer víctimas del problema pero habían decidio padecerlo en silencio. No dejan de destacar el arrojo del que he hecho acopio para enfrentarme a una problemática que aseguran se da en todas las comunidades de vecinos. El repartidor, entretanto, no sólo continua alojado en el interior de mi buzón sino que, para mi sorpresa y no poca preocupación (pues todo fue resultado de un arrebato de rabia y en modo alguno esperaba que semejante situación se prolongara más de lo imprescindible), amenaza con establecerse indefinidamente porque asegura que le ha cogido cierto cariño al angosto habitáculo. Con voz fatigada y nasal por la estrechez pero feliz señala que para padecer estrechezes a la intemperie prefiere padecerlas bajo techo. Tan de verás lo desea que para no contrariarme y mitigar en lo posible las molestias que su estancia puedan acarrear en el desarrollo cotidiano de mi vida, ha realizado un gran esfuerzo y ha conseguido moverse la distancia justa para que el cartero pueda intruducir sin problemas mi correspondencia privada, lo cual pone de manifiesto que el ser humano, además de poseer ductilidad y una enorme capacida para adaptarse a cualquier situación, es de una naturaleza acomodaticia que da asco.
El caso es que el día de autos —siempre he querido utilizar esa expresión— estuve aguardando agazapado en la penumbra del portal a que apareciera el individuo para expresarle mi descontento y pedirle que depusiera su actitud y en adelante procediera con mayor civismo y respeto a la propiedad ajena. Una cosa llevó a la otra y sin apenas advertirlo lo que empezó como una discusión acalorada pero inofensiva desembocó en una pelea barriobajera en la que el tipo se llevó la peor parte. En un rapto de furia irreprimible lo inmovilizé por el brazo mediante una llave de defensa personal que seguramente estaría instalada en mi subconsciente de mis tiempos de espectador de películas de Chuck Norris (que alce el brazo quien no tenga un pasado), y lo introduje poco a poco en el interior del buzón, empezando por el dedo meñique y acabando por la cabeza, extremidad esta en la que de más está señalar empleé mayor energía y me causó más fatigas que el resto del cuerpo junto.
Así pues, desde el día de autos —le he cogido gusto a la expresión— me he convertido en un héroe para mis vecinos, pues también ellos eran al parecer víctimas del problema pero habían decidio padecerlo en silencio. No dejan de destacar el arrojo del que he hecho acopio para enfrentarme a una problemática que aseguran se da en todas las comunidades de vecinos. El repartidor, entretanto, no sólo continua alojado en el interior de mi buzón sino que, para mi sorpresa y no poca preocupación (pues todo fue resultado de un arrebato de rabia y en modo alguno esperaba que semejante situación se prolongara más de lo imprescindible), amenaza con establecerse indefinidamente porque asegura que le ha cogido cierto cariño al angosto habitáculo. Con voz fatigada y nasal por la estrechez pero feliz señala que para padecer estrechezes a la intemperie prefiere padecerlas bajo techo. Tan de verás lo desea que para no contrariarme y mitigar en lo posible las molestias que su estancia puedan acarrear en el desarrollo cotidiano de mi vida, ha realizado un gran esfuerzo y ha conseguido moverse la distancia justa para que el cartero pueda intruducir sin problemas mi correspondencia privada, lo cual pone de manifiesto que el ser humano, además de poseer ductilidad y una enorme capacida para adaptarse a cualquier situación, es de una naturaleza acomodaticia que da asco.
4 comentarios:
El rehén que tienes secuestrado en nuestro buzón, no tendrá nada que ver con las cartas que no me llegan, veáse el borrador de la declaración de Renta, la devolución de la Fianza por parte del Ayto, o la carta del Registro Civil para que nos podamos casar de una p.vez.
Besos
Pilar
Vaya treta.
Ya basta Arcadio!!! y me invitais a la boda...
No puedo invitarte si no me dices quién eres.
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