viernes, abril 28, 2006

Desolación (relato breve)






Apenas intercambian unas pocas frases cuando están a solas, las necesarias para mitigar el silencio abrumador que se cierne sobre ellos en la soledad de la casa. Aunque ella prácticamente no pone el televisor en todo el día y prefiere pasar el tiempo con un libro en las manos, se apresura a hacerlo en cuanto lo escucha hurgar con la llave en la cerradura, para que así el sonido que emite el aparato atenúe, disimule o sustituya el interminable silencio que se suscita entre ambos, como cuando alguien, transcurridas largas horas en soledad, deja escapar un carraspeo innecesario o tararea alguna melodía antigua para creerse acompañado. Ella, a menudo, pospone la conclusión de alguna tarea doméstica hasta que él llega, con el propósito de tener el tiempo ocupado y no hacer frente a los silencios embarazosos con algún comentario banal que ponga de manifiesto todo cuanto han dejado de decirse.
Se sientan en el sofá, con un océano de cojines de por medio, y musitan un saludo vago mientras él cambia de canal, esgrimiendo el mando a distancia con el brazo completamente estirado y efectuando bruscos golpes de muñeca cada vez que pulsa el botón, como si en lugar de buscar un programa estuviera tratando de descerrajar un tiro al televisor.
Ella lo mira de soslayo y advierte una vez más que no soporta su comportamiento, no aguanta su desgana, su constante apatía. Cada vez está más convencida de su pereza mental y su falta de interés por todos aquellos proyectos que ha menudo ella ha deseado emprender, y de los cuales él siempre ha parecido mantenerse al margen, o no mostrar todo el entusiasmo y respaldo que ella hubiera deseado.
Ella, no obstante, recuerda que hubo un tiempo en que las cosas fueron de otra forma y él era locuaz y reía todo el rato. Admite que entonces le producía contento que él le dijera sandeces y se condujera como un adorable payaso impredecible, porque sentía el halago pueril de que su propósito era llamar la atención de ella, y una —demasiado tarde lo ha sabido ella— no se enamora de otra persona sino de lo que la otra persona siente por una. Más tarde, según se fueron conociendo, a ella se le revelaron pequeños detalles que dejaban entrever que las afinidades entre ambos no eran tantas como en un principio había presumido, pero le restó importancia porque pensó que era consecuencia lógica del proceso de madurez y consolidación al que debe someterse cualquier relación. Hoy día ella, sabiendo cuanto sabe, abriga sin embargo la desafortunada certeza de que él posee las cualidades y carencias de un patrón de comportamiento que no le suscita interés alguno y del que, por descontado, nunca podría enamorarse por más empeño que pusiera. Se pregunta por qué entonces, en la adolescencia y juventud, no fue capaz de percibir y ver lo que tan claramente percibe y ve ahora, y se pregunta, asimismo, si él, su marido, será presa de similares reflexiones respecto a ella. Puede ser, después de todo, que también ella haya defraudado las expectativas que él había depositado en ella y encarne hoy día todo aquello que él detesta y desprecia, y por esa razón y no otra él se demora llavero en mano frente a la puerta de casa, haciendo más ruido de lo normal al introducir la llave, de tal forma que sin apenas darse cuenta ambos hayan caído atrapados en ese sumidero de mutuos reproches en silencio. De ser así ella se pregunta quién fue el primero en iniciar semejante proceso de desgaste y deterioro sin fin, quién el primero en desengañarse del otro y perder toda esperanza y desistir. ¿Él? ¿Ella?, ¿Ambos a un tiempo? Al fin y al cabo quizá sea ella, después de todo, la que ha decidido no compartir con él proyectos e inquietudes ni concederle a él el préstamo de alguna confidencia, ella la que lo ha mantenido alejado a causa de su propensión a sumirme en reflexiones que la conducen a un dédalo de cavilaciones, a un continuo lamento porque lo que finalmente ha sucedido en su vida ha dejado intacto lo que pudo suceder. ¿Acaso no es precisamente eso lo que está ocurriendo en ese momento?, ella inmersa en interminables conjeturas mientras él permanece sentado en silencio a su lado, aguardando acaso a que ella lance el señuelo de una palabra o un gesto para iniciar una conversación.
—¿Qué tal el día? —pregunta ella de repente.
Él se la queda mirando fijo y ella diría que sus ojos manifiestan sorpresa.
—Bien —responde él.
—¿El trabajo bien? —insiste ella.
—Sí, bien. Como siempre.
Se miran en silencio por espacio de un instante. Él parece meditar y mueve los labios, como si tuviera intención de decir algo, en cambio alarga el brazo en cuya mano sostiene el mando a distancia y aumenta el volumen del televisor.

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