martes, enero 24, 2012

Conversaciones con Martina (36)

-Mama, dame un poco de agua.
-No te doy agua hasta que no recojas los juguetes.
-Eso no se le hace a una hija.

martes, enero 17, 2012

Ucronía

Relato finalista en el concurso NH Relato 2004


Ucronía


Extracto de una carta que el escritor H. G. Wells remitió a su amigo y periodista Alexander Cohen. Por estricto deseo del autor, la misiva no vio la luz hasta su fallecimiento en 1946.


...en el decurso de una breve y azarosa estancia en Austria, en la primavera de 1894, un año antes de que apareciera publicada mi primera novela, La máquina del tiempo, me vi obligado a compartir celda con un individuo que aseguró haber asesinado a un niño de cinco años. Esta carta es, en esencia, un resumen más o menos aproximado de lo acontecido durante las horas que se prolongó nuestro confinamiento.

Nos encerraron juntos dos días; el primero de los cuales transcurrió sin que ninguno hiciera el menor intento de comunicarse con el otro. Admito que gran parte de la culpa de que así fuera se debió a la molesta resaca que me tenía postrado sobre aquel destartalado camastro, dejándome imposibilitado para cualquier otra cosa que no fuera articular quejumbrosos resoplidos, en tanto aguardaba a que desaparecieran los efectos de la borrachera que había provocado mi encarcelación. Al día siguiente, cuando mi estado alcanzó una notable mejoría, y después de soportar largas horas de tedioso silencio en las que no dejé de recorrer con inquietud la superficie angosta del calabozo, me dispuse a entablar conversación con mi compañero de celda, que hasta ese entonces había permanecido mudo, tendido boca arriba sobre su litera, suspendida por encima de la mía, sujetas ambas a la pared por gruesas cadenas. Con la cabeza descansando sobre las manos entrelazadas, el silencioso individuo contemplaba con una serenidad desconcertante el techo enmohecido. Yo estaba de pie, apoyado, recuerdo, en una de las paredes próxima a las camas. Desde allí, todavía sin acercarme, le pregunté, en un alemán algo rudimentario y tosco, su nombre y la causa por la que había sido encerrado. Él desoyó mis preguntas una tras otra, ni siquiera se molestó en mirarme. Atribuí su actitud desdeñosa a algún equívoco suscitado por el idioma, ya que mi alemán, como digo, era insuficiente para sostener una conversación prolongada. De modo que insistí, intentando esta vez dejar claras mis intenciones, que no eran otras que las de iniciar una conversación que hiciera más tolerable el tiempo que se dilatara el común encierro. De súbito, mientras yo me esforzaba en pronunciar cada palabra con una lenta y cuidadosa vocalización, al tiempo que gesticulaba ostentosamente con las manos, mi compañero de celda proclamó en un perfecto inglés:

He matado a un niño.

Confieso que al principio no reparé en el significado de sus palabras y sí en el idioma en que habían sido pronunciadas. Incluso tuve un atisbo de grata sorpresa al descubrir que compartíamos la misma lengua (si bien no tardaría en advertir que su dicción difería de la mía, al extremo de no acertar a adivinar su procedencia) y, por tanto, podríamos conseguir que la espera que nos separaba de la libertad fuera más agradable. Pero inmediatamente, como si cobrara una súbita resonancia, caí en la cuenta del verdadero sentido de su frase, pronunciada, vale decir, con total indiferencia: he matado a un niño, dijo.

Mi primera reacción fue de pánico, no podía entender que me encerraran junto al sospechoso de un crimen. Entonces, como ahora, desconocía las leyes austriacas, pero contradecía el sentido común que me concedieran trato semejante al que recibe un asesino confeso, al que además imaginé de inmediato, quizá precipitadamente, sin duda inducido por el miedo, imaginé, digo, con las facultades mentales perturbadas, ya que su víctima no era un individuo al que había ajusticiado en una reyerta callejera o en defensa propia, sino un niño al que reconocía haber asesinado, al parecer, sin el menor muestra de arrepentimiento.

Superados los primeros temores, lo observé largo rato, mientras aguardaba en vano a que prosiguiera con lo que tuviera que añadir, pues pensé que acaso esgrimiría alguna circunstancia atenuante que justificara el crimen que decía haber perpetrado. Sin embargo guardó silencio y continuó con la mirada perdida, adoptando el mismo talante ausente que había mostrado hasta ese momento. Caí en la cuenta entonces de que me hallaba ante una oportunidad única a fin de alcanzar el objetivo que me había propuesto al inicio del largo viaje que me había llevado hasta ese calabozo, en un pequeño pueblo situado al noreste de Austria, justo en la línea fronteriza con Alemania.

Un mes y medio antes había partido del puerto de Folkestone, en mi Kent natal, con el propósito inexcusable de no regresar sin la génesis de la que sería mi primera novela. No sin pesar había tomado la decisión de abandonar mi empleo de tutor en la escuela de Bromley para ejercer de periodista ocasional, en tanto se gestara en mi cabeza ese argumento tan codiciado como esquivo que me permitiría por fin vivir de la literatura. Los proyectos, no obstante, no acababan de concretarse, paradójicamente por exceso de ideas, pues cuando la última parecía perfilarse como la definitiva, una nueva venía a revelar las carencias de aquélla, y así, sucesivamente, me veía atrapado en el dédalo de mis propias vacilaciones, propiciadas en buena medida por mi causa, ya que desde el principio me había impuesto la exigencia insoslayable de hallar algo nuevo que contar, una historia insólita que resultara estimulante e innovadora, tanto para mí como para los lectores. De modo que con la intención última y desesperada de poner orden en mi cabeza, decidí viajar por Europa pertrechado de cuadernos en los que anotar las ideas que fueran surgiendo durante el trayecto.

Atravesé Bélgica y Luxemburgo, y en Francia, donde se celebraban los fastos de la Exposición Universal, asistí a la inauguración de la Torre Eiffel, el monumento que los Franceses habían erigido para el evento, a mi juicio con excesiva alharaca, pues sólo se trataba, pensé entonces, de un amasijo de hierros amontonados con más o menos destreza a los que no vaticiné largo futuro. Cuando abandoné Francia puse rumbo a Alemania. Después de unos días en Munich, partí hacia Austria, cuya frontera recorrí demoradamente en tren hasta que me detuve en Braunau am Inn, un pueblo pequeño y acogedor en el que se jactaban de servir, no sin razón (mi confinamiento era prueba de ello), la mejor cerveza del mundo.


Observé expectante a aquel hombre y medité la forma de vencer sus reservas. Habituados mis ojos a la penumbra, advertí que el individuo se había vuelto hacia la pared y de nuevo me ofrecía la espalda. Resolví no dejar de hablarle hasta que se sintiera obligado a replicarme, aunque sólo fuera para hacerme callar. Sólo así, razoné, habría alguna posibilidad de que me confiara la historia que llevaba consigo.

Si lo que dice es cierto —expuse, aproximándome a su cama—, carece de lógica que nos encierren juntos. De lo único que soy culpable, si la memoria no me falla, es de beber un poco más de la cuenta, quizá de enzarzarme en una disputa sin mayor relevancia, nada más, sin embargo usted... en fin... según dice...

Para mi sorpresa no tuve que insistir demasiado, de inmediato giró la cabeza y el camastro acompañó ese movimiento con un chirrido agudo.

Burghausen —dijo, lacónico.

¿Cómo? —inquirí.

Burghausen —prosiguió— se encuentra a siete millas de aquí, y allí está el penal al que tenían pensado trasladarme. Pero se ha levantado mucho revuelo en el pueblo, la gente de Braunau aguarda atrincherada a las puertas de la prisión. Quieren un linchamiento. Me dejaran aquí hasta que se calmen.

Habló con una tranquilidad pasmosa, se diría que estaba habituado a las circunstancias que atravesaba, como si asesinar niños ocupara por lo común su tiempo, y lo extraño en realidad fuera el comportamiento extemporáneo de la gente en contra de esa costumbre. Se trataba sin duda de un personaje singular; en honor a la verdad debo decir que en modo alguno me pareció un asesino.

¿ Por qué lo hizo? —pregunté.

Que más da. Eso ya no importa.

A mí sí me importa. No sé, quizá se trató de un desafortunado accidente. La gente, su familia ha de saber qué pasó.

Dispensa explicar que la urgencia por conocer la historia y el interés en sonsacarle los hechos se debían a mi propia conveniencia, y admito que utilizar como pretexto a su familia me produjo cierto pudor, que él no dejó de anotar, pues sonrió aviesamente antes de hablar.

No fue accidente. —dijo— Le disparé por la espalda. En la cabeza. Tomé un sendero pedregoso que conduce a la arboleda en la que solía retirarse a dibujar, un soto de sauces y hayedos no muy distante del pueblo. Allí estaba, sentado sobre un tronco, rodeado de hojarasca que crepitaba bajo mis pies, y aun así tan concentrado en los trazos que esbozaba en el bloc no me oyó merodear en torno a él. Le apunté por encima de la nuca, pero no disparé, no en ese momento. De repente vacilé, sentí una curiosidad extraña que nunca antes, en el desempeño de mis numerosas misiones, había experimentado; soy por lo común preciso en el cumplimiento de las órdenes. Pero en esta ocasión quise mirarle a los ojos. Bajé el arma y lo rodeé y me puse frente a él. Me vio, no a mí sino a la sombra que mi cuerpo proyectó sobre el papel. Levantó la cabeza y me miró. Se sonrió, una gran sonrisa de satisfacción, y de nuevo, gacha la cabeza observando el bloc, emprendió la tarea de dibujar. Di la vuelta y me alejé por donde había llegado, pero sólo unos pocos metros, volví de nuevo sobre mis pasos, y esta vez sí, le disparé. Su cuerpecito menudo salió violentamente despedido a más de dos metros y cayó silente sobre de la hojarasca. Lo cogí en brazos y cargué con él por en medio de las calles hasta las puertas de la comisaría, y allí lo dejé en el umbral y me entregué.

Guardó silencio. Si albergaba dudas respecto a su culpabilidad, esa descripción detallada del crimen las habían despejado por completo. Se había limitado a la narración de lo sucedido sin pretender convencerme de nada, pues para él, sospecho, carecía de importancia que descreyera o no. Describió los hechos, nada más, yo era libre de juzgarlos a mi manera.

Piensa que soy un loco ¿eh? –agregó al cabo.

Intente convencerme de lo contrario. Lo que ha hecho es propio de ellos; sin embargo, y no me pregunte por qué, no creo que lo sea. Es más, estoy seguro de que si se esfuerza podrá argüir una explicación más o menos verosímil que de alguna u otra manera justifique ese asesinato.

Se incorporó y quedó sentado en la cama, las piernas, suspencidas, se mecían suavemente en el hueco que había entre su camastro y el mío. Inclinó el torso y apoyó los antebrazos en las rodillas.

Esta bien —continuó—, pero mucho me temo que no juzgará nada verosímil lo que voy a explicarle. Pero los hechos, en esta ocasión, han transcurrido así, y no hay, por tanto, otra forma de contarlos, a no ser que mis superiores decidan que se desarrollen de otro modo distinto. Qué opina si le digo que no pertenezco a este tiempo, que estoy aquí, sí, y usted me ve, y puede tocarme, y si lo hace acaso alcance a distinguir bajo mi pecho el latido del corazón, y pese a ello todavía no he nacido, ni lo han hecho mis padres, ni los padres de mis padres. Qué opina si le aseguro que procedo de una sociedad que está a cientos de años de aquí, en un futuro ni tan solo imaginado, en un tiempo aún por llegar. ¿Y bien?

Guardé silencio y en vano busqué sus ojos en la penumbra, tratando de discernir en ellos un rastro de locura o lucidez.

Francamente —observé sin ocultar mi desconcierto, acechado de pronto por la duda de si había atribuido a ese personaje más importancia de la que en verdad tenía— lo que dice resulta, cuando menos, y siendo comedido en mi juicio, difícil de creer.

No se preocupe, su reacción es la común. Pero déjeme continuar, correré el riesgo de que me crea definitivamente un loco. Setecientos cincuenta años separan mi sociedad de ésta, la suya, y en ella disponemos de la posibilidad excepcional de viajar a través del tiempo, de movemos por él a nuestro antojo.

¿Con qué propósito?

Formulé la pregunta inconscientemente. Lejos de creerle, determiné que si de verás deseaba ser escritor no debía obviar ninguna historia, por disparatada que pudiera parecer, como sin duda era el caso de la suya, pese a que, en el fondo, la narración poseía una inevitable capacidad persuasión.

¿Con qué propósito? El motivo es evidente ¿no cree?: modificar la Historia, corregirla, mejorar el efecto alterando la causa. Bien, imagine que su mejor amigo sufre un accidente y fallece. Un percance estúpido. ¿No lo evitaría si estuviera en su mano? Se trata, en definitiva, de elevar la ucronía al rango de ciencia exacta.

Modificar la Historia no es mejorarla. Es cierto que existe esa posibilidad, no lo niego, pero no es menos cierto que al propio tiempo subyace la de empeorarla, ¿cómo saber a dónde conducirá ese nuevo rumbo? Si, como usted sugiere, salvo a mi amigo de perecer, y luego éste se enamora de mi mujer y planea y lleva a cabo mi muerte, ¿cómo juzgar ese cambio?

A veces es necesario correr riesgos, pero no se corrige nada sin antes llevar a cabo un meticuloso estudio de las consecuencias que pueden acarrear esos cambios. Lo conveniente, claro está, es que sólo afecte al hecho que se pretende alterar, pero es verdad que, en no pocas ocasiones, se ven afectadas circunstancias ajenas a él. Lo que demuestra, cuando menos, que el libre albedrío continúa existiendo, aunque convenientemente acotado. Aún y así, coincidirá conmigo en que hay acontecimientos en la historia del ser humano tan desafortunados que merecen, sin ningún género de duda, ser eliminados, aun a riesgo de que los efectos derivados de esa eliminación devengan más perniciosos que las causas que provocaron la modificación.

Sus razonamientos poseían tal capacidad persuasiva que no puede evitar sucumbir ante ellos, subyugado, de repente, por las posibilidades literarias que atribuí a su narración. Cada una de mis objeciones era rebatida por él con una abundancia argumental que no dejaba lugar a réplica.

Las horas siguientes transcurrieron con parecido tono. Entrada la noche su discurso se volvió, a mi juicio, deliberadamente parco. Evitó extenderse en demasiados detalles, y se limitó a responder con monosílabos cada cuestión que yo, con curiosidad insaciable, le planteaba.

Finalmente me dormí.

Del otro lado de la puerta me despertó una algarabía de voces. De pronto se abrió, precedida por un estrépito de llaves que giraban y de goznes que crujían. Unas manos se aferraron a la pechera de mi camisa y me arrojaron fuera de la cama. Me zarandearon con virulencia en tanto me gritaban algo que en aquel momento me pareció indescifrable, pero que no tardé en comprender: mi compañero de celda había desaparecido, y lo había hecho sin forzar la puerta ni dejar señal alguna de su huida. Se había desvanecido sin más, como si nunca hubiera estado allí. Sólo la horma de su cuerpo esculpida en el colchón, todavía caliente, confirmaba que su existencia no había sido producto de mi imaginación.

Su desaparición demoró mi puesta libertad, pues creyeron que yo tenía algo que ver con su fuga o, cuando menos, podía aportar algún dato que facilitara su captura. Sólo tras la eficaz mediación del consulado británico en Viena, pude abandonar, por fin, la celda; ocho días después de la evasión de aquel extraño personaje. Esa misma tarde debía coger un tren que me llevaría de regreso a Munich y, pese a que todavía restaban varias horas para su partida, me acomodé en la estación y aguardé su llegada; en modo alguno, me dije, podía permitir que ese tren partiera sin mí, ya que el siguiente con destino Munich saldría tres días más tarde, y mi ánimo, como bien comprenderás, carecía de voluntad para demorar un sólo instante más la marcha.

Mi querido amigo, durante todos estos años no ha habido un sólo día que no pensara en aquel hombre y en todo lo que me contó. Él, como ahora puedes deducir, inspiró mi primera novela y, por tanto, es en gran medida el causante de que mi vida transcurriera como lo hizo. Sé que lo juzgarás descabellado, pero esa certeza me ha llevado a considerar que nada de lo que dijo entonces fue incierto, y que las pocas horas que compartimos juntos tenían como propósito que yo escribiera esa novela, porque, sospecho, la época o sociedad a la que pertenecía precisaban de su existencia, de la misma forma que Isaac Peral, Monturiol, Nordenfelt o quién sea el que finalmente posea la autoría del submarino, necesitaron que Julio Verne gestara y escribiera en 1869 Veinte mil leguas de viaje submarino, ya que no creo, con toda franqueza, que exista acto humano, de la naturaleza que sea, que no haya sido anticipado por la imaginación fecunda e inquieta de un escritor.


La tarde de mi regreso, sentado en un banco próximo a la vía en la que debía detenerse mi tren, fatigado ya por la larga espera, contemplé frente a mí, en el otro extremo del andén, cómo un grupo de niños jugueteaba entre los árboles que llenaban, numerosos, el recinto ferroviario. Por encima de sus copas se dibujaba, desvaído por la distancia, el contorno abrupto y escarpado de la cima inhiesta del Grossglockner. También de entre la espesa fronda irrumpió, tenue, el penacho de humo que anunciaba la llegada del ferrocarril, a cuya visión precedió el silbido lejano de la locomotora. Me incorporé y dispuse todo para partir, acomodando cerca de mis pies las dos bolsas de viaje que me habían acompañado desde que saliera de Kent. Eché un último vistazo a mi alrededor y la mirada se detuvo, obstinada, en los niños. Sólo entonces, cuando los hube observado por segunda vez con detenimiento, reparé en que ignoraba todo acerca del niño asesinado. El tren se hallaba próximo, pero si me apresuraba todavía podría obtener algún dato sobre él. De una de las bolsas extraje, con urgencia, el cuaderno en el que había anotado todo lo acontecido desde mi llagada a Braunau. Entré en el edificio en busca de alguien que pudiera facilitarme información, la sala estaba vacía, de modo que me acerqué al empleado que me había expedido el billete y, cuaderno en mano, le rogué con torpeza que me proporcionara cualquier dato que supiera del niño, ya fuera su nombre o el de alguno de sus familiares. El tren se había detenido y no tardaría en reanudar la marcha. Anoté con trazo apresurado todo lo que pude entender y salí precipitadamente, la locomotora había empezado a moverse. Al cabo de unas millas, acomodado al fin en mi vagón correspondiente, releí con calma lo que había escrito. El niño, al parecer, era hijo de una campesina y de un conocido oficial de aduanas de Braunau am Inn. Se llamaba, según leo, Adolf, Adolf Hitler. De más está decir que desconozco por qué acabó con su vida, pero confío en que lo indujera un motivo de peso…”




lunes, enero 16, 2012

Conversaciones con Martina (35)

Martina aparece en el comedor sollozando desconsoladamente, a lágrima viva. Entre llanto y llanto alcanza a desvelarnos el motivo de su desconsuelo: el anillo que venía con el disfraz de princesa que le han traído los Reyes Magos se le ha caído dentro de la taza del wáter. Por si semejante contratiempo no fuera suficiente, ha tirado de la cadena. Mientras trato de consolarla le pregunto cómo le ha pasado algo así.

-No es fácil de explicar -responde con los ojos enrojecidos.

jueves, enero 12, 2012

Conversaciones con mi hija de cuatro años, Martina, (34)

De camino a casa, Martina y su madre pasan delante de la peluquería a la que suelen ir ambas. Martina señala hacia el establecimiento y le dice a Pilar:
-Mira mamá, la peluquería está cerrada.
-Es que es su día de descanso.
-Eso es porque está cansada de peluquear -concluye Martina.

sábado, enero 07, 2012

Conversaciones con Martina (32)

Miro a Martina fijamente y muy serio, después de hacer una trastada de las suyas. Ella me devuelve la mirada y, acto seguido, me pregunta:
-¿Qué pasa, papa, no quieres tener una hija, no?