martes, diciembre 18, 2007

La carretera



Qué extraordinario escritor es Cormac McCarthy. Para quien no haya leído nada de él y desee descubrir a un autor imprescindible, recomiendo la lectura de su última novela, publicada por Mondadori, La carretera, en la que se relatan las vicisitudes de un padre y su hijo en un mundo arrasado por algún desastre nuclear del que jamás se ofrece explicación ni causa ni detalle alguno.
La primera novela que leí de Cormac McCarthy fue Maridiano de sangrel. La leí presa de una perplejidad que iba en aumento a medida que avanzaba en la lectura, y no bien había terminado de leer la última frase, lo empecé de nuevo, y hubo asimismo una tercera vez. Me parece un escritor inconmensurable, con una prosa poderosísima que, en las últimas obras, ha prescindido de la retórica apabullante de sus primeros libros (que a mí, vaya por delante, no me molestaba, bien al contrario, agradezco que un escritor, cuando es hábil y posee las cualidades para hacerlo, eche mano de la riqueza y la exuberancia del lenguaje) para dejarla en la mínima expresión.
Todos los personajes de McCarthy parecen deambular desesperanzados y resignados a la suerte de un mundo devorado por la crueldad. Hay un pasaje en La carretera en que el padre desciende las escaleras de una especie de zaguán de una casa que encuentran en el camino, abandonada en medio de un paisaje yermo y desolado como pocas veces se ha descrito en una novela. El padre busca alimento, su hijo, entre tanto, aguarda arriba, suplicándole que no baje, que regrese para remprender camino de inmediato, para huir antes de que aparezcan algunos de los supervivientes a la hecatombe, que malviven practicando el canibalismo, errando como sombras famélicas, alimentándose de cualquier humano que les sale al paso. Ese pasaje es escalofriante, angustioso a decir verdad. A mí, debo admitir, hacía mucho tiempo que una novela no me introducía tanto en la historia al punto de casi acompañar en la súplica al hijo y exhortar al padre, también yo, a que abandonara ese zaguan y salieran de la casa, que dejarán ese horror atrás, que buscaran un lugar seguro en el que cobijarse.
De igual forma, cuando, al cabo, dan de bruces con otra casa (se alzan por doquier, abandonadas en medio de un paisaje abrupto cubierto por ceniza y nieve, restos fantasmales de un pasado extinguido) llena de víveres suficientes para subsistir una larga temporada, y el padre decide marcharse al poco, yo casi me sentí tentado a gritarle que no lo hiciera, que no había necesidad de salir de nuevo para acabar muriendo de hambruna en esa tierra baldía y renegrida e inhóspita.
Qué hermosa historia de amor, asimismo, la de padre e hijo. Y qué coraje el del padre, que no se resigna a su suerte, que lejos de imitar a la esposa y quitarse la vida después, quizá, de quitársela a su propio hijo, decide protegerlo y salir en busca de un lugar en el que crezca a salvo, aunque en el fondo sepa que es una búsqueda inútil, pues tiene la certeza de que el mundo, tal y como lo conocían, ha desaparecido, y por ese motivo guarda una pistola con un último cartucho con el que, llegado el caso, evitar sufrimiento a su hijo.
Todas las novelas de McCarthy, creo yo, son un tratado del mal absoluto, del mal que es capaz de causar el ser humano y el que puede soportar, abocados, los personajes, a circunstancias extremadamente crueles. Y McCarthy lo retrata tan poderosamente, que cuando terminas de leer sus libros no lanzas un suspiro de alivio, no buscas refugio o excusa o consuelo o amparo en volver a la incredulidad que uno pone en suspenso durante el tiempo nos sumergimos en una ficción, sino que los efectos te acompañan durante largo tiempo, y uno tiene la certeza de que ese mal existe, puede acechar en cualquier lado, porque es inherente al ser humano. McCarthy se merece el Nóbel.

martes, diciembre 11, 2007

Si no observas el debido respeto mejor vete a casa y adiós muy buenas



Cuando uno contempla en televisión a una pandilla de descerebrados, enaltecidos por una ignorancia atávica, reclamando la muerte de una profesora que en una escuela de Sudán tuvo la feliz idea de bautizar a un inofensivo osito de peluche –¿cabe imaginar símbolo más afable? – con el nombre de Mahoma, se pregunta por qué no se responde con mayor contundencia cada vez que un sujeto similar se obstina en trasladar a Europa las perversas costumbres que en su país practican alegremente y en nuestro continente no sólo están desaconsejadas sino las más de las veces prohibidas. No digo que se deba imitar el rebuzno colérico que profieren esos lunáticos, faltaría más, pero sí una defensa desacomplejada y entusiasta e inamovible de los valores democráticos, y no ese balbuceo exhausto y timorato que las naciones del viejo continente, valga el ejemplo, sostuvieron al unísono en el decurso de la polémica suscitada por la publicación de las caricaturas a Mahoma.

A veces se le ocurre pensar a uno que la democracia es una herramienta de la que se sirven a su antojo quienes menos creen en ella o ningún respeto les merece, y la desdeñan a la menor ocasión que les sale al paso, ya sea verbalizando su desdén con coléricas proclamas que declaman a voz en cuello, o mediante acciones violentas que dejan tras de sí ese rastro sanguinolento de cuerpos despedazados yaciendo por doquier. En el segundo caso se pretender ofrecer una respuesta diligente y por lo general apresurada que persigue ajusticiar a los culpables con una mesura que, ay, nunca será considerada equitativa, pues, mal que nos pese, el común de los mortales desea y exige y espera que quienes han causado un dolor irreparable a un familiar o a un amigo o a un conocido reciban un castigo proporcional cuando no idéntico al que han infligido.
En el primer caso, sin embargo, el del desprecio propagado públicamente, resulta sumamente descorazonador e irritante a un tiempo que quienes lo expresan estén precisamente echando mano de uno de los principales baluartes de la democracia, la libertad de expresión, para cuestionarla y vituperarla y socavarla llegado el caso. Es intolerable, por ejemplo, que un Imán se traslade a un país occidental de tradición democrática y propague contra sus ciudadanos toda suerte de inquinas y malevolencias y envilecimientos que puedan poner en riesgo sus vidas, enardeciendo el ánimo de cuatro desalmados que no tendrán el menor reparo en inmolarse en medio de una muchedumbre que deambule inadvertida en una plaza o calle céntrica de una ciudad cualquiera. Es igualmente inaceptable que otro Imán rechace ser entrevistado por una periodista con el pretexto inexcusable de que es de sexo femenino y hasta abandone el plató por semejante motivo. Una defensa a ultranza de las leyes democráticas debería haberlo invitado asimismo, y de forma inmediata, a que abandonara el país con el recordatorio de que no volviera a poner los pies en él, o en caso de pretenderlo, recordarle de forma explícita y hasta sumamente persuasiva cuáles son las sanas costumbres del país que pretende que lo acoja, y con cuánto empeño y escrúpulo debe observarlas, algo así como: nos trae sin cuidado el apego que en su país muestren por la mujer, o sí que nos importa pero nada hay que podamos hacer para impedirlo, pero aquí, en este, se le profesa toda consideración y es de recibo que también usted se lo muestre so pena de acabar con sus huesos en la cárcel. Y de esa forma enumerarles todas y cada una de las rarezas e injusticias que en su país de origen suelen perpetrar y sin embargo aquí están prohibidas.

El caso es que si, tal y como ha sucedido últimamente, nos rasgamos las vestiduras por librar de todo acoso o crítica, por venial o tibia o desafortunada o soez que sea, a la monarquía, deberíamos echar mano de una respuesta igualmente diligente y disuasoria que reprimiera toda intención de vilipendiar el sistema político que más prosperidad ha procurado a las naciones que tradicionalmente la han practicado con obstinada fidelidad.

martes, diciembre 04, 2007

Positiva



La primera vez no te enteras de nada. Y miente el que afirme lo contrario.
Bravuconadas.
Ya en las siguientes, con el ánimo más templado, la cosa parece enmendarse. Se adquiere experiencia. Si bien es inevitable cierta vacilación cuando se está frente a ella.
Pero la primera vez, como digo, nada de nada. Y el problema, a mi juicio, aparece en el mismo instante de concertar la cita, cuando escuchas esa voz impregnada de carácter e imaginas que su propietaria será la misma que te atienda a ti llegado el momento.
Qué desazón.
A partir de entonces se suceden un sin fin de malos augurios. Tu cabeza no deja de imaginar situaciones, y todas ellas te son desfavorables.
Y así transcurren los días que separan el encuentro, alzando obstáculos.
En semejante circunstancias —como en muchas otras, a qué negarlo— los amigo no son de gran ayuda, bien al contrario cabe constatar que no hacen sino poner dificultades.
Es dinero tirado, te dice uno, con un gesto desdeñoso de la mano.
Yo, en su momento, fui a uno de esos sitios y, en fin, qué quieres que te diga, si lo llego a saber me la hago yo y me ahorro los cinco billetes, dice otro.
Déjame que te la haga yo y me das los cinco billetes a mí, agrega un tercero, ya en el colmo de la filantropía.
Como si fuera lo mismo, pienso yo.
Por fin llega el día y uno no puede evitar padecer cierto trastorno intestinal ante la proximidad de la cita, y se te van las horas entrando y saliendo del lavabo. No bien has levantado tus blancas posaderas de la taza, que ya el cuerpo te está pidiendo asiento de nuevo. Pantalones arriba, pantalones abajo, las tripas son una manada de tigres rugiendo al unísono. Incluso a las puertas del edificio, apenas unos minutos antes del encuentro concertado, te sobreviene de súbito un último apretón que te persuade a regresar sobre tus pasos a fin de buscar de inmediato del lavabo más cercano.
Un sin vivir.
Y una vez dentro, cuando ya tu vientre ha dado de sí todo lo que podía dar y tu frágil cuerpecito es víctima de una debilidad general, ella se planta frente a ti y constatas que nada de lo que ves desmerece, en efecto, la imagen que su voz al teléfono te había sugerido.
La contemplas azorado mientras toma asiento. Sostiene un cigarrillo entre el dedo índice y corazón. Lleva las uñas pintadas y un traje ceñido que, presumes, tiene como objeto intimidarte.
Las virutas de humo la obligan a entornar los párpados al tiempo que se lleva el pitillo a los labios con elegancia cinematográfica y una cadencia como de tiempo ralentizado.
Las mejillas se le hunden en una interminable calada que realza el brillo de sus pómulos. El humo asciende describiendo un lento zigzagueo que parece detenerse repentinamente entre ambos, ingrávido y blanco como un pedazo de azúcar quemado. Eleva el mentón y te observa con detenimiento, se diría un depredador que acosa a su presa antes de lanzarse definitivamente sobre ella. La mano libre —en la otra sostiene el cigarrillo, consumido ya por esa única succión— se posa sobre el instrumento en cuestión, y los dedos se deslizan ágiles sobre él, con destreza y precisión de persona bregada en tales menesteres.
Ya dije que no sería lo mismo de haberme puesto en manos de un amigo.
Por fin, aplastando repetidas veces la colilla contra el cenicero, y retirando la mano del teclado, sus labios pronuncian las palabras que terminan con tanta angustia contenida:
—Su declaración es positiva. ¿En qué número de cuenta desea la transferencia?





sábado, noviembre 24, 2007

El pueblo de la abuela es particular


La inefable abuela de Pilar nos ha regalado hoy una de sus estimulantes anécdotas, a las que por otro lado nos tiene habituados, pero cuya frecuencia se ha ido de un tiempo a esta parte acortando, sospecho que a raíz del embarazo de Pilar y el posterior alumbramiento de Martina, circunstancias que sin duda favorecen la aportación masiva de experiencias dispares de quienes en tropel visitan a la convaleciente y a su marido y a la recién nacida. Se conoce, en cualquier caso, que la buena mujer goza de una muy prolífica actividad rememorativa y al parecer se pasa el día indagando en los rincones de su memoria en busca de hechos que ella considera de utilidad difundir a fin de prevenir a Pilar de cuanta dolencia posparto acecha a las mujeres que no guardan debido reposo, o se aventuran a realizar actividades impropias de semejante estado o son sencillamente descuidadas en su recuperación o ésta les trae sin cuidado, que de todo hay en este mundo desatinado. El modo en que procede la abuela responde siempre a un mismo patrón. Se trata de revelar un ejemplo lo suficientemente trágico o desafortunado como para amedrentar o alertar a aquél a quien va dirigida la historia -Pilar en este-. Si hace pocos días, con objeto de prevenir a su nieta de los peligros de no cuidarse durante la cuarentena, nos confió que una mujer de su pueblo falleció en el decurso de dicha cuarentena debido a que antes de que finalizara se le ocurrió blanquear la fachada de su casa, (la anécdota resultó oportuna, pues Pilar, en un descuido mío imperdonable, ya había visitado la droguería de turno para adquirir todos los pertrechos necesarios para blanquear nuestra fachada de obra vista de la nueva vivienda que habitaremos en breve. La pille a tiempo de disuadirla, descendiendo escaleras abajo, tambaleante a causa de la convalecencia, tocada con un pañuelo para evitar que las gotas le ensuciaran el cabello, cargada de una cubeta rebosante de cal y de un largo palo al final del cual había colocado un rodillo).

En esta ocasión han sido las dificultades que estamos experimentando con la lactancia materna las que han propiciado la aportación de una historia por demás estrambótica. Parece ser que una mujer, también en su pueblo (lugar, se conoce, proclive a la aparición de las historias más disparatadas), viendo que la leche no acababa de subirle y que su hijo carecía de energía o destreza o ganas para estimular con su succión la subida, buscó una perra con una camada recién parida y, ni corta ni perezosa, se encasquetó a uno de los cachorros al pezón para que el animal favoreciera la deseada ascensión láctea a fuerza de mamar con mayor poderío que el bebé.

La abuela de Pilar suele dar a conocer estas historias con dos intenciones evidentes: a modo de prevención y en forma de propuesta, de manera que con esta última tal vez me estaba invitando a que deambule en adelante por las calles de Mataró en busca de un cachorro recién alumbrado que colgar del pecho de su nieta. El problema es que, conociendo a mi mujer, dudo consienta que le coloquemos un perro cualquiera, semejante a los que son resultado de múltiples razas y lucen un aspecto más bien greñudo y desastrado y frecuentan los lodazales de la ciudad en busca de un mal alimento que echarse al hocico. Pilar exigirá un pura raza de aspecto impecable, porte aristocrático y que culmine el acto de mamar con un eructo sutil, más bien silente y con la pata situada delante de la boca, como procede en quienes han recibido una educación exquisita.


lunes, noviembre 19, 2007

Martina



Ocho días después del nacimiento de mi hija Martina encuentro por fin un momento de asueto, una tregua por otro lado de imprevisible duración habida cuenta las exigencias arbitrarias a las que no somete la niña (sin ir más lejos ahora mismo me he visto en la obligación de interrumpir la escritura a causa de una evacuación o alivio intestinal profuso de Martina para cuya limpieza Pilar ha reclamado mi participación profiriendo un alarido que me ha llegado desde el comedor. Ya no me cabe duda al respecto: la más grande e inequívoca demostración de amor de un padre a un hijo es la disposición permanente de aquél para quitar la mierda de éste, y los turnos en los que los padres se reparten dicha disposición una manifestación de amor equitativa) en la que sentarme delante del ordenador y tratar de escribir alguna reflexión que explique esta semana llena de emotividad y estupor cuyo resumen podría perfectamente cifrarse en la formulación de algunas preguntas que, de manera incesante, rondan mi cabeza, a saber: ¿cómo es posible que un ser tan diminuto de cuya presencia no había en nuestras vidas constancia física alguna hace apenas una semana sea sin embargo capaz de inspirar tanto amor, de concentrar nuestra atención tan poderosamente?

Martina nació el sábado día 10, a las dos y cinco de la madrugada. Me consta que era esa hora porque al poco de aparecer en este mundo, impregnada aún de las entrañas de su madre, apenas profiriendo más que un quejido sordo, acompasado, exhausto, en lugar de romper a llorar tal y como en tantas películas me he cansado de ver; zarandeada, mi hija, por el comadrón que la depositó en una bandeja de la que asomaban toda suerte de artilugios, cables y botones que titilaban con un parpadeo perezoso, situada a poca distancia de la silla paritorio en la que Pilar (si ya en alguna otra entrada he hecho público mi amor por ella, bueno es que ahora haga lo propio con la admiración que me inspira, ¡qué mujer y cuánta fortuna debo al azar, que la cruzó en mi camino!) apenas podía alcanzar a articular palabra por el dolor y la emoción, la mejilla derramada de lágrimas, el perfil de su rostro, desde donde yo me hallaba, situado en escorzo, buscando con la mirada perdida a su hija, atenta a pesar del cuerpo dolorido a todo cuanto los médicos le hacían, musitando una y otra vez la misma pregunta: ¿Por qué no llora? ¿Por qué no llora?

Me consta que era esa hora, digo, porque inmediatamente, ataviado con el clásico uniforme verde que visten los médicos en quirófano, miré en alto en torno a mí, en busca del clásico reloj de largas agujas y números negros sobre fondo blanco, para registrar el momento en que se había producido el nacimiento. Busqué, atisbé, escudriñé de manera inconsciente, suponiendo tan sólo, sospechando quizá, deseando que el reloj estuviera donde debía estar como así fue para fijar en mi retina, a perpetuidad, ese momento que, lejos de deparar felicidad plena es más bien un instante inacabable de incertidumbre y pavor respecto a la salud de ese ser débil e indefenso de apariencia aparentemente quebradiza que no obstante es llevado por el personal sanitario de un lado a otro sin ninguna contemplación, sin las precauciones o los miedos o las prevenciones, no sé si excesivas pero sí comprensibles, con las que los padres manejamos a los hijos a tan temprana edad.

En ocasiones, no sólo a lo largo del embarazó sino también el mismo día del parto, temí que la paternidad acabara siendo algo similar a lo que ocurre cuando asistes al pase de una película de la que no han dejado de confiarte excelentes referencias, tantas que finalmente no acaba por colmar las expectativas suscitadas. Pero en modo alguno es así, y no seré yo quien descubra ahora qué es y que implica ser padre, habida cuenta las muy ilustres plumas de la literatura universal que antes que yo han reflexionado desde su posición de padres. O, qué coño, no me podré estupendo, para qué remontarse tan lejos, cualquiera de los que leerá esta entrada y ha tenido un hijo antes que yo sabrá a qué me refiero. Así pues, lo único que puedo añadir o constatar es ese sentimiento inédito de absoluta predisposición que de inmediato, casi en el mismo instante de su alumbramiento, aparece, surge quién sabe de dónde y te impulsa a estar en todo momento a disposición feliz de cuanto necesite tu hijo, ese permanente estado de conmoción, ese reconocimiento perplejo de que cualquier gesto o facción o sonido que realice o posea o emita tu hijo de alguna manera imposible de explicar procede no sólo de ti, de lo más profundo que hay en ti, o para ser más exactos, de los más profundo que hay en el resultado de la suma de Pilar y yo, sino que asimismo se remonta a los que hicieron posible que mi mujer y yo existiéramos. Dice el escritor Sergio Pitol que uno es una suma mermada por infinitas restas. Pues aquí está Martina, añadida de la noche a la mañana a la adición que Pilar y yo decidimos un día efectuar, con toda seguridad sin sospechar siquiera que lanzarse a esa aventura azarosa desembocaría en ese paritorio de luz diáfana y aspecto impoluto y en esos dos inmensos ojos que nos miran desde el fondo de la cuna (o moisés, o como quiera que se llame) de forma inquisitoria.

Durante estos días de euforia desatada mi madre ha ocupado continuamente mis pensamientos, Martina, mi hija, es la primera nieta que no ha conocido, y sin embargo no he podido evitar la sensación de que no era así, no he podido -no he querido- eludir el pensamiento feliz de que en el círculo de júbilo y jolgorio desatado que mis hermanas formaban en torno a Martina, en medio de ellas, o levitando por encima de sus cabezas, o en cualquiera de los gestos o mohines que le dedicaban a mi hija, ahí estaba la presencia reparadora de mi madre, permanentemente atenta para aliviar de inmediato, con un solo gesto, cualquiera de las dolencias que aquejen en adelante a su nieta Martina, como siempre hizo con sus nietos, como siempre hizo con nosotros.


miércoles, noviembre 07, 2007

Como apéndice o añadido a la entrada anterior, transcribo unas afirmaciones apuntadas en La Contra de La Vanguardia de hoy mismo. No las ha expresado cualquier desinformado que cusualmente pasara por allí con ganas de departir. Tampoco unos pobres moritos, como tan desafortunadamente los denominó un diputado del PP (¿Del Burgo? No me alcanza la memoria). Se trata, nada más y nada menos, de Leslie Crawford, periodista, delegada del Financial Times en España:

En España llevo ya ocho años y sin duda la noticia que más me ha afectado fue el 11-M. (...) Otra cosa que me afectó fue la manipulación del gobierno (...) En España no son conscientes aún del daño a su crédito internacional que causó aquella mentira. Aún me encuentro líderes europeos que se quejan del intento de encubrimiento que hizo Madrid de un terrorismo que les amenazaba también a ellos. Aquel atentado no era sólo un problema español y sin embargo el gobierno lo gestionó como si lo fuera.

jueves, noviembre 01, 2007

La sentencia




Cualquier persona de bien que no decidiera de forma voluntaria someterse ese día ni los sucesivos a los engaños y las mentiras vergonzantes de periodista mediocres que han denigrado la profesión, quién sabe si de forma irreparable, y asimismo a políticos del PP cuya verdadera condición de embaucadores de la extrema derecha se manifestó durante aquellas decisivas horas que siguieron a los atentados, y se acentuó en adelante, intentando a toda costa confundir, ocultar, falsificar la verdad axiomática, modificarla a su antojo para que se ajustara a sus imperiosas necesidades, y hacerlo sin pudor, quizá convencidos de que el español medio era lo suficientemente estúpido o cretino o tonto o distraído o desinteresado como para aceptar o tragarse las mentiras que les viniera en gana urdir. Cualquier persona, digo, no necesitaba el fallo hecho público ayer para saber qué sucedió ese día y a consecuencia de qué circunstancia y cuánto contribuyó a ello la aparición de tres fantoches miserables en una isla de cuyo nombre no quiero acordarme. Que Mariano Rajoy aparezca ahora en televisión afirmando que los autores intelectuales no han sido detenidos y dejando constancia de la voluntad de su partido de apoyar cualquier investigación que en el futuro se lleve a cabo a fin de esclarecer unos sucesos por completo dilucidados con la sentencia que nos ocupa, de una claridad cristalina, diáfana e incuestionable, es un insulto a la inteligencia de cualquier persona.

Algo de cierto hay en que no se han detenido a los autores intelectuales, si bien cabría añadir que no han sido hechos presos por la sencilla razón de que volaron en pedazo en el pisos de Leganés, entre cuyos escombros se hallaron todo tipo de indicios a ese respecto, como los mensajes en los que reclamaban la autoría de los atentados. Yo me pregunto cómo es posible que cualquier lector habitual del periódico El Mundo, antes de adquirirlo cada día en el quiosco de rigor, no cuestione esa adquisición, ese dispendio por mínimo que sea, con el argumento irrefutable de que cuanto aparece publicado en esas hojas puede ser susceptible de ser falso, mentira, y estar tergiversado, o interesado, cualquier noticia de la índole que sea, puede haber sido manipulada como estos años lo ha sido todo cuanto procedía de la investigación del 11-M. Me pregunto cómo un lector habitual de ese periódico sensacionalista no pone en tela de juicio lo que lee, cómo no se pregunta o reflexiona o rumia y cambia de parecer a partir de la formulación para sí de una sencilla pregunta: si ya han intentado engañar antes quién les asegura que no volverán a intentarlo, si es que no lo están haciendo ya, en estos momento, no ya con noticias relacionadas con aquellos atentados, sino con cualquier otra, por pequeña o trivial o tangencial o efímera que sea o aparente ser. Cómo nadie, insisto, puede participar o contribuir, aunque sea desembolsando un euro, a que semejante medio siga saliendo a la calle a diario, cómo no plantearse asimismo dejar de votar en las próximas elecciones a un partido, el PP, que es capaz de la mayor infamia de la democracia española y de no respetar la memoria de quienes fallecieron ese día y hasta entorpecer y obstaculizar la investigación que tan sólo, repito, tan sólo trataba de impartir justicia y aportar cierta dignidad y un mínimo de consuelo (la dignidad que el PP es incapaz de mostrar y el consuelo que ya jamás podrá brindar) a las familias de quienes el 11 de marzo de 2004 sólo pretendían llegar, somnolientas, a su lugar de trabajo, o a su casa, o a la universidad o a cualquier otro lugar en el que, todavía hoy, quizá en una habitación en penumbra, rodeados de retratos y objetos que permanecen tal y como sus propietarios los dejaron aquella mañana, todavía hoy, digo, muchos de esos familiares quizá aguarden a que aparezcan indemnes por la puerta.

domingo, octubre 28, 2007

Correspondencia con Dios



D
ios
Se me ha ocurrido que de aquí en adelante te remitiré una carta en la que te daré cuenta de los episodios más significativos que acontezcan en este páramo proceloso e imprevisible que es la Tierra, cuya existencia, dicen, no sólo es atribuida por completo a ti sino que, aseguran, apenas te bastaron seis días para crearla. Lo cual, a propósito de los acontecimientos calamitosos que están teniendo lugar en Barcelona con las obras del AVE, me lleva a formularte dos preguntas que espero no te incomoden ni sean motivo de futuras animadversiones: ¿No crees que si le hubieras dedicado a la Tierra más de seis días el resultado hubiese sido muchísimo mejor? ¿Es cierto lo que dice el poeta Ángel Gonzáles de que al séptimo día, lejos de descansar tal y como afirman las Sagradas Escrituras, lo que en verdad ocurrió es que te cansaste?

Las misivas serán de frecuencia desigual, si bien, guarda cuidado, en modo alguno transcurrirán menos de siete días entre una y otra, nada más lejos de mi intención que agobiarte y trastornar el apacible y vitalicio retiro en el que decidiste refugiarte, imagino que de manera voluntaria, con nimiedades y asuntos de poco calado con los que distraer tu atención.

Estos días, sabrás ya, ha adquirido especial relevancia la agresión que un indeseable mocetón de apenas veintiún años ha propinado a una adolescente en un vagón de metro. Te preguntarás por qué una circunstancia que sucede a diario y con consecuencias mucho peores que la nos ocupa (lesiones crónicas, asesinatos, violaciones) ha despertado sin embargo un interés mayor y un rechazo unánime en los ciudadanos. La respuesta es obvia: el episodio ha sido registrado por una cámara y posteriormente difundido en Internet y las televisiones de todo el planeta, lo cual pone de manifiesto otra obviedad de índole pavorosa: todo suceso que no aparece en televisión no ha ocurrido jamás. Cualquier crimen individual atroz o exterminio colectivo o abuso o injusticia cometidos que transcurra al margen de los medios de comunicación audiovisuales no sólo no obtendrá jamás el debido enjuiciamiento sino que ni siquiera será tenido en consideración, por la sencilla razón de que nunca habrá tenido lugar. Y semejante circunstancia, permite la confianza, nadie mejor que tú la conoce.

En cualquier caso, el episodio en cuestión y su posterior tratamiento informativo me ha suscitado algunas reflexiones que quisiera compartir contigo. La primera de ellas es a todas luces políticamente incorrecta, acaso inapropiada por mi parte al tratarse de un apunte de carácter sardónico, habida cuenta la gravedad del episodio que nos ocupa. Pero asistiendo con perplejidad, a posteriori, al guirigay protagonizado por la justicia y los políticos y los medios de comunicación y asimismo algunos ciudadanos que, envalentonados, proclaman que hubieran obrado de manera distinta a la que lo hizo el pobre joven que asistió como testigo al suceso, me atrevo a lanzar esta observación, siquiera para quitar hierro al asunto. A saber: las imágenes de ese indeseable departiendo por el móvil mientras le asestaba golpes a la joven constatan, por fin, que la tesis, ampliamente extendida, de que el hombre no puede hacer dos cosas a la vez es una falacia sin fundamentos. Coincidirás conmigo, no obstante, que hubiera sido preferible que el hecho se hubiese constatado de forma bien distinta.

Otro pormenor que me ha llamado la vivamente la atención de este episodio guarda relación con tratamiento que los medios de comunicación han llevado a cabo de él según el origen de los mismos, y que por extensión me aventuro a relacionar con la reclamación, o en rigor exigencia, de Josep Lluís Carod Rovira apelando en televisión a la no españolización de su nombre. Y es que resulta que, si el medio de comunicación procedía de Cataluña, el agresor era llamado Sergio Javier, y si provenía del resto del Estado, Sergi Xavier. De sobra sabes, Dios, que yo no soy de naturaleza desconfiada, pero no puedo por menos de advertir cierta malicia y perversión en semejante circunstancia. ¿Intentaban los periodistas españoles, habida cuenta los tiempos que corren, destacar de manera tendenciosa la procedencia catalana del individuo agresor? ¿Cabe imaginar, asimismo, que los medios de Cataluña pretendieran ocultar o desviar la atención respecto al origen catalán del despreciable joven, como si ser catalán no sólo fuera cuestión natalicia sino además estuviera relacionado con un determinado comportamiento que excluiría del catalán lo canallesco y la perfidia y la sinrazón? El asunto, Dios, no se me antoja baladí, y me lleva a otra reflexión: ¿Por qué Josep Lluís Carod Rovira no ha aparecido en televisión, expeditivo y contundente a un tiempo, reclamando que no españolizaran los nombres Sergio Javier?

En fin, Dios, creo que me he extendido más de lo conveniente y no deseo perturbar con irreverencias tu ocioso retiro. Espero, sin embargo, seguir contando en adelante con tu atención.
Siempre tuyo (o no), Arcadio.

PD:
Besos a los niños.

lunes, octubre 22, 2007

Decálogo




En una de las trescientas revistas sobre maternidad diseminadas por todo el piso, leo (en rigor ojeo, pese a que al principio del embarazo me impuse la obligación de leer todas las revistas que Pilar trajera a casa, la empresa se me ha antojado finalmente inalcanzable) un reportaje sobre los diez errores que una madre primeriza debería evitar cometer. Se han olvidado añadir en la medida de lo posible, pienso yo, que es, al fin y al cabo, tanto como decir: Depende de Cómo Afecte a Esa Pobre Mujer un Cambio Hormonal que Suele Deparar una Metamorfosis de Impredecibles Consecuencias Procederá Como le Salgas de Sus Reales Bajos.

Uno de las cuestiones que el reportaje sugiere evitar es que la mujer descuide su aspecto y caiga en la desidia como un escupitajo se precipita al fondo sombrío de un pozo (no perderé el tiempo en mejorar la metáfora, es la primera que me ha venido a la mente y, sin que sirva de precedente, haré caso omiso a esa máxima según la cual es prudente y recomendable desestimar siempre la primera idea que nos viene a la cabeza). Me digo para mí que afortunadamente Pilar, (para quien todavía no lo sepa mi mujer está a tres semanas de dar a luz a nuestra primera hija) no ha desatendido en ningún momento su aspecto ni disminuido un ápice su proverbial desafuero por los complementos y el cuidado obsesivo por su atuendo, ni reprimido en estos ocho meses, asimismo, su incontinencia por adquirir a todo trance vestuario que acaba guardando, vale decir, en el armario con similar desatino con el que un individuo desesperado hace acopio infatigable de víveres en el interior de un búnker en los prolegómenos de una guerra nuclear.


Pero mis observaciones se vienen abajo cuando, de regreso de sus compras sabatinas, aparece en casa ataviada de un chándal y calzada con zapatillas deportivas y una camiseta blanca con un estampado cuyas letras aparecen deformadas por las dimensiones espectaculares que su barriga en avanzadísimo estado de gestación está alcanzando.


Mi mujer, para quien lo desconozca, se maneja en la vida a partir de unas máximas que estableció por vez primera, creo, en su adolescencia, y que ha acabado transformándose en un decálogo denominado Antes muerta que sencilla, que recoge unos preceptos de obligado cumplimiento. El primero de los cuales reza que jamás saldrá a la calle en chándal y zapatillas o, en caso de que se sintiera obligada ha hacerlo, sólo sería en situaciones muy concretas, como la práctica de algún deporte o la huida súbita de casa a causa de un incendio u otro imponderable similar, pero en modo alguno en otras circunstancias, como comprar o simplemente pasear.


La miro con perplejidad, y ella responde a mi mirada con un mohín que viene a ser de resignación y desazón, y se excusa (cómo si yo necesitara pretexto alguno, mi sorpresa procede no tanto por su atuendo como por la constatación de que nada de lo que se diga o afirme a lo largo de nuestras vidas es susceptible de ser inmutable o definitivo) sosteniendo que todo el vestuario que posee es en estos momentos es incompatible con su estado de buenísima esperanza y, en consecuencia, el chándal y las zapatillas, mal que le pese, será, en adelante, su atuendo más recurrente, y acto seguido añade (con una pose melodramática propia de las películas de los años 40, cuando las damas afectadas se llevaban el dorso de la mano a la frente y con los ojos cerrados y el mentón señalando al cielo, rompían a llorar -o fingían hacerlo- mientras se alejaban de su amado con el otro brazo situado en horizontal, señalando en dirección a él, aguardando en realidad a que éste se abalanzara a consolarla y culminara la escena con uno de esos besos sin lengua tan hieráticos y anodinos y asépticos que se daban los actores de entonces) y añade Pilar, digo, que entenderá si a partir de ahora pierdo interés por ella y no la encuentro tan atractiva como la he encontrado siempre y bla bla bla…


Me la miro y siento un rapto de solidaridad incontenible y resuelvo manifestarle mi adhesión incondicional, y no se me ocurre mejor forma de hacerlo que hacer oídos sordos a mi propio decálogo (quien esté libre de decálogo que tire la primera piedra, el mío lo lidera una norma de indiscutible cumplimiento: jamás, pase lo que pase, dejaré que mis pantalones desciendas lo suficiente para que asome la raja del culo, como tan aficionados son ha enseñar algunos individuos, sobre todo en el ramo de la construcción), y me deslizo mis tejanos hacia abajo, de tal modo que asome la raja del trasero, y me sitúo en cuclillas a la manera de un paleta en lo alto de un andamio, pero allí, en el mismo comedor, frente al sofá, como si lo estuviera limpiando o reparando algún desperfecto, y cuando mi mujer aparece lo primero que contempla es el principio, la finísima raya donde se juntan mis pálidos y famélicos glúteos, asomando por el pantalón a medio caer, y Pilar rompe a reír y se abalanza sobre mí y ambos nos fundimos en un largo abrazo mientras, de fondo, juraría que escucho los acordes de una melodía empalagosa y aparece el oportuno The end, y yo, qué coño, le meto la lengua hasta la campanilla.






martes, octubre 09, 2007

De como la Sociedad Protectora de Animales debería llamar al orden a mi familia política



En contra de ese cliché tan denostados por los vehementes defensores de los animales, estoy convencido de que lo mejor que le puede suceder a algunos chuchos es que los abandonen en una gasolinera. Tal es el caso de los perros acogidos en mi familia política, habida cuenta los sucesos que han tenido lugar últimamente.
Hace unos días, con motivo de un breve viaje lúdico emprendido por mis suegros por el pirineo catalán, el hermano de mi suegro se quedó al cuidado de Otto, el perro de estos últimos, un animal ciertamente desconcertado y desconcertante que adoptaron de la perrera hace un par de años. Otto es de raza imprecisa, pequeño y de color negro y orejas picudas y morro afilado, y un rabo que se enrosca sobre sí mismo con cierta gracia circense. Otto es extremadamente inquieto, yo diría que irreflexivo y hasta desquiciado. A decir verdad, a medida que lo observo se reafirma mi sospecha, según la cual, quien quiera que fuese el desaprensivo que lo dejó abandonado a las puertas de la perrera (como así fue) antes de que se lo quedaran mis suegros, estoy seguro de que se dedicaba al tráfico de éxtasis u otro tipo de sustancias estupefacientes, y Otto, en un momento u otro de esa difícil convivencia, se le cayó en el interior de la marmita en la que se licuaba el mejunje químico del que están elaboradas esas diminutas pastillas, y Otto, cual un Obelix cuadrúpedo, quedó a perpetuidad bajo los efectos psicotrópicos de semejante droga, de tal forma que las veinticuatro horas del día parece presa de una actividad frenética, inagotable y, lo que es peor, imprevisible.

Bueno, el caso es que el hermano de mi suegro, Martín, sacó a pasear a Otto para que el animal realizara las evacuaciones de rigor, efectuadas las cuales, de regreso en el interior del ascensor, Otto, justo en el momento en el que se estaban cerrando las puertas, no se le pasó otra cosa por su cabeza atrofiada de yonqui vitalicio, que salir del ascensor al vestíbulo, para perplejidad y horror de Martín, que se quedó boquiabierto con la correa en las manos, atrapada entre las dos puertas de acero inoxidable, al otro lado de las cuales, la cara de Otto apenas permanecía a unos pocos centímetros de las puertas. El ascensor se puso en marcha, y Otto comenzó poco a poco a levitar, las patas se le separaron del suelo e inició el ascenso inevitable, colgado tristemente como los restos de un pollo desplumado en lo alto de una carnicería. Al otro extremo de las puertas Martín no reaccionaba, no acertaba a pulsar los botones, sostenía la cadena y observaba con ojos desorbitado y tez lívida cómo ésta se acercaba peligrosamente al marco superior de las puertas donde, si un milagro no lo remediaba, Otto acabaría su corta pero intensa vida de yonqui colgado por el cuello. Pero el milagro tuvo lugar, y la cadena se rompió al impactar con el marco superior de la puerta, y Otto cayó de bruces contra el suelo, y tras unos instantes lógicos de aturdimiento, se incorporó y agitó con presteza su cola, como si demandara un segundo viaje en esa atracción de feria que el azar había improvisado en el vestíbulo.

Que los protectores de los animales, en todo caso, respiren con alivio y repriman para mejor ocasión su revanchismo, Otto se encuentra en perfecto estado de salud. La última noticia que me llega de él es que se precipitó sobre la compra mensual que mis suegros habían descargado del coche al recibidor, y después de saquearlo con la furia desatada de un forajido innoble, emprendió huida con su botín, un fuet largo e interminable como la paciencia de mis suegros, y se agazapó bajo un sofá y no salió de él hasta habérselo zampado todo, dejando apenas el cordón con la etiqueta, cuyos restos se mecían, delatores, de la quijada de Otto a la salida feliz de su guarida.

Pero las vicisitudes caninas de mi familia política no acaban ahí. El mismo Martín tiene una perra, Lisa, asimismo de raza desconocida, diminuta como la conciencia de un déspota, ciega de un ojo y combativa e iracunda a más no poder. Con motivo del enlace en Zaragoza de mi cuñada Maribel, toda la familia nos trasladamos a la capital aragonesa, y Lisa hubo de quedarse con la abuela. Por ese entonces la perra no andaba muy bien de salud, y deambulaba, como alma en pena, por las habitaciones profiriendo gañidos de desconsuelo. Martín le encomendó a la abuela la tarea de que si detectaba una recaída en la frágil salud de Lisa, le hiciera ingerir un pedazo pequeñito, muy pequeñito, de Gelocatil a fin de aliviarla.
Una vez en Zaragoza, Martín llamó por teléfono para interesarse por el estado de la Lisa:

Qué, mama, cómo está Lisa.
Estupenda hijo, es una monada, no da guerra, la pobre. Se pasa el día durmiendo.
¿Durmiendo?
Sí hijo, durmiendo como una marmota. Así lleva diecisiete horas. Una detrás de otra. La jodía no despega el ojo ni aunque se hunda el suelo bajo sus pies.
¡Diecisiete horas! Ay mama, ¿qué le has hecho? ¿le has dado algo?
La pastilla, como tú me dijiste, hijo.
¿Pero sólo un trocito pequeño, no?
Un trocito… un trocito…quien dice un trocito dice toda, hijo, no vamos a andarnos ahora con tonterías.
¡Pero mama! ¡Que me la vas a matar! Pero… pero… ¡Dile a la perra que se ponga!, gritó Martín, en medio de las carcajadas incontenibles de quienes fuimos testigos de la conversación.

Francamente, creo que a la familia de mi mujer no le ha acompañado la fortuna a la hora de escoger perro. Antes de Otto tuvieron largos años a El Kiko, posiblemente el bicho más feo que he visto en mi vida. Y conste que cuando digo bicho no circunscribo el apelativo únicamente a la especie perruna. Cuando digo bicho me refiero a toda fauna que habita hasta el rincón más remoto e inhóspito de la Tierra, incluidas las profundidades marinas. Comparado a El Kiko, hasta el más extraño espécimen o ser inclasificable que hallara nadie podía presumir de atractivo. También es cierto que yo lo conocí en la senectud, y por tanto no descarto que me perdiera su época de animal de figura esbelta y porte gallardo que deambulaba por el barrio de Cirera, de donde procede, con la punta rosa fosforescente de su pene a medio asomar entre la pelambrera rala, dispuesto a ensartar a toda perra que le saliera al paso. O perro, pues ya se sabe que la especie en cuestión no suele andarse con contemplaciones de género ni ha adolecido jamás de escrúpulos a ese respecto. Bien mirado, que les quiten lo bailao.

viernes, octubre 05, 2007

La tortilla de patata



Interpretación libre de un suceso real escuchado esta semana en la radio.


Y ha sucedido que en el transcurso de la ronda de rigor, situados ambos en una de las vías que se encuentra en el itinerario habitual que mi compañero y yo realizamos a diario, previa asignación por nuestros más inmediatos superiores, a la altura del número 8 de la calle en cuestión, y ha sucedido, digo, que al poco hemos escuchado ruidos sospechosos que provenían de una planta baja al lado de cuya fachada nos hallábamos en ese momento. De tal forma que, con objeto de identificar la naturaleza exacta de los sonidos, nos hemos aproximado a pocos centímetros de la puerta y la ventana. Y tras unos momentos de permanecer en silencio, expectantes y con la oreja pegada a la puerta y a la mencionada ventana, hemos constatado que, en efecto, desde su interior nos llegaban los lamentos y el clamor quedo de auxilio expresado por alguien que parecía ciertamente hallarse en apuros. En razón de lo cual mi compañero y yo, sin más dilación, hemos procedido a echar la puerta abajo, efectuado lo cual hemos entrado el domicilio con el arma apercibida en previsión a un posible altercado fortuito con individuos hostiles, y hemos recorrido las diferentes habitaciones a fin de identificar desde cual de ellas venían los sonidos, que han resultado proceder de la cocina, en cuyo interior hemos hallado la escena descrita a continuación: en el suelo dos personas, un hombre y una mujer, la una enfrente de la otra, el varón, bien parecido, de aproximadamente 25 o 30 años, tendido sobre las baldosas en posición fetal, y con las manos en los genitales mientras profería gimoteos quejumbrosos y mascullaba improperios tales como: ay, ay, ay cómo duele, la muy hijaputa. La mujer, de edad similar a la del varón, sollozaba desconsoladamente en tanto se frotaba sin cesar y con gesto de dolor el cuero cabelludo. La joven permanecía sentada en el suelo, con la espalda apoyada en el mobiliario inferior de la cocina. En un reconocimiento somero pudimos observar que tenía el pelo impregnado de aceite y no pocos pedazos de patata y huevo enredados asimismo en la maraña del cabello rizado. Los restos de lo que a todas luces semejaba una tortilla de patata y la sartén de tamaño medio en la que, con toda seguridad, estaba siendo cocinada, yacían derramados por doquier, suelo y paredes y con mayor concentración en torno a ambos individuos.

Y una vez realizados los primeros y más elementales auxilios médicos, hemos procedido a tomar declaración a los dos implicados a fin de esclarecer los pormenores de lo sucedido, efectuado lo cual hemos constatando que los testimonios de los dos involucrados coincidían por completo aun habiendo tomado la precaución de llevar a cabo el interrogatorio por separado, de cuyas indagaciones damos cuenta a continuación: Habiendo solicitado su presencia como oficial de primera en fontanería, el señor Julián Garrido, de 27 años de edad, se ha personado en el domicilio en cuestión, y en ausencia de los legítimos propietarios de la residenci, en ese momento ocupados en otros menesteres fuera de la ciudad, a le ha atendido María de la Cruz Guadalupe y Rosario, empleada en la casa como asistenta y cocinera. De común acuerdo han decidido ambos que el señor Julián Garrido realizaría las diversas reparaciones para las que previamente había sido reclamado, en tanto María de la Cruz Guadalupe y Rosario proseguiría con los quehaceres que tuviera encomendados, el más urgente de los cuales resultó ser la elaboración de una tortilla de patata.

Transcurrido un tiempo no inferior a media hora ni superior a 45 minutos, el fontanero Garrido ha hecho acto de presencia en la cocina y se ha acercado por detrás a la señorita Guadalupe y Rosario y, siempre mostrado el mayor de los respetos y dirigiéndose a ella con consideración, le he preguntado qué le parecía a María de la Cruz Guadalupe y Rosario si le hacía una felación (mamada ha sido la expresión exacta) mientras él vigilaba la tortilla. A lo que la interpelada, sin ocultar su inicial sorpresa y rubor, ha acabado aceptando porque, según ha explicado, el oficial fontanero Julián Garrido le parecía extremadamente atractivo.

Así pues, el fontanero Garrido se ha desabrochado los pantalones y se los ha bajado a la altura de los tobillos, ha abierto ligeramente las piernas de tal modo que la señorita Guadalupe y Rosario se situara de espaldas a la vitrocerámica, cómodamente de rodillas en el espacio resultante entre ambas extremidades y ha iniciado la felación mientras el señor Julián Garrido sostenía la sartén por el mango, efectuando, de tanto en tanto, un ligero vaivén horizontal para que las patatas recibieran la justa cocción. Llegado este punto, y a causa del celo y la gran destreza que la señorita Guadalupe y Rosario ha mostrado en la ejecución del sexo oral, el señor Garrido se ha visto obligado a alcanzar un orgasmo furioso y desatado, de intensidad tal que ha perdido por completo el gobierno del brazo de la mano que sostenía la sartén, como consecuencia de lo cual ha derramado su contenido, de manera no premeditado, sobre la cabeza de la señorita Guadalupe y Rosario, quien ha respondido al dolor infringido por el aceite hirviendo cerrando su mandíbula e hincando sus dientes en torno al pene del señor Garrido, en un acto reflejo igualmente involuntario que, a su vez, ha provocado que el fontanero, presa de un dolor insoportable, golpeara en repetidas ocasiones la cabeza de la señorita Guadalupe y Rosario con la sartén con la esperanza de que ésta liberara su pene, circunstancia que no ha hecho sino causar el efecto contrario al pretendido por el fontanero, es decir, incrementar la fuerza con la que María de la Cruz apretaba los dientes alrededor del miembro tumefacto del señor Garrido, que, a su vez, cuanto más dolor sentía con mayor virulencia y obstinación golpeaba el cráneo de la cocinera, situación que se hubiera prolongado indefinidamente si los dos no hubieran quedado exhaustos y doloridos sobre el suelo de la cocina, momento en que mi compañero y yo hemos hecho acto de presencia.

Y preguntado a los dos implicados si deseaban formalizar la correspondiente denuncia el uno contra el otro, han declinado ambos semejante posibilidad, el oficial fontanero Julián Garrido aduciendo que no se le antojaba lo más prudente habida cuenta que le faltaban dos semanas para contraer matrimonio con su novia de toda la vida, y María de la Cruz Rosario y Guadalupe para evitar complicaciones innecesarias a causa de su situación irregular en el país, después de lo cual mi compañero y yo hemos abandonado el domicilio sin resolver la duda personal que a los dos, de manera simultánea, nos ha asaltado a la salida del domicilio, a saber: si la tortilla era con o sin cebolla.





lunes, octubre 01, 2007

Superchería



Causa estupor que algunas personas decidan usurpar una identidad falsa para incorporar a su vida elementos o hechos vividos por otras personas, o apropiarse y detentar sucesos que les acontecieron a terceros para así dotar a su vida de cuanto ellos piensan que carece, de todo aquello que está ausente en el discurrir cotidiano de sus vidas, que imagino consideran anodinas o mezquinas o sencillamente les parece que languidece de forma inexorable, si no a cuenta de qué enredarse en esa madeja de imprevisibles consecuencias. Causa sorpresa que tengan valor para sostener públicamente una mentira que más pronto que tarde será desenmascarada, y sin embargo no reunan coraje suficiente para hacer algo por cambiarlas sin echar mano de embustes, para transformar sus vidas tal y como les gustaría que fuera y convertirlas o aderezarlas con pormenores o vivencias similares a las que han arrebatado a otros. Cuesta creer que empleen tanta energía y tiempo y a menudo ingenio en levantar el andamiaje de una infamia semejante y que asimismo estén dispuesto a pasar el bochorno público que implica ser descubierto, y sin embargo no se paren un momento a pensar en qué forma que no sea mintiendo podrían sus tristes vidas dejar de serlo. Quizá sea por que son unos mentirosos compulsivos, o por pura cobardía, porque ser partícipe de esas vicisitudes conlleva acaso un riesgo que no están dispuestos a asumir o les gustaría correr pero el miedo les impide hacerlo.
Ahí está esa mujer, Tania Head (a la postre Alicia Esteve Head, todo apunta a que también el nombre ha resultado ser falso), que ha presidido la Red de Supervivientes del World Trade Center, que se había encargado de difundir en conferencias, universidades y medios de comunicación de toda índole cómo había logrado salvar la vida el 11-S, alcanzando la calle tras bajar desde el piso 78 en el que se hallaba cuando impactó uno de los aviones. Pero lejos de conformarse con esa mentira que podía haber pasado inadvertida, habida cuenta el caos que se apoderó de ese día, adornó además su relato con añadidos susceptibles de conmover y con el objeto final de alcanzar una notoriedad a todas luces efímera. Según todos los indicios pocos episodios de la biografía que había dado a conocer esa señorita se ajustan ahora a la verdad, como haber estudiado en Harvard y Stanford, donde según parece nadie ha oído hablar de ella ni recuerdan que asistiera a sus aulas.
En 2005 salió a la luz que Enric Marco, hasta entonces presidente de los españoles presos en el campo de exterminio de Mauthausen, había sostenido durante 30 años un testimonio inventado de su paso por el infierno nazi, una superchería que había dado a conocer en institutos y universidades para alentar a los jóvenes del peligro de los fanatismos y, sobre todo, para mantener viva la memoria de unos sucesos en los que en realidad no tuvo nada que ver.
Qué desconcertante resultan todos esos embustes reiterados, todo ese afán de notoriedad, todo ese empeño en ser objeto de reconocimiento y que acertadas aquellas palabras que un día pronunciara Bernard Shaw: Ser maltratado no es un mérito.

martes, septiembre 25, 2007



La web libroandromeda me ha publicado un cuento. Se trata de Ucronía, relato con el que fui finalista en 2004 en el certámen internacional NH Relatos. Si a alguno le apetece leerlo puede visitar la web mediante el enlace correspondiente, situado al principio de esta entrada. Una vez en la web, bajo el texto ÚLTIMAS ACTUALIZACIONES, se encuentra mi nombre y el de otro autor.

lunes, septiembre 24, 2007

Fin de semana en Zaragoza


Con motivo del enlace de mi cuñada Maribel y de su ya marido Rubén, celebrado en Zaragoza, hemos pasado un inolvidable fin de semana en la capital aragonesa, cuidados a cuerpo de rey por unos anfitriones que se han desvelado en todo momento por hacernos sentir como en casa. Zaragoza es una ciudad que yo no había visitado antes, circunstancia ésta que se me ha antojado imperdonable al deambular en solitario (mientras Pilar y su hermana y, en suma, toda las mujeres que asistían a la boda, se sometían a toda suerte de tratamientos estéticos) por el dédalo de diminutas calles que tejen el casco antiguo, muy próximo al cual se alza la impresionante basílica del Pilar, a cuyas puertas la Plaza del Pilar, inacabable y vívida de una multitud que pasea en todas direcciones y que, según me cuenta Rubén durante un paseo en el que me revela los pormenores históricos de su ciudad, en el transcurso de las fiestas del Pilar se convierte en una muchedumbre imposible de cuantificar que colapsa las principales calles de acceso a la basílica.

Por supuesto, ha sido obligado realizar la ruta de tapas de rigor y probar por fin los huevos rotos con foie de los que tanto me había hablado Rubén, que, en efecto, han resultado deliciosos, al punto que he repetido plato durante los tres días en que nos hemos aventurado por el casco antiguo y, sin duda, los hubiera pedido otra vez de habernos quedado un cuarto día.
A continuación os muestro un breve documento gráfico de cuanto ha sucedido estos días, que, pese una meteorología caprichosa y empeñada en estropearnos a todos la jornada, (afortunadamente sin éxito) han resultado muy emotivos y, a mí en particular, me han deparado no pocas sorpresas, como el cura que ofició la ceremonia, que resultó ser un desternillante y excepcional monologuista cuya actuación me reconcilió, en cierta manera, con la iglesia y me hizo pensar que no todo está perdido en aquellos que deciden un día vestir sotana. Lejos del típico cura alucinado, iracundo y , como dice Sabina, malfollao que yo me he encontrado a menudo, el que casó a mis cuñados era de una heterodoxia festiva, chispeante, que tan pronto denominaba al novio con el cariñoso apelativo de empanao (no a Rubén sino a la figura paradigmática del novio ) como se refería al Golum de El Señor de los anillos cuando hablaba de las alianzas (¡mi aniiiillooooo!, llegó a decir el cura para mayor regocijo).



Instantánea tomada por mí desde el Puente de Piedra. La Basílica
del Pilar a la caída de la tarde.


Una bella y espectacular Maribel preparándose
en el hotel. Vaya dos hijas que parió Isabel.


La tuna de la facultad de derecho de Zaragoza, a la que
pertenece Rubén. La capa a los pies de los recién casados,
un ritual que realizan cada vez que se casa uno de sus miembros.








El entorno espectacular donde aguardamos la llegada de los novios,
acosando a los camareros que se paseaban con bandejas de un cóctel delicioso.




Maribel provocó el llanto, a moco tendido, de Rubén con un vídeo
inesperado. La emotividad manifestada por Rubén fue contagiosa.


Pilar y un capellán lascivo que se ofreció a aparecer en la foto.

Pilar, ataviada con lo primero que encontró
en el armario. Hermosa con cualquier cosa que
se ponga.El bulto sospechoso que asoma
bajo el vestido, es Martina, nuestra hija,
que últimamente se empeña en aparecer en todas
las fotos.


De nuevo Pilar, esta vez de trapillo, y Martina
que se empeña en acompañarla a todos lados.













miércoles, septiembre 19, 2007

Juicio Final




Leo en el periódico que en la Corte de un distrito de Nebraska se ha admitido a trámite la demanda presentada contra Dios por un senador estadounidense, de nombre Ernie Chambers, por considerarlo responsable directo de las catástrofes que continuamente se ciernen sobre el planeta. Mi primera impresión, al ojear tan sólo el titular, ha sido de cierta indisimulada satisfacción, pues he pensado que por fin se alzaba alguna voz que alertara o previniera a la devota sociedad norteamericana de cuanto de amañado e irracional o manifiestamente increíble persiste en el alucinado discurso religioso. Pero no he tardado en caer en la cuenta de que semejante iniciativa no es sino una muestra más de devoción ciega, pues atribuir a Dios papel de tal relevancia, en lugar de resignarse a la suerte que depara la naturaleza y tratar de prever los desastres telúricos o aliviar el sufrimiento de aquellos que irremediablemente los padecen, y llevarlo a juicio es obstinarse en la teoría de su existencia, que, cabe recordar, nadie ha confirmado ni a buen seguro confirmará jamás, más allá de los golpes de efecto y las manifestaciones alucinógenas y auto sugestionadas de la conciencia febril de quienes han sido desde niños debidamente adiestrados en la veneración en una determinada creencia (yo diría que tendenciosamente adiestrado, por cuanto tiene de manipulación impedir u obstaculizar a alguien para que elija por sí misma en qué debe o no creer sin mayor interferencia que la propia observación del discurrir de la vida). Lo cual me trae a la memoria una historia real de la que dio cuenta en su columna de los sábados en El País el escritor Manuel Rivas.

Un viejo profesor en la España de la posguerra realiza un pequeño ejercicio práctico a sus alumnos, que previamente le habían manifestado su devoción a Dios. El maestro les pide a los muchachos que, en voz alta y al unísono, llamen a Dios a fin de comprobar si responde a la llamada y aparece en el aula. Los alumnos, en efecto, entonan el nombre de Dios repetidas veces sin resultado. El profesor les pide que ahora lo llamen a él. El hombre abandona antes el aula y aguarda en el pasillo. Lo muchachos gritan su nombre (¡profesor, profesor!) y el profesor, solícito, aparece en el aula.
De más está señalar que el viejo maestro fue objeto de las iras del régimen franquista.

En lo que atañe a lo sucedido en Nebraska, acaso lo único que cabe aplaudir en la iniciativa del mencionado senador sea que por fin un feligrés se haya separado del rebaño y tenido el coraje de plantarse delante del altar (en lo alto del cual imagino a Dios engullendo pipas con aire distraído, cuyas cáscaras se amontonan en derredor, mientras contempla con desidia cuanto nos sucede a todos), y reprocharle los desmanes que últimamente organiza. A ver Dios, ¿no crees que te estás pasando tres pueblos?, parece querer decirle el senador con la acción llevada a cabo.
Falta saber si Dios, como en el aula del bienintencionado profesor, hará o no acto de presencia en el proceso incoado, y si éste se tratará del tan cacareado Juicio Final y si, lo que sería el colmo, el letrado que finalmente ejerza su defensa será el mismísimo abogado del Diablo.

miércoles, septiembre 05, 2007

La Polla



El adolescente de treinta y tres años de edad, Ernestito Miraqueteavío, corría de un lado a otro del comedor, mientras a la boca desdentada de su bragueta asomaba el pene flácido, cuya punta lucía en forma de abanico debido al kilo y medio de pellejo que, se estima, cubría el glande. Luego de girar en torno a sí con cierta desorientación, Ernestito se precipitó con atropello hacia la cocina, y al grito redentor de «ya no pecaré más», tiró hacia afuera de un cajón e introdujo la mano y empuñó el primer cuchillo que sus dedos acertaron a palpar. Acto seguido situó en alto el brazo cuya mano blandía el arma justiciera, y allí, a ras del techo bajo de la cocina, con la hoja cintilando en lo alto como  si el foco cenital de Dios se hubiera desentendido del resto de la humanidad para concentrarse solo en él, permaneció quieto durante unos segundos que semejaron una pausa publicitaria, al término de la cual prosiguió lo que había resuelto llevar a cabo. Dejó caer el cuchillo, que descendió veloz como un parpadeo, mientras con la otra mano maniobraba a fin de situar la polla sobre el mármol, en posición perpendicular respecto al cuerpo, asiéndola con fuerza por si en el último momento se arrepentía. 
¡Zas, zas, zas! 

Tal y como las tres onomatopeyas sugieren, el corte no fue de una sola y certera tacada, sino que precisó de asestar tres golpes hasta que finalmente los tendones, los músculos y demás tejidos se separaron casi por completo del cuerpo, pues apenas los vinculó a él unos finos hilillos de pellejo que, al separar Ernestito el miembro cercenado, semejaron el queso fundido de una porción de pizza.
Tal estropicio en la castración no fue debido a la falta de tino o escasa fuerza en el brazo ejecutor, sino a que Ernestito, presa de una ceguera transitoria del todo justificable en semejante estado de enajenación, no advirtió que el cuchillo que había agarrado del fondo del cajón era inapropiado para tales menesteres, por ser su filo dentado y romo, muy útil cuando es pan o alimentos similares el objeto del corte, pero en modo alguno carne y aún menos del grosor y la dureza que nos ocupa, pues procede aclarar que, aunque el miembro seccionado lucía en reposo, superaba en mucho la media de cualquier ser humano que habitara con vida este mundo.

Concluida la emasculación, enardecido aún por su propia arenga, Ernestito sostuvo por encima de su cabeza el órgano cortado, a la manera de un torero que brindara al tendido su trofeo, mientras con la otra mano trataba de restañar la sangre que brotaba del resto de polla que, resultado de tan cruenta faena, asomaba de su pelvis como el tocón de un árbol cuyas raíces bien podrían ser la maraña de vello púbico. 

Con similar desorientación con la que había entrado en la cocina salió de ella, corrió hacia el lavabo y arrojó a la taza del váter su polla moribunda, y a continuación tiró de la cadena, y Ernestito contempló cómo en el centro mismo del vórtice desaparecía la verga, engullida por la espiral del agua con el pellejo del prepucio aleteando como si se despidiera. 

Y Ernestito no supo sino cuando ya fue demasiado tarde que de todos los desatinos en los que incurrió ese día la propia castración no fue el peor, ya que, a fin de cuentas, cada cual es libre de hacer lo que le venga en gana con su polla, nabo, o verga, como a decir verdad ha hecho el hombre desde el principio de los tiempos. Tampoco cabe concluir que las sucesivas masturbaciones que sin solución de continuidad practicó resultaron determinantes para explicar la locura que le sobrevino, habida cuenta que lo hacía con cierta regularidad, lo que sugiere que, de haber sido esa la causa, lo habría sido en todo caso por acumulación. Así pues, la mayor estupidez que se aventuró a perpetrar fue arrojar el miembro tumefacto dentro la taza del inodoro, no solo por su carácter de acto irrevocable, sino porque las aguas residuales que circulan por el subsuelo contienen toda clase de sustancias cuya combinación es, a buen seguro, nociva y de efectos impredecibles, de tal forma que pueden provocar transformaciones en el metabolismo de cualquier organismo que por una u otra causa entre en contacto con ellas. Tal y como el cine ha dejado constancia en más de una ocasión, existen casos de reptiles inofensivos u otros animales similares, empleados habitualmente como mascotas, cuyos propietarios se han desembarazado de ellos de la misma manera que Ernestito ha obrado con su pene: arrojándolos por el desagüe como el que furtivamente oculta el polvo bajo la alfombra, y al final el efecto devastador del agua pútrida los ha transformado en voraces engendros carnívoros que han sembrado el pánico por doquier. 

  Suerte similar está a un paso de correr el pene, la polla, el nabo de Ernestito, que durante semanas, mientras lentamente tiene lugar la metamorfosis, ha flotado plácidamente en estado de inconsciencia sobre las aguas fecales que discurren por el alcantarillado de la ciudad, junto a compresas, preservativos, deposiciones varias y un ejemplar de El Código D’avinci. 

Los primeros síntomas de la transformación física no se hacen esperar, y se traducen en una paulatina modificación en su aspecto, el más significativo de los cuales lo constituye el aumento desmesurado de tamaño, ya de por sí, cabe recordar, de considerables dimensiones para la media general. Los desgarros causados en la bárbara castración, lejos de infectarse, sanan al contacto con las aguas contaminadas, y el agujero de la uretra se dilata hasta transformarse en una boca redonda y enorme de cuyos labios viscosos cuelgan restos de semen que se solidifican y se convierten en afilados colmillos similares, si no idénticos, a los de las más voraces pirañas amazónicas.

El pene, la polla, el nabo de Ernestito finalmente cobró conciencia de sí mismo como ser auto suficiente, y tras admirarse de su nueva y poderosa condición de engendro autónomo, libre de toda servidumbre a la pelvis primigenia, lo celebró realizando alguna acrobacia acuática a la manera de esos delfines campechanos y algo pagados de sí mismo que se hacen notar frente a las embarcaciones que avistan. 
Transcurrido un tiempo, alentado por un instinto extraño cuya naturaleza animal quizá le impedía identificar, se fue acercando hasta que alcanzó la superficie en un albañal del extrarradio y se dirigió a la ciudad con notable esfuerzo, pues la metamorfosis no le había dotado de patas o cualquier otro artilugio orgánico que le permitiera desplazarse por tierra con facilidad, sino que había de arrastrarse fatigosamente a fin de avanzar metro a metro. Primero a través de los descampados que rodeaban la población, y una vez a las puertas de la ciudad, reptando por la calzada y las aceras, salvando con dificultad los objetos que se cruzaban en su camino, y profiriendo resuellos estentóreos y muy intimidatorios. Pronto sembró el pánico en los primeros ciudadanos que le salieron al paso, que se daban a la fuga despavoridos mientras alertaban al resto de la población: «¡Es la polla! ¡Es la polla!», gritaban presas del pánico. La expresión se difundió con celeridad y fue adoptada asimismo por los medios de comunicación, los cuales, en un alarde de imaginación sin precedentes, bautizaron oficialmente al monstruo con el nombre de La Polla.

La gente, sin embargo, no tardó en advertir que el pene, la polla, el nabo de Ernestito  no parecía abrigar la intención de causarles daño, sino que se limitaba a reptar sin embestir a nadie ni causar desperfectos en el mobiliario urbano, más allá de los normales en semejantes circunstancias y en un engendro de esas características, como el de dejar a su paso el rastro de un fluido viscoso que se conoce segregaba para ayudarse a avanzar, y un hedor a rayos que bien podría perseguir la intención de evitar que se acercara nadie en el radio que abarcaba la fetidez. 

Se diría que el proceder de La Polla obedecía a una sola razón que la impulsaba a seguir adelante a todo trance, por lo que los científicos que durante esos días habían realizado un seguimiento continuo de la bestia y un estudio meticuloso de su comportamiento, acabaron concluyendo que el origen del monstruo, efectivamente, sería resultado de haber expuesto un pene al contacto de productos químicos que habrían provocado una mutación genética de esas características. Confirmaron, asimismo, que era presa de una extraña querencia cuya naturaleza, sin embargo, les había resultado imposible, por de pronto, desentrañar, por lo que, en beneficio de la ciencia, juzgaron indispensable no interrumpir la marcha errática de la Polla hasta que no se resolvieran el enigma. La comunidad científica logró convencer al Gobierno para que aplazara la mediación del ejército, entre cuyos miembros ya se habían alzado voces que proponían resolver el asunto en la mayor brevedad y sin sutilezas de ningún tipo.

Durante días, los noticiarios de medio mundo abrieron con las imágenes aéreas de la Polla reptando sin pausa, dando cuenta pormenorizada de las vicisitudes periódicas que padecía la bestia en su errático periplo. Un día la larga travesía por las calles de la ciudad tocó a su fin. La polla, el nabo, la verga de Enrestito se detuvo de repente y yació por horas frente a un portal. La televisión dedicó a la noticia el mismo tratamiento que a un acontecimiento de resonancia histórica. Vale decir que desde que el suceso se había dado a conocer los medios de comunicación más importantes habían desplegado en torno al monstruo un número de efectivos que fue tanto mayor cuanto más medios ponía sobre el terreno la competencia, de tal forma que en el momento en que la Polla dejó de avanzar, se podían contar en el lugar no menos de una veintena de vehículos debidamente preparados para retransmitir el suceso con similar despliegue tecnológico que el evento deportivo más destacado que quepa imaginar. Prácticamente desde el principio la Polla y sus circunstancias habían sido a diario Trending topics de Twitter. A decir verdad, fueron en gran medida las redes sociales las que habían difundido que la Polla era inofensiva, lo que propició que cada día se sumaran a la marcha del engendro una multitud de personas cuyo número fue aumentando a medida que avanzaba, las cuales no ahorraron palabras de aliento cuando el engendro dio síntomas de desfallecer. «¡Esa Polla, esa Polla, eh, eh! ¡Esa Polla, esa Polla, eh, eh!», coreaban entonces en un clamor unánime y enardecido que, efectivamente, pareció producir efecto en el ánimo alicaído de la bestia. 

Así pues, quieta la Polla en la acera, la multitud permaneció expectante, contemplando cómo resollaba exhausta y aguardando un desenlace que todo parecía indicar que estaba próximo. Al cabo surgió una persona de entre el gentío congregado. El hombre se identificó como vecino del edificio junto al que la Polla se había detenido, y no bien lo había hecho había efectuado el tipo una relación entre el pollón gigantesco varado en la acera y el ingreso en el hospital por castración de su vecino, Ernestito Miraqueteavío, algunas semanas atrás. El individuo se abrió paso entre la gente, rodeó con escrúpulo la Polla y anduvo de puntillas para evitar pisar el fluido segregado, que iba extendiéndose en torno al nabo como un helado que se derritiera bajo sol. Pulsó el timbre del portero automático sin dejar de mirar, de soslayo, al nabo informe que exhalaba con fatiga, a su espalda, un sincopado resuello de animal exhausto.

«¿Quién es?», preguntó la voz de Ernestito, distorsionada por el interfono. «Tu Polla», respondió el vecino en medio del rumor en sordina de la gente, que recibía cada novedad con un runrún interrogativo y un sordo chismorreo que se propagaba en oleadas por entre la muchedumbre.

Ernestito asintió en silencio. Desde que las noticias habían dado cuenta de la aparición de ese vigoroso pollón arrastrándose obstinadamente por las calles de una ciudad en estado de shock, había aguardado ese momento con una mezcla de impaciencia y temor. No bien habían aparecido en televisión las primeras imágenes de la Polla (una secuencia aérea tomada desde un helicóptero), Ernestito había reconocido en ese engendro a su pene. No cabía duda, se trataba de su verga y la habría reconocido aunque se mezclara con centenares de vergas similares.

 Bajó a la calle, consciente de los reproches que la multitud podía lanzar contra él por lo insensato de su acción y las repercusiones que había acabado desencadenando. Lo cierto era que en los últimos días había crecido la animadversión hacia las personas con predisposición a abandonar a su suerte a toda clase de mascotas. Algunos programas de televisión fueron más lejos y, dejando a un lado el empleo de sutiles metáforas, realizaron campañas explícitas en favor de un trato más respetuoso del hombre a su polla. La comunidad judía fue objeto de furiosos ataques por la práctica de la circuncisión, la cual fue considerada una amputación en toda regla en ese contexto de alarma social. El lobby judío no tardó en reaccionar, y en respuesta a semejante acusación, y para evitar que la confrontación dialéctica desembocara en un conflicto antisemita de consecuencias impredecibles, médicos cualificados difundieron en televisión los beneficios de esa práctica ancestral. Algunos fueron más lejos y sostuvieron la teoría de que una de las probables causas de la existencia del engendro fálico fuese precisamente la falta de exposición al aire del glande por culpa de un prepucio excesivo. Por si todo eso no fuera suficiente, un programa titulado Rebeldes sin polla recabó testimonios de individuos que, habiendo perdido su verga en accidentes de toda índole, lograron recuperarse de percances tan traumáticos y se hicieron hombres de provecho para la sociedad.

Nada de lo mencionado pareció afectar a Ernestito, pues estaba decidido a pedir perdón públicamente a su polla, lo que a buen seguro lo reconciliaría con todo el que se había sentido tentado a ponerse en su contra. Ernestito Miraqueteavío abrió la puerta del portal y se plantó en el umbral. La muchedumbre recibió su aparición con un murmullo de sorpresa, y acto seguido guardó un silencio unánime sólo roto por algún comentario esporádico que de inmediato era amonestado por la mayoría. El acontecimiento, de más está decir, estaba siendo retransmitido en directo por las televisiones de medio mundo. La imagen de la Polla inerte sobre la acera y un primer plano del rostro de la gente se alternaban en pantalla con un plano cenital de la multitud congregada detrás de las vallas de seguridad con las que las autoridades habían acordonado la zona.

Ernestito permaneció quieto frente a su polla, a prudente distancia. Efectúo una mirada en derredor y observó de cerca la masa informe, cuyo lomo palpitaba levemente acompañado de un silbido mortecino. Poco a poco venció sus reservas y se acercó lentamente. La Polla emitió un estertor, y efectuó una torpe tentativa de zigzaguear en su dirección. Ernestito Miraqueteavío extendió poco a poco el brazo con intención de acariciar el glande de su polla, cuyo prepucio había desaparecido plegado sobre sí mismo de tal modo que semejaba una bufanda. Ernestito palpó la punta de la Polla y la acarició, y el nabo se contrajo y profirió un resoplido de placer, y desde la multitud se pudo escuchar un prolongado ¡Ooooooh! que aplaudía la reconciliación.

Ernestito se acercó un poco más y abrazó el cuerpo de la Polla todo lo que sus brazos extendidos en cruz alcanzaron a abarcar. El realizador, entonces, mostró en pantalla una sucesión aleatoria de rostros a cuyos ojos asomaban lágrimas de emoción contenida. Ernestito separó ligeramente el rostro y buscó en el cuerpo de la Polla algo que pudiera parecer un órgano auditivo. Como no acertó a identificarlo, volvió a pegar su mejilla al lomo de la bestia y, luego de aguardar unos segundos durante los cuales no dejó de acariciar la panza palpitante, musitó unas palabras que ninguno de los presentes alcanzó a escuchar. La Polla respondió con una sacudida, una suerte de culebreo y el fluido que impregnaba su cuerpo salió asperjado en todas direcciones. Al fin, yació inmóvil largo rato. Detrás de las vallas de seguridad creció un rumor de voces. La gente se preguntaba qué le había dicho Ernestito a la Polla. Los más alejados del escenario donde transcurrían los hechos inquirían perentoriamente a los que gozaban de una posición de privilegio. Era en vano: ni el personal de Protección Civil, ni los pocos periodistas acreditados para observar de cerca la escena, ni los agentes de policía a cargo ni del ejército parecía haber escuchado nada.

    De repente, como realizando un último acopio de energía, la Polla se irguió sobre sí misma con notable esfuerzo. En esa posición, como impelida por la madre de todas las erecciones, permaneció completamente vertical durante unos instantes, los suficientes para que se produjera una de esas coincidencia felices mediante las que el azar pone en tela de juicio la estricta veracidad de los hechos: el alumbrado urbano se encendió automáticamente y la luz de las farolas, entre las que la Polla se alzaba inhiesta y oscilante, incidió directamente en su cuerpo, y la textura húmeda de la piel produjo el efecto de centenares de luces diminutas que restallaron silentes como el crepitar mudo de una traca, y un resplandor fosforescente rodeo como un aura el contorno de la figura imponente, recortada contra la fachada del edificio. La multitud contemplaba boquiabierta cuanto ocurría frente a ellos, una sucesión excitante de luces y pirotecnia a la que un segundo más tarde se sumaron los flashes de los fotógrafos, que no habían escapado al ensimismamiento general de aquel espectáculo insólito. 

  Súbitamente, la Polla abrió su boca cuanto dio de sí y se dejó caer a plomo sobre Ernestito y lo engulló de una sola dentellada. Las pupilas de quienes estaban presentes se dilataron de espanto. Se desató el pánico y se produjo una estampida en medio de la cual una muchedumbre fuera de sí se propinaba empellones unos a otros en medio de un griterío desquiciado. La Polla, entretanto, se había desmoronado pesadamente sobre la acera no bien había acabado de deglutir a Ernestito, y allí yació, como un cachalote moribundo varado en mitad de una playa. Desde el fondo abisal de la panza saciada llegaba, de tanto en tanto, una especie de regurgitar grave semejante al eco que resuena en una caverna, y su vientre se deformaba a causa de los golpes desesperados que desde el interior propinaba el pobre infeliz.      

En torno a la Polla permaneció un grupo reducido de personas que no se habían dado a la fuga al desencadenarse la tragedia. De forma escalonada se sumaron muchos otros que habían perdido el miedo no bien se propagó la noticia de que el engendro fálico había muerto. Pronto se concentró alrededor de la Polla una multitud considerable que guardó un silencio solemne de consternación unánime. Al cabo, apremiados por los realizadores que aguardaban dentro de las furgonetas que habían enviado las distintas cadenas, fueron los reporteros los primeros en sobreponerse al estupor general y buscar la valoración del público que había asistido a la sucesión de acontecimientos. Recabaron opiniones de toda índole, la mayoría de ellas expresadas en términos maniqueístas, de inocente o culpable. Prevaleció claramente la reflexión, en muchos casos airada, de que había que exculpar a la Polla de cuanto había sucedido y censurar de principio a fin el comportamiento de Ernestito, al que, por momentos, se le sometió a un juicio sumarísimo. El mismísimo vecino que había avisado a Ernestito, uno de los más solicitados por la prensa, se expresó en esos término, pues se había mostrado muy indignado porque Ernestito se había desembarazado de mala manera “de una polla tan grande como una olla”, dijo, mientras él tenía amigos “o conocidos”, había precisado, con graves problemas de micropene  que hubieran vendido su alma al diablo por la mitad de centímetros que tenía “el tontolculo ese.” Cabía destacar la postura reivindicativa de las mujeres, las cuales insistían que con Ernestito Miraqueteavío siendo apenas un bulto inmóvil en la panza saciada de su polla se había puesto de relieve una verdad largamente sostenida por las mujeres de todos los tiempos, según la cual el hombre, a fin de cuentas, es, lisa y llanamente, sólo polla.